lunes, 25 de octubre de 2010

Coccinella


Antes de nada quería pediros disculpas. Estoy inmerso en un período de bastante trabajo y eso no me permite publicar con la asiduidad que desearía, por lo que intentaré pasar de publicar una vez a la semana a publicar una vez cada dos semanas. Estáis de suerte, solo vais a tener que sufrirme un par de veces al mes.
Por otra parte, la desdichada falta de tiempo que vengo sufriendo hace que tampoco tenga demasiado tiempo para pensar los temas que voy a tocar, por lo que aprovechando que no tengo nada preparado, tiraré de fondo de armario y recurriré a un breve cuento que escribí hace veinte o veinticinco años. Dado que no soy muy partidario de andar modificando escritos, por la cosa de no variar el espíritu con el que éstos fueron escritos, no lo revisaré y lo dejaré tal cual fue concebido, conservando todos sus defectos, que al fin y al cabo son los que suelen otorgar la esencial real de las cosas.
Disfrutadlo y perdonad la ingenuidad del relato, todos hemos sido alguna vez jovenzuelos alocados e inexpertos...

Coccinella (por Juan Fernández)
Le pareció que aquél era un buen lugar para pasar aquella su primera noche fuera de casa. El lugar elegido estaba a resguardo de los fríos vientos que provenían del norte, de la zona de los Lagos Helados; además estaba empezando a oscurecer y le pareció mucho más prudente dar por finalizada la jornada. No sabía a ciencia cierta el lugar en el que se encontraba, pero la aventura era la aventura y no se iba a preocupar ahora por nimiedades como esas, lo único importante era que llevaba todo el día caminando y que por fuerza tenía que estar ya bastante lejos. Acomodó un par de hojas de haya y se dispuso a pasar la noche de la manera más cómoda y confortable posible. A sus oídos llegaba el triste canto de un autillo y la lejana letanía de alguna desconsolada cigarra. El cansancio y el suave susurro de las hojas mecidas por el viento, hicieron que se durmiese enseguida.
Se despertó animosa y enérgica apenas los primeros rayos de sol aparecieron por el horizonte. Estiró las patas una a una y se deleitó inspirando profundamente el aire rejuvenecido de la mañana, intentando reconocer algún olor que le resultase familiar. Echó un vistazo a su alrededor pero no le pareció que por aquella parte pudiese encontrar esos deliciosos pulgones que tanto le gustaba desayunar, por lo que calmó su sed con un poco del rocío de la mañana y decidió postergar el desayuno para más adelante.
-Hoy hará calor- se comentó a si misma mientras emprendía de nuevo la marcha.
Estuvo andando hasta que no aguantó más el vacío en el estómago, por lo que decidió darse un descanso y ponerse a buscar algo sólido que le calmase el hambre que le atormentaba desde hacía ya un rato. Tras deambular un rato por los alrededores tuvo suerte y encontró un par de brotes tiernos que le supieron a gloria. Mientras comía glotonamente, reflexionó sobre lo sencillo que le estaba resultando todo hasta ahora en contraposición con lo difícil que fue tomar la decisión de irse. Eso sí, lo que era innegable es que hasta ahora estaba mereciendo la pena. Tras desayunar emprendió de nuevo la marcha y estuvo andando durante todo el día, interrumpiendo de cuando en cuando la caminata para descansar un poco y buscar algún bocado que llevarse a la boca. Cuando empezó a oscurecer de nuevo, encontró refugio en unas raíces cercanas y se quedó dormida de inmediato, estaba exhausta.
Volvió a despertarse con el primer albor, aunque esta vez no se encontraba tan animosa como el día anterior. Le dolían un poco las patas traseras y seguía sintiendo mucha hambre, lo que daría por una ración de deliciosas crías de pulgón con miel... Intentó sobreponerse y estuvo andando hasta que el sol estuvo en lo más alto, momento que aprovechó para tumbarse en un pequeño claro a descansar. Se despertó sobresaltada al oír unos ruidos junto a ella y cuál no fue su sorpresa al descubrir que el dueño de esos carraspeos era un enorme ciempiés que la observaba con cierto desinterés.
-Buenas tardes. Creí que no te ibas a despertar nunca- le dijo mientras guiñaba un ojo con complicidad.
-Buenas tardes. No pensé que me iba a quedar dormida. ¿Llevas aquí mucho tiempo?
-No, realmente acababa de llegar. Lo que sucede es que estás en mi sitio -lo dijo recalcando lo de “mi sitio” al tiempo que denotaba impaciencia. -Verás, es que el sitio que estás ocupando es exactamente mi sitio.
-No lo entiendo muy bien- dijo al tiempo que se desperezaba. -¿No te vale cualquier otro sitio? ¿Tiene que ser precisamente este sitio?
-No, ese sitio es el único que me vale. Verás, es que ese es mi sitio de pensar. No soy capaz de pensar en ningún otro.
-¿Y qué es lo que piensas?-le preguntó al tiempo que se echaba cortésmente hacia un lado.
-Gracias- dijo al tiempo que se posesionaba del lugar con aire satisfecho. -Pienso en todo aquello que merece la pena ser pensado.
-¿Y para qué lo haces? Me refiero a lo de pensar.
