lunes, 17 de mayo de 2010

Las diferencias ¿insalvables?


Cuenta una antigua leyenda hindú que existía un Dios que se sentía solo y tal era su deseo por sentirse acompañado que decidió crear unos seres que le hiciesen compañía. Todo pareció ir bien hasta que cierto día, no se sabe muy bien cómo, estos seres encontraron la llave de la felicidad, siguieron el camino hacia el Dios y se fundieron con él.
Dios se quedó triste, estaba nuevamente solo. Reflexionó y pensó que había llegado el momento de crear al ser humano, pero temió que éste pudiera descubrir la llave de la felicidad también, encontrar el camino hacia él y volver a quedarse solo de nuevo.
Siguió reflexionando y se preguntó dónde podría ocultar la llave de la felicidad para que el hombre no diese con ella. Tenía, desde luego, que esconderla en un lugar recóndito y apartado, un lugar donde el hombre no pudiese hallarla.
Primero pensó en ocultarla en el fondo del mar pero al final desistió, seguro que el hombre inventaría un aparato que le permitiese llegar hasta el fondo del mar y dar de ese modo con la llave. A continuación tanteó la posibilidad de esconderla en alguna caverna de la montaña más alta, pero también desechó la idea, seguro que el hombre escalaría todas las montañas del planeta y al final daría también con ella. Pensó también ocultar la llave bajo tierra, pero al final concluyó que el hombre horadaría la Tierra y que al fin, terminaría encontrándola. A continuación tanteó ocultarla en un planeta lejano pero también descartó la idea, seguro que el hombre inventaría un ingenio espacial que le permitiría explorar el Cosmos hasta dar finalmente con ella.
Por más que pensaba no se sentía satisfecho con ninguno de los lugares que se le ocurrían, y así pasó toda la noche en vela, preguntándose cuál sería el lugar seguro para ocultar la llave de la felicidad. ¿Dónde ocultarla…? -continuaba preguntándose al amanecer-. Y cuando el sol comenzaba a disipar la bruma matutina, al Dios se le ocurrió de súbito el único lugar en el que el hombre no buscaría la llave de la felicidad: la colocaría en el interior de cada uno de ellos, justo en el centro de su corazón…

Me pareció un cuento precioso la primera vez que lo oí y me sigue pareciendo un cuento precioso hoy, muchos años después. Os he querido contar este cuento porque este fin de semana ha sido un poco triste, una pareja de conocidos, de esas que parecían estar hechas el uno para el otro y ser para toda la vida, se han separado. Sí, es cierto, nada fuera de lo habitual, estas cosas pasan todos los días, pero es que de verdad, parecían la pareja perfecta, tenían tantas cosas en común…
De verdad, no entiendo por qué pasan estas cosas, es algo ilógico. Entiendo que las relaciones de pareja no son un cuento de hadas y sé que no existen los príncipes azules, es más, de hecho existen muchas más ranas/sapos que príncipes/princesas. También entiendo que las personas, los intereses y las circunstancias cambian; y que lo que ayer nos parecía blanco mañana nos pueda parecer negro. Entiendo todas esas cosas. Pero hay algo que me supera, no entiendo por qué nos empecinamos en ver lo que nos separa en vez de hacer lo más fácil: ver lo que nos une, que es mucho más. ¿Cuándo seremos capaces de comprender y disfrutar nuestras igualdades en vez de amargarnos y regocijarnos en nuestras diferencias…?
Sí, es cierto, en muchas ocasiones los intereses de los individuos que conforman la pareja son diferentes, las circunstancias son adversas o lo más sencillo: el amor se acaba. Pero también es cierto que en otros muchos casos no y es en estos casos, donde la pena se conjuga con la frustración. ¿Pero no se dan cuenta? ¿Si se quieren y quieren lo mismo? ¿Por qué se empeñan en ver las escasas cosas que les separan y no la enorme cantidad de cosas que les unen? ¿Por qué no siguen cuidando las cosas que cuidaban hasta hacía poco…?
Una vez me dijeron que hay ocasiones en las que el amor solo no basta, no dije nada pero lo cierto es que nunca lo entendí muy bien, porque para mí es justamente lo contrario: amar es lo que da sentido a todo. Lo que sucede es que esto no es magia, el amor no florece solo; el amor hay que cuidarlo día a día, no hay más misterios.
No negaré que siempre he tenido una suerte descomunal, lo reconozco; todas mis parejas han sido seres humanos excepcionales y quizás por eso, consciente del milagro que ello suponía, he tratado de cuidar la relación todo cuanto he podido (aunque en ocasiones no haya sabido hacerlo, que esa es otra). De cualquier manera, siempre me he dado cuenta de mi fortuna y a modo de letanía me he repetido: “¡Joer, qué suertudo soy! De entre todos los millones de personas que pueblan la Tierra he tenido la inmensa suerte de que Menganita se haya fijado en mi y que me quiera. Lo único que puedo hacer es ser feliz, disfrutarlo y cuidar mi suerte para que no cambie. He de cuidar a Menganita, cuidarla mucho, cuidarla para que me siga queriendo, cuidándola para que nunca se arrepienta de haberme elegido a mi…”
Y es esas estoy. Teniendo tantas cosas por las que sentirme feliz, ¿merecería la pena ser infeliz por aquellas otras que no me hacen sentirme bien? Creo que no, no compensa en absoluto. Decía un viejo proverbio que si la suerte está a favor, ¿por qué correr? Y si está en contra ¿por qué precipitarse? En definitiva, que es saludable pararse un momento y pensar en lo que tenemos (a veces se nos olvida), siempre habrá algo por lo que sentirnos bien, disfrutémoslo. Y una vez en ese punto, intentemos mejorar aquellas cosas que nos hacen infelices, esforcémonos, siempre compensa. Los milagros no ocurren todos los días y la suerte no dura eternamente. En las ocasiones en las que ocurre es bueno disfrutarlo.
Hoy soy feliz, vivo el momento, mañana ya veremos…

Hasta la semana que viene.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si te apetece exponer tu punto de vista o opinar sobre lo que has leído, por favor, no dejes de hacerlo, todos los comentarios son bienvenidos.
Si lo prefieres también puedes dejarlos en facebook: www.facebook.com/vampx1