-Me gusta llegar a conclusiones. Primero vengo hasta aquí, me coloco en mi sitio y me dejo llevar. Ya te he comentado que los pensamientos me vienen solos, por lo que dejo que estos vengan y una vez han llegado, medito sobre ellos. Cuando llevo un rato reflexionando llego a una conclusión y como te puedes imaginar, me es imprescindible llegar a una conclusión porque si no es como si no hubiese pensado nada, ¿lo entiendes?
-Bueno, no muy bien porque ¿qué pasa si estás pensando y no llegas a ninguna conclusión?
-Siempre llego a una conclusión. El acto de pensar en algo siempre lleva implícito llegar a una conclusión. Si no fuese así, ¿para qué nos serviría pensar?
-¿Pero nunca se ha dado el caso de que un día no hayas llegado a ninguna conclusión?
-No, nunca. De no ser así ¿qué sentido tendría darme una caminata enorme para llegar hasta aquí y perder un montón de tiempo pensando, si luego no saco una conclusión de ello? Llegar a una conclusión es simplemente una cuestión de tiempo y siempre será un tiempo bien invertido, ¿no te parece?
Al tiempo que le formuló la pregunta empezó a mover nerviosamente todas sus patas traseras, como queriendo dejar constancia de la impaciencia que le empezaba a producir aquella conversación; pero lejos de dejarse impresionar decidió ignorarlo y seguir interrogando a su interlocutor.
-Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Me llamo Setarcos. Y tú ¿cómo te llamas, jovencita?
-Coccinella.
-Y bien, Coccinella, ¿qué haces por aquí?
-Me he ido de mi casa porque quería conocer cosas-. Le pareció observar que Setarcos se había calmado un poco porque apoyó relajadamente todas sus patas en el suelo. Se detuvo a contemplarlo con detenimiento y reparó que pese a aparentar ser bastante mayor, tenía una chispa especial en la mirada. Era como la mirada de un bebé, eso era, como la mirada de su hermana pequeña. Decidió que Setarcos le gustaba porque tenía alma de bebé.
-¿Y qué cosas son las que quieres conocer aquí, tan lejos de tu casa, que no puedes conocer allá?
-No sé qué responderte, la verdad es que no lo sé, como aún no las conozco...
-Me pregunto ¿cómo se pueden querer conocer cosas que en realidad no se saben? Porque, corrígeme si me equivoco, si no se saben, no se puede saber si en realidad existen, y si no existen, nunca se podrán llegar a saber. No podemos saber aquello que no existe. Sería como ir a buscar algo sin saber qué buscamos, jamás podríamos encontrarlo…
-¡Ya! Pero ¿y si existen, qué? Además, siempre podemos encontrar cosas sin buscarlas.
-Ahora que lo mencionas, pensaré un día sobre ello.
-¿Y por qué no ahora?
-Imposible. Ahora estoy hablando contigo y como te puedes imaginar, no puedo pensar y hablar al mismo tiempo. Además para pensar necesito estar en mi sitio y además necesito estar solo, esa es la única manera en la que puedo llegar a conclusiones.
-¡Y dale con las conclusiones...!- exclamó con aire de fastidio.
-Volvamos a tu caso, jovencita. ¿Qué problema es el que te ha hecho irte lejos de tu casa?
-No sé, en realidad no ha sido nada concreto, es simplemente que sentí la necesidad de hacerlo, de ver cosas, de irme lejos.
-¿Y cuánto hace que te marchaste?
-Dos días, pero no te creas, apenas he parado. He andado mucho.
-¿Y por qué tanta prisa si en realidad no sabes a dónde vas?
-No lo sé, no lo hago por prisa, o bueno, sí… Quiero conocer las cosas lo antes posible y las quiero conocer deprisa porque de esa manera tendré más tiempo para conocer más cosas.
-Yo un día estuve pensando sobre eso y llegué a la conclusión de que nunca merece la pena ir de prisa y menos aún con algo tan transcendente. Está demostrado que si vas de prisa te puedes pasar por alto muchas cosas que son importantes. Una vez me dijo mi profesor una cosa que nunca he olvidado...
Tras decir aquello se quedó mirando distraídamente el suelo durante un rato que a Coccinella se le antojó enorme. Intentó aguantar hasta que sintió que ya no podía más.
-¿Y...?
-¿Qué…?
-¿Que qué ibas a decir? ¿Qué es aquello que te dijo tu profesor?
-No sé, estoy intentando acordarme.
-¿Pero no me acabas de decir que nunca lo olvidaste?
-¿Cuándo?
-Hace un momento.
-Sí. Era algo relacionado con la suerte. ¡Ah! ¡Ya me acuerdo! Me dijo que no merecía la pena darme prisa porque si tenía la suerte a favor ¿para qué correr? Y si por el contrario la tenía en contra, ¿para qué precipitarme? Sí, eso fue lo que me dijo...
-Nunca lo había pensado así.
Ahora fue Coccinella la que permaneció en silencio mirando al suelo. Estaba a punto de decirle algo a Setarcos pero finalmente no se decidió. Por tratar de romper un poco el incómodo silencio dejó escapar un profundo suspiro. Al final se decidió.
-¿Sabes? Creo que no he sido del todo sincera contigo.
-¿Qué quiere decir “del todo sincera”?
-Verás, no me he ido de casa tan solo porque quería conocer cosas. Lo cierto es que no me encontraba muy bien allí; pero no te creas que es porque me llevase mal con mis padres o mi hermana, no, es por mí… El caso es que llevaba un tiempo sintiéndome infeliz y aunque traté de averiguar el motivo, lo cierto es que no llegaba a saber por qué. Por el día solía estar triste, no tenía muchas ganas de hacer cosas, estaba como ausente… No lo sé explicar muy bien, pero la cuestión es que notaba que me faltaba algo. Y luego, por las noches, pese a estar muy cansada, no lograba conciliar el sueño. Mi madre me solía decir que no me preocupase, que todo eso que me pasaba era a causa de la edad y que era normal, que estaba sufriendo cambios y que ya se me pasaría. Pero no sé, lo cierto es que me encontraba muy rara, era como si de repente me hubiese convertido en una mariquita diferente y ya no me reconociese a mí misma. Las cosas que hasta ese momento me habían hecho feliz ya no me bastaban, pero no por ellas mismas, sino por mí, era como si fuese diferente. Me sentía desgraciada y por ello empecé a estar cada vez más triste…
-¿Sabes lo que es la tristeza?
-Sé cómo es aunque no podría explicártelo. Sé que tengo ganas de llorar y que me gustaría no sentirme así, pero no sé qué hacer para remediarlo. Por eso pensé que quizás si me marchaba lejos y conocía otras cosas, quizás volviese a ser como antes y volviese a encontrarme bien, pensé quizás me ayudaría a volver a ser feliz de nuevo.
-Yo hace mucho tiempo también me encontraba muy triste, como tú ahora. Tampoco sabía por qué me encontraba así y lo cierto es que lo probé todo para estar mejor, y como tampoco lo conseguía, me seguía sintiendo muy desgraciado. Fue por aquél entonces cuando descubrí este sitio y lo hice de forma casual. Vagué por todo el bosque, igual que tú, hasta que perdido y cansado vine a parar aquí. Esa tarde recuerdo que estuve mucho tiempo pensando y cuando regresé a casa me encontré un poco mejor. Empecé a venir cada día y pensaba y pensaba en todas las cosas que me venían a la mente, y así, poco a poco, fui aprendiendo a sacar conclusiones. Pensé mucho en la tristeza, tanto que al final llegué a saber qué era...
-¿Y bien...?
-¿Y bien qué…?
-¿Que qué es la tristeza?
-¡Ah, la tristeza...! ¡Ya! En realidad yo tampoco sabría definir con palabras qué es la tristeza, lo que llegué a saber es por qué es la tristeza.
-Bueno, pues ¿por qué?
-Porque pensé mucho en ello, naturalmente.
-No me refiero a eso, me refiero a lo que tú has dicho, ¿que por qué es la tristeza?
-Me estás haciendo un lío, jovencita. Te ruego que no me interrumpas cuando te estoy contando algo porque me haces perder el hilo de la conversación- dijo con un cierto tono malhumorado.
-Pero si yo no te interrumpo, eres tú que te quedas callado- contestó indignada.
-¡Ves lo que te digo! ¡Ya me has hecho perder el hilo! ¿Por dónde íbamos?
-Me estabas diciendo que de tanto pensar en la tristeza al final llegaste a saber por qué existía.
-¡Ah, sí! Ya recuerdo. Te decía que de tanto pensar en ella al final llegué a comprender su mecanismo. La tristeza es un lamento del corazón que nos dice que no estamos haciendo lo que de verdad deseamos, incluso aunque no lo sepamos.
-¡Qué bonito eso que has dicho! ¡Es precioso!
-¡Y dale con interrumpirme! ¿No ves que pierdo el hilo, jovencita? Para vivir y ser felices es preciso hacerlo en armonía con nosotros mismos y con el Universo, porque nosotros, queramos o no, formamos parte de él. Y esa armonía sólo es posible cuando lo que hacemos coincide plenamente con lo que sentimos. Pero para sentir hace falta ser muy valiente y aprender a escuchar nuestro corazón; el corazón es lo único que puede darnos la felicidad. Por desgracia, el corazón es caprichoso y suele suceder que nos pide cosas que a la razón no le agradan demasiado. Para ser feliz hay que arriesgarse y los riesgos no suelen ser razonables. La conclusión lógica de todo esto es que la razón suele estar en eterno desacuerdo con el corazón, no le gustan las cosas que éste propone y por eso se defiende con el miedo. Ese es el auténtico motivo por el que hacer cosas nos da a veces mucho miedo...
-¡Tienes razón! Debe ser así porque yo muchas veces siento un miedo atroz de todo...
-Es lo que te decía, el miedo viene impuesto por la razón y es ese mismo miedo el que ata nuestro corazón, nos paraliza y no nos deja reaccionar, evita que hagamos lo que nos ha dicho nuestro corazón. El miedo es un alarido de la razón que retumba muy fuerte en nuestro interior y cuya única finalidad es la de no dejarnos escuchar un grito menor: el de nuestro corazón pidiendo auxilio. Por ello hemos de desterrar el miedo lejos de nosotros, es la única manera de sentirnos a nosotros mismos, de escuchar lo que nos decimos, de sentirnos en armonía con el Universo… Si no alejamos el miedo nos embargará la tristeza, porque la tristeza es la única forma de lucha que le queda al corazón, es su lamento, la forma en que nos dice que le estamos traicionando, que nos estamos traicionando, que no estamos haciendo lo que de verdad anhelamos. Por eso, jovencita, lo más importante de la vida es aprender a escuchar nuestro corazón. Por desgracia, en muchas ocasiones estamos tan ocupados escuchando a los demás que nos olvidamos de escucharnos a nosotros mismos. Al final, hemos de aprender a dialogar con nosotros mismos y a escucharnos, a escucharnos mucho porque sólo así seremos capaces de no sentirnos tristes, de encontrar nuestro camino, de ser lo que anhelamos ser, de estar en armonía con el Universo, de ser felices. Quizás es por eso que te cuesta reconocerte y que estás triste, porque llevabas ya mucho tiempo sin dialogar contigo. Pero empezar a hacerlo es empezar a conocerte de nuevo.
-Pero yo no sé cómo puedo hablar conmigo misma. Sólo sé que me siento muy desgraciada, que me gustaría dormir durante mucho tiempo, para que cuando despertase todo hubiese acabado y que volviese a sentirme como me sentía antes.
-Pero eso no serviría de nada. Cerrar los ojos a la vida nunca sirve de nada. No hay que hacer jamás lo que hace el avestruz.
-¿Qué es un avestruz? ¿Qué hace?
-Cuentan que cuando Dios hizo el mundo y a todos los animales, quiso rematar su obra creando un ave muy grande, su favorita. Y tan grande la hizo que ésta casi desde el principio sintió pánico a volar, decía que era demasiado grande y pesada para hacerlo, que seguro que se precipitaría al vacío. Todos los animales del Paraíso le animaron a que lo hiciese, que lo intentase. El resto de las aves le hablaron de las emociones que despertaban en ellas la sensación de volar, de la felicidad que experimentaban surcando los cielos, serpenteando entre las montañas, atravesando las nubes, y aunque en verdad el avestruz lo deseaba con todo su corazón, nunca fue capaz de enfrentarse a su propio miedo. Dios, enfadado y decepcionado le impuso un castigo: le quitó la capacidad de volar pero no el deseo de hacerlo. Su corazón no ha cambiado, al menor síntoma de peligro esconde su cabeza bajo tierra y cerrando los ojos espera que se solucione todo, que desaparezca el problema...
-¡Qué estupidez!
-No, no es estupidez, es cobardía y por ella Dios le castigó, quitándole la única cosa que podía hacer feliz a un ave, la capacidad de volar. Por eso es importante que venzas a tus propios miedos y que tengas siempre el valor de enfrentarte con tu vida, de tomar tus propias decisiones y de hacerlo valientemente, siempre en base a ti misma, nunca a los demás. Si no haces esto perderás la única posibilidad de ser feliz que tienes, que es la de poder sentir.
-Puede que tengas razón...
-La tengo, jovencita. Nunca cierres tus ojos...solo para dormir-volvieron a reír a dúo nuevamente. -Verás, tenía un primo que vivía en un pequeño bosque de Mongolia, Leoniev se llamaba. Pues bien, decía que...-. Volvió a quedarse con la mente en blanco mirando fijamente el suelo, pero esta vez Coccinella decidió no interrumpirlo, ya sabía cuánto le disgustaba que lo hiciesen. -¡Ah, sí! ¡Ya recuerdo! Decía algo así como que podíamos cerrar los ojos y viajar hasta Siberia, pero que cuando los abriésemos nos tocaría volver andando.
-Pero yo no he cerrado los ojos, al contrario, me he ido de casa para ver cosas, para encontrar cosas que me ayuden. Voy con los ojos muy abiertos.
-Pues yo te encontré con los ojos bien cerrados. Estabas durmiendo...
Rieron juntos la broma y entonces fue cuando observaron que había anochecido. La Luna les obsequiaba con sus mejores galas, acompañada por su corte de luminosas estrellas. Era una noche magnífica y los dos se embriagaron con su luz y su olor. Tras permanecer un rato en silencio Setarcos volvió a hablar.
-¿Sabes? Muchas noches me he quedado aquí durante horas, tal como estoy ahora, observando este mismo cielo. Cuando tenía problemas que me parecían irresolubles o me sentía mal por algo, venía aquí y me dejaba vagar por entre las estrellas. Entonces pensaba que al día siguiente, esas mismas estrellas volverían a obsequiarme con su titilante belleza, y pensaba que llevaban allí desde el principio de los tiempos y que estarían en el mismo sitio hasta el fin. Que yo era una minúscula mota de polvo en el espacio, una nada dentro del orden Universal... y eso, jovencita, me hacía darme cuenta que la mayor parte de esos problemas enormes que me embargaban en realidad no tenían importancia. “Todo estaba bien”, concluía... Aquello era una especie de bálsamo reparador que cerraba mis heridas.
-¿Pero yo querría saber si hay algo más o si por el contrario esto es todo? ¿Quiero saber qué es lo que tengo que hacer?
-Has de hacer lo que te dije antes
-¿El qué...?
-¿El que qué?
-¿Que qué es lo que me dijiste antes?
-¡Ah! Que has de escuchar a tu corazón, hacer lo que sientas sin hacer mucho caso a lo que te diga la razón. La reflexión no debe controlar lo que sientes.
-No lo entiendo.
-Te contaré un cuento que me contó mi abuelo cuando era pequeño. Me hubiese gustado más contarte una historia propia, pero como ahora no se me ocurre ninguna, te contaré el cuento de mi abuelo. Se llamaba Gaarder y era escritor, y como te he dicho me contó un cuento muy bello y muy triste...
-¡Genial! Puedes empezar cuando quieras.
-¿El qué…?
-El cuento…
-¿Lo iba a empezar pero como no paras de interrumpirme...! A lo que iba, erase una vez un antepasado ciempiés que bailaba estupendamente con sus cien pies. Cuando bailaba, todos los animales del bosque se reunían para verlo, y todos quedaban muy impresionados con el exquisito baile. Pero había un animal al que no le gustaba ver bailar al ciempiés. Era un sapo...
-Sería un envidioso...
-¿Qué puedo hacer para que el ciempiés deje de bailar?, pensó el sapo. No podía decir simplemente que no le gustaba el baile. Tampoco podía decir que él mismo bailaba mejor; decir algo así no tendría ni pies ni cabeza. Entonces concibió un plan diabólico.
-¡Cuéntame!
-Se sentó a escribir una carta al ciempiés que decía: “Ah, inigualable ciempiés. Soy un devoto admirador de tu maravillosa forma de bailar. Me encantaría aprender tu método. ¿Levantas primero el pie izquierdo nº 78 y luego el pie derecho nº 47? ¿O empiezas el baile levantando el pie izquierdo nº 23 antes de levantar el pie derecho nº 18? Espero tu contestación con mucha ilusión. Atentamente, el sapo.”
-¡Caray!
-Cuando el ciempiés recibió la carta se puso inmediatamente a pensar en qué era lo que realmente hacía cuando bailaba. ¿Cuál era el primer pie que movía? ¿Y cuál era el siguiente? ¿Qué crees que pasó…?
-Creo que el ciempiés se empezaría a hacer un lío con tanta pata y que al final ya no consiguió bailar igual.
-Exacto, de hecho nunca más pudo volver a bailar ¿Y sabes por qué fue? Porque empezó a pensar en qué era lo que debía hacer en vez de hacer simplemente lo que sentía. Hay mecanismo de nuestro corazón que no podemos ni debemos tratar de explicarlos. Simplemente debemos dejarnos llevar haciendo lo que sentimos. Por eso te insisto tanto en que debes escuchar a tu corazón porque él es el único que tiene la llave de la felicidad.
-¿Estás seguro de ello?
-¡Por supuesto que sí! Hay una vieja leyenda de los hombres que lo cuenta.
-¿Si…?
-Cuenta que Dios cuando hizo el mundo creó también la felicidad, pero como no deseaba que el hombre la alcanzase sin ningún esfuerzo, decidió esconderla. “¿Dónde podría ponerla?”, se preguntaba. “En el mar más profundo... No, porque tarde o temprano el hombre lo conquistaría. En la montaña más alta... Tampoco, también conseguiría escalarla.” Estuvo cavilando durante bastante tiempo sin que se le ocurriese el lugar adecuado, hasta que al final encontró la solución...
-¿Y bien...?
-¿Y bien qué…?
-¿Dónde la ocultó?
-¿Dónde ocultó el qué…?
- ¡Qué cansino eres, se te olvida todo! ¿Qué dónde oculto la felicidad…?
-¿No te lo imaginas, jovencita impertinente? La ocultó en un lugar muy cercano pero a la vez prácticamente inaccesible para ellos. La escondió en el interior del corazón de cada hombre. Y es por eso que tan pocos hombres consiguen encontrarla...
-¡Qué bonito!
-Pues tú nunca lo olvides. Habla y escucha a tu corazón, Coccinella, porque sólo así podrás encontrar algún día esa felicidad.
-¿Y tú has encontrado tu felicidad?
-Sí, yo he encontrado la mía, pero esa felicidad no vale para ti. Es distinta para cada uno.
-¿Y cuál es la tuya?
-La mía consiste en venir aquí a pensar y a veces a charlar con una jovencita como tú. Éste es Mi sitio, Mi lugar. Me costó encontrarlo pero al final lo conseguí. Aquí pienso en las cosas que me gusta pensar, aquí me escucho y hablo conmigo mismo. Intento quererme y vivir cada día como si fuese el último día que me quedase por vivir. ¿Sabes? La vida puede ser un cielo o un infierno y que sea una cosa u otra tan solo depende de nosotros, hacer que las horas sean años o que los años se conviertan en horas depende solo de nosotros mismos. Por eso es tan importante que te escuches, que vivas con plenitud cada día como si ya no te quedasen más y que no te traiciones nunca, ni siquiera cuando tengas miedo.
-Pero el miedo no se puede evitar, ya te dije antes que tengo miedo de muchas cosas...
-El miedo no existe, lo llevamos dentro de nosotros, pero no existe. Si piensas que el destino está escrito, que no podemos hacer nada por cambiarlo, tan sólo plegarnos a él, entonces vivirás siempre con miedo, porque nunca podremos conocer el futuro. Has de llegar a convencerte de que la vida es un libro en blanco que escribimos nosotros mismos día a día. Y que ese libro tenga un buen o un mal final depende también de nosotros; por ello, para evitar los finales tristes sólo has de hacer una cosa, pero es muy importante...
-¿Qué...?
-No has de traicionarte jamás, pase lo que pase, nunca te traiciones. Siempre has de ser tú misma he intentar ser feliz, pero ante todo y sobre todo, ser tú. Escucha a tú corazón y no renuncies jamás a nada. Eso es en realidad todo mi tesoro, esas son todas las “conclusiones” a las que he ido llegando a lo largo de toda mi vida. Te las regalo, son todas para ti, pero lo hago con una condición.
-¿Cuál?
-Está casi amaneciendo. Quiero que veamos juntos el grandioso espectáculo del nacimiento de un nuevo día, quiero que disfrutemos de la insuperable belleza del despertar del mundo a la vida, algo que aunque ocurre a diario muchos parecemos olvidarlo. Después, quiero que vuelvas a tu casa con tu familia, que estará preocupada por ti, y que allí, en tu hogar, pienses en todo lo que hemos hablado esta noche. Si luego deseas irte de nuevo a buscar tu verdad, hazlo, aunque sospecho que ya no será necesario porque sabrás dónde buscarla.
-Está bien, te lo prometo.- Y al tiempo que se lo decía, depositó un beso en su mejilla.

Pues nada, espero que os haya resultado edificante. Hasta dentro de dos lunes, sed buenos...

lunes, 4 de octubre de 2010

Carreras populares


Ya estamos de nuevo aquí. Ha sido un largo descanso pero las vacaciones y el verano están justo para eso, para descansar y recargar pilas. Ahora toca, una vez empezado el otoño, volver a colocarse los guantes de faenar y ponerse a ello, no queda otra…
Como no tengo vergüenza alguna no siento reparo en afirmar que no he pensado tema alguno para el blog de esta semana, por lo que aprovecharé que recientemente he corrido mi primera media maratón para trasladaros las sensaciones vividas.
Como os podéis imaginar la preparación para la carrera empieza antes del evento en sí, de hecho, el día antes ya hubo que cuidar la dieta, lo que constituye una pequeña proeza teniendo en cuenta que hacía bastante calor y que el vinito de Rueda entra que es una auténtica bendición. Sin el Rueda y sin cerveza, la cosa ya se pone un poco cuesta arriba, pero bueno, el que algo quiere, algo le cuesta. Visto que no podía comer cosas con fundamento y que no podía beber ni siquiera una cervecita, decidí no acostarme muy tarde, así el sufrimiento duraría un poco menos.
Día de autos. Madrugón (¡¡un domingo!!) y desayuno ligero: un café y dos tostadas, la historia de amor que pude vivir con dos croissants hubo que aplazarla para otro momento; es lo que tiene el deporte, que hay que hacer sacrificios. Tras desayunar me metí de lleno en el ritual de mi puesta de dorsal. Trece minutos después y tras pincharme siete u ocho veces en el mismo dedo, conseguí colocar el dorsal de una manera más o menos decente, quedaba un tanto torcido pero si me inclinaba un poco hacia la derecha al correr, casi ni se notaba. Finalmente, me coloqué toda la parafernalia que vengo utilizando para esos menesteres: reloj cronógrafo, gps, brazalete, mp3, entrenador personal, velocímetro, cinta de cardio, chip de carrera, gafas de sol, auriculares… Más o menos, casi medio kilo de cachivaches tecnológicos que en realidad sirven para bien poco y que de no haberlos llevado me hubiesen supuesto haber ganado unos cuantos puestos en meta y ahorrarme los casi diez minutos que me lleva colocarlos y “arrancarlos”.
Una vez que conseguí obtener la apariencia de androide con la que tanto me gusta correr, aproveché para dar un paseo e ir calentando un poco. La verdad es que lo del paseo lo calculé un poco mal, con la cosa de alejarme del centro, me alejé demasiado y encima, haciendo claro uso de mi inteligencia natural, lo hice en dirección opuesta a la del lugar donde se celebraría la carrera. Resultado final: al ir un poco apurado de hora, tuve que ir rápido y para cuando llegué al punto de salida, ya estaba cansado. Así soy yo...
De cualquier manera todo aquel ambiente resultaba muy estimulante. La gente, la megafonía, los corredores, las pancartas, el olor a Réflex… todo junto conformaba un decorado multicolor que conseguía trasmitir esa sensación de estar viviendo un acontecimiento transcendente. Contagiado por todo aquello y rebosante de euforia me jaleé a mí mismo: “Tengo que terminar como sea, aunque deba arrastrarme con los codos… ¿Qué somos? ¿Gallinas o marines…? ¡Marines, marines!”
Una vez en el meollo de la línea de salida observé que en los laterales había unas banderitas que correspondían a las “liebres”, que se trata de corredores que terminan la carrera en el tiempo indicado en el banderín y que sirven de referencia a los corredores con tiempos similares, de manera que puedan correr agrupados con ellos. Pensé que aquello era genial y traté de encontrar a mi liebre correspondiente, es decir, la liebre que terminase la carrera en las dos horas y media que estimaba que tardaría. Gran desilusión, la liebre más lenta era aquella y la carrera se la ventilaba en una hora y cincuenta minutos, lo que me dejaba un tanto desilusionado. No digo yo que fuesen liebres, pero bien podían haber puesto más corredores que hiciesen la carrera en tiempos mayores. Vale, tal vez no habría quedado bien denominarles liebres, el nombre es lo de menos, podían haberles denominado “tortugas” por ejemplo, pero la cuestión es que así, los que corremos con menos estrés, también hubiésemos tenido alguna referencia y no hubiésemos tenido que ampararnos en la ley de la jungla.
Recuerdo que me causó cierta perplejidad el hecho de constatar que la liebre de la hora y cincuenta minutos era un señor de unos setenta o setenta y cinco años, que vestía unos calcetines largos (hasta la rodilla), un pantalón corto y una camiseta blanca Abanderado. He de reconocer que caer en la cuenta de que un septuagenario es capaz de correr mucho más rápido que tú y que además, dicho septuagenario formaba parte de la organización, lo que implicaba que estaba cantado que acabaría la carrera en ese tiempo sin problema alguno, no es la mejor de las maneras de subir la moral. Así las cosas, no me quedó otra que disimular y haciendo que me ataba los cordones, recoger mi ánimo del suelo. Fue duro, muy duro, recuerdo que mientras lo hacía oía a mi Pepito Grillo particular que me increpaba: “No somos marines, somos gallinas, somos gallinas…”.
Poco antes de dar la salida me percaté de una cosa en la que no había reparado hasta entonces, olía muy raro, y por muy raro quiero decir que olía muy mal. Vale que era una prueba deportiva, pero es que todavía no había empezado y ya había gente que parecía que llevaba varios meses corriendo, ufff. De cualquier manera esto sirvió como estimulante y tratar de empezar bien, ponerme en cabeza y salir de la estela de olor...
Al fin sonó el disparo que daba la salida y empezamos a andar, y digo andar porque con la cantidad de gente que había, lo de correr era inviable. Durante un par de minutos las cosas continuaron de esa guisa, pero tras la primera curva todo pareció acelerarse; por un momento pensé que estaba en los sanfermines porque todo el mundo empezó a correr como alma que lleva el diablo. Así las cosas, para evitar ser arrollado no me quedó otra que correr a toda pastilla yo también, aprovechando además para ponerme a la zaga del septuagenario, que casualmente me sobrepasaba en ese preciso momento. A duras penas conseguía mantener el ritmo del abuelillo, tuve que concentrarme y esforzarme por no perderlo, al tiempo que me repetía “marines, marines, marines…”. Lo que hace querer, hay que fastidiarse, me sentía feliz porque estaba logrando mantener el tipo ante el abuelillo, pero como sucede en estos casos, la felicidad duró bien poco, debí apretar tanto los cordones que el chip se me estaba clavando en el empeine y amenazaba unirse en comunión perfecta con mi pie. Intenté aguantar como pude (quizás si me centraba en otra cosa, la molestia desaparecería) porque no quería perder la referencia del abuelillo, pero no pudo ser, un par de minutos más tarde, tuve que parar, echarme a un lado y aflojar el cordón, creo que los pies con chip de serie no estaban bien vistos en las piscinas de moda...
Lo de pararse en una maratón es parecido a lo de pararse a echar gasolina al coche y observar impotente cómo te adelantan un montón de camiones mientras piensas: “joer, hasta que consiga adelantar de nuevo a todos esos camiones…”. Esto era lo que más o menos pensaba mientras veía como me pasaba un montón de gente. Huelga decir que al abuelillo no lo volví a ver en toda la carrera; aunque Dios aprieta pero no ahoga (no como el jodío chip) y por suerte, cuando me reincorporé a la carrera, tuve la fortuna de hacerlo al tiempo que me sobrepasaba una chica joven con una malla negra, feliz poseedora del culo más maravilloso que había visto en mi vida. Y lo que es aún mejor, quiso además el destino que aquella chica, llevara un ritmo de carrera muy similar al mío, motivo por el que di gracias al Señor (es de bien nacidos ser agradecidos) por haberme proporcionado aquella liebre celestial. Pero como la fortuna dura poco, quiso el azar cebarse de nuevo conmigo, el chip seguía haciéndome un daño terrible. Aguanté como pude porque por nada del mundo deseaba perder aquella posición privilegiada, pensé en cosas placenteras, traté de ignorar al chip mortificador, me concentré en las posaderas de mi musa, liberé mi mente... No valió de nada, prácticamente ya no sentía el pie, mi liebre se alejaba... Cojo, decepcionado y apesadumbrado no me quedó otra que pararme de nuevo. Maldiciendo mi fatalidad opté por hacer las cosas bien esta vez, saqué el chip del cordón y lo coloqué en la lazada. Problema resuelto, no fue tan difícil. Aprendí de manera dolorosa la lección: nunca más el chip en el empeine, lástima que para aprenderla tuviese que pagar tan alto precio, adiós al culo maravilloso para siempre... fue tan corto el amor y tan largo el olvido.
Cuando al fin me reincorporé de nuevo lo hice detrás de un hombre muy delgado con perilla que eran como una ranita, corría dando saltitos. Tras correr un par de kilómetros junto a él, opté por aflojar un poco el ritmo con el objeto que se distanciase un poco, los saltitos de las narices me estaban poniendo tremendamente nervioso y lo que es peor, creo que ya estaba empezando a dar saltitos yo también.
Las cosas se mantuvieron sin cambios hasta el kilómetro ocho, momento en el que me adelantó (aunque la palabra correcta sería “dobló”) el que finalmente ganó la carrera, un keniata "Kellogs" (todo fibra) que más que correr parecía que volase. Nunca había visto correr de esa manera a nadie, su zancada eran tan amplia que sus talones le golpeaban los glúteos al correr… ¡¡increíble!! Para que os hagáis una idea clara de la diferencia de ritmo, comentaros que mientras yo iba por el kilómetro ocho, para el keniata era el dieciocho, así que calculad.
Iba regodeándome en mi desmoralización cuando al poco me adelantaron otros tres corredores. Casualidad de las carreras, también eran negros. Al poco me doblaron otros tres: dos negros más y un marroquí. Esto me animó, todavía no me había doblado ningún caucásico, jajajajaja.
Dos kilómetros más tarde, más o menos a la mitad de recorrido, empecé a adelantar a un montón de gente que o bien estaba presa de calambres a un lado de la carretera, o bien iban cojeando de manera ostensible. Estuve tentado de aflojar para ver si de entre los que cojeaban había algún otro pardillo que como yo, no se hubiese sabido poner bien el chip, pero al final opté por no hacerlo, preferí pensar que soy un pardillo único. Como el número de corredores que cojeaban iba en aumento, me ilusioné con la esperanza de que a mi musa le hubiese dado un calambre, lo que me hubiese permitido ofrecerme gentilmente a ayudarla y haber hecho mi buen acto altruista del día (no penséis mal, malandrines, que tengo pareja y estoy felizmente emparejado), pero no sé qué pasaba, que solo tenían calambres tíos de uno ochenta para arriba.
Al final los cojos desaparecieron y durante dos o tres kilómetros apenas me adelantó nadie (debían haber sucumbido todos en el tramo maldito), me quedé absolutamente solo, hasta llegar al punto en que no conseguí ver a nadie por delante ni por detrás; de no ser por las vallas y los de Protección Civil, habría llegado a pensar que me había perdido (lo que teniendo en cuenta mis enormes dotes para la orientación, no me hubiese extrañado lo más mínimo). De hecho, el gracioso oficial de las medias maratones de Valladolid, me aplaudió al pasar al tiempo que me aplaudía y me decía: “ánimo, campeón, que alguien tiene que ser el último”. El caso es que se lo agradecí y lejos de desanimarme empecé a acelerar el ritmo, me sentía bien y qué narices, no quería ser el campeón que llega el último.
Poco a poco empecé a acelerar cada vez más el ritmo, hasta que en un momento dado conseguí volver a ver a un grupito de tres corredores por delante mío (¡¡al fin!!), un tío muy alto (que me extrañó que no tuviese también calambres) y dos de estatura media (como yo). Me pareció que eran unos que me habían adelantado unos kilómetros atrás, así que como soy de naturaleza rencorosa y me gusta fijarme metas, decidí exigirme un poco más y darles alcance. Como a pesar de ser rencoroso también soy realista, al final decidí que no merecía la pena tanto esfuerzo (máxime cuando la distancia parecía volver a incrementar de nuevo) y decidí fijar mi meta en un objetivo que entrañase menos dificultad, por lo que me propuse alcanzar a un gordito renqueante al que el grupito acaba de dar alcance y que parecía afectar algún problema de flato. Volví a acelerar de nuevo para tratar de alcanzar lo antes posible al flatulento, ya no quedaba mucho, calculaba que unos cinco kilómetros, así que si le alcanzaba era posible que no pudiese seguir mi ritmo y librarme así del deshonor llegar el último, porque por detrás de mí parecía no venir nadie y por delante del flatulento tampoco veía a ningún otro corredor. Como soy optimista y bacilón, pensé que era cosa hecha, que lo lograría sin apenas despeinarme, pero... joer con el flatulento. Cuando estaba ya a punto de alcanzarle pareció revivir el jodío, yo no sé si es que tenía gases y al fin logró expulsarlos o es que el se olió que iba a pillarlo, pero lo cierto es que en cuestión de segundos el tío aceleró y se escapó, intenté aguantar su ritmo pero me fue imposible pillarlo... Por la arrancada que tuvo el tío, estoy seguro que iba dopado, porque no era ni medio normal.
Nada más traspasar la pancarta de tres kilómetros ocurrió. En una amplia recta de unos doscientos o trescientos metros, me pareció vislumbrar a lo lejos a mi musa, así que me dije un “si el flatulento puede, yo también puedo” y aceleré el paso como alma que lleva al diablo. Imposible, aunque poco a poco iba ganando algo de terreno, era demasiada distancia, no lo estaba consiguiendo. Empecé a repetir incesantemente lo de “marine, marine, marine…”, pero al fin, cuando solo restaban 500 metros hube de tirar la toalla, me estaba escogorciando, por lo que no me quedó otra que aflojar el ritmo y reservarme para los últimos cien metros, en la recta de meta. Ahora sí, ahora si que fui con todo, debió parecer que iba el primero y que estaba esprintando para ganar la carrera, jajajajaja. Miré en derredor mío pero no vi ni a la musa ni al flatulento, pues sí que corrieron...
Después de todo, al final el tiempo no estuvo tal mal: dos horas y tres minutos. Y lo mejor de todo fue que no fui el último ¡¡guauuuuuuuuuuuu!! La anécdota de la carrera es que la bolsa de avituallamiento que daban al finalizar la misma contenía un paquete de macarrones de Hacendado y un saquito de alubias blancas. ¿Curioso, verdad?
Y ahora toca preparar la del año que viene con tres importantes propósitos:
lograr no perder al abuelillo liebre de la hora y cincuenta minutos
ponerme bien el chip a la primera
volver a encontrar a mi musa de la malla negra, jajajaja.

Besos a todos, hasta la semana que viene.