miércoles, 30 de marzo de 2011

Las cosas de la acampada

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Llega un momento en la vida que tras duras negociaciones, eso sí, conseguimos llevar a la práctica ese tantas acariciado sueño de independizarnos vacacionalmente. Y es que no es moco de pavo lo de librarnos de compartir coche con con el abuelo "batallitas", la tía solterona, los insufribles hermanos que nos han tocado en suerte, los ruidosos periquitos (jaula incluida) y el plastita del perro, porque mira que es pesado el tío..., además de, claro está, nuestros duros de roer progenitores.
¡Al fin...! Se acabaron para siempre las paellas con mosca, nos olvidamos de las penitentes caminatas a lo largo del paseo, por más que estas estuvieran acompañadas de un cucurucho de vainilla; no más sardinas en el atestado e insalubre chiringuito del puerto y no más niños gritones de la sombrilla de al lado. Quisiera hacer un inciso para comentar que, por más que he intentado documentarme, no he sido capaz de dar respuesta a dos misterios que me intrigan desde que era bien jovencito. El primero de los misterios sin respuesta es el siguiente: ¿por qué siempre anda más la fila de coches en la que no estamos nosotros? De hecho se cumple con tal rigurosidad que el único interés que me lleva a cambiar de cuando en cuando de carril, no es otro que el de tratar de no perjudicar más a una fila que otra, me gusta repartir... El otro misterio es una pregunta lanzada al viento: ¿por qué nos pongamos donde nos pongamos en la playa, a los cinco minutos llega la familia de niños gritones y se nos coloca al lado? Y lo que es aún peor, ¿por qué siempre me toca a mí? Y ya puestos, ¿por qué tengo los vecinos más subnormales de la humanidad? ¿Me pasará solo a mí o se reparten entre las distintas comunidades...?
Dejaré a un lado las miserias vecinales y me centraré de nuevo en lo de las vacaciones. Estábamos en que a partir del momento en que nos independizamos, se nos abre un mundo de infinitas posibilidades; el cielo es el límite... o casi. El primer inconveniente que encontramos no es tanto el "dónde vamos" como el "de cuánto dinero disponemos". Este es el verdadero quid de la cuestión; y es que por desgracia la independencia vacacional suele ir acompañada de una notable falta de liquidez, lo que reduce considerablemente ese mundo de infinitas posibilidades que se nos mostraba hace tan solo unos instantes. Aquí no hay fórmulas mágicas, cada uno ha de encontrar la suya propia. En mi caso particular, las posibilidades quedaron reducidas a invertir en una tienda de campaña, acampar en cualquier sitio que no fuese un camping -ya que los campings suelen tener la mala costumbre de cobrar por absolutamente todo- y, tirar de conservas y bocatas de mortadela. No era el mejor plan del mundo pero al fin y al cabo, de lo que se trataba, era de estirar el dinero del que disponía de manera que durase lo más posible. Más vale cantidad que calidad. ¡Qué tiempos! Hice de aquella frase mi filosofía de vida, hasta tal punto, que muchos años después aún no he conseguido desprenderme del todo de ella. Eso sí, no penséis que es una cosa de cuatro trasnochados, permitidme recordaros que treinta años después, aún se siguen vendiendo esos enormes triángulos de chocolate y crema, que buenos, lo que se dice buenos, no son, pero que cambio son capaces de saciar hasta el estómago más recalcitrante...
El caso es que al final mi chica y yo decidimos ir de vacaciones en Asturias, cuando Asturias aún era el paraíso natural que rezaba la publicidad. Dado el exiguo presupuesto que manejábamos, optamos por comprar una tienda de campaña de segunda mano e ir a la aventura, acampando en cualquier lugar que mereciese la pena y en el que no estuviese demasiado prohibido acampar.
Como siempre he sido muy de burro grande, ande o no ande, compré la tienda más grande, vieja e incómoda que encontré (cosas de la juventud). Era una vieja tienda canadiense de seis plazas con un avance igual de grande que la propia tienda, que además se podía cerrar con cremallera, lo que pensé que sería genial para dejar todos los enseres fuera de la tienda y que no nos ocupasen sitio dentro (total, la tienda solo era de seis plazas y nosotros dos éramos tantos...). Casi veinte kilitos que pesaba el bichito; una auténtica abominación a la que terminamos cogiéndole cariño porque era nuestra abominación.
Y llegó el día señalado y como no podía ser de otra manera en Asturias, estaba diluviando. La falta de planificación hizo que llegásemos al lago Enol, en el corazón mismo de los Picos de Europa, más tarde de lo previsto, lo que supuso que tuviésemos que terminar montando la tienda con una carestía de luz importante -que no de agua-. Si ya de por sí no era lo suficientemente complicado montar aquel engendro de Dios, imaginaos la dificultad añadida de hacerlo bajo una lluvia inmisericorde, con una falta de experiencia notable -hasta la fecha nunca había montado tienda de campaña alguna- y al anochecer, con la única ayuda de una linternita de esas de juguete que para más inri se estaba ya quedando sin pilas. Indescriptible. Pero ya sabéis que Dios aprieta pero no ahoga, aunque nadie lo diría con aquella forma de llover, y al final la tienda quedó montada; claro que teníais que ver cómo quedó, era la auténtica tienda Guggenheim... Al final entre unas cosas y otras, eran casi las once de la noche cuando conseguimos meternos en la tienda. Huelga decir que nuestro estado anímico, pese al triunfo del montaje, no era el mejor de los posibles; empapados, desilusionados, derrengados, ateridos de frío y hambrientos, en fin, todo un poema. Era tal el cansancio y el frío que teníamos, que pese a tener un hambre de aquí te espero Mateo, decidimos meternos en nuestros sacos húmedos y disponernos a pasar la noche de la manera más confortable posible (que era bien poco, para qué nos vamos a engañar).
A eso de las tres de la madrugada noté que me zarandeaban y me desperté sobresaltado. Seguía lloviendo a raudales y el ruido era ensordecedor dentro de la tienda, de maneras que apenas alcanzaba a oír lo que mi pareja me estaba gritando. Al final logré entender lo que me decía, que no era otra cosa que la tienda estaba empezando a calar por la zona de los mástiles. Tras verificar que así era, coloqué un par de toallas y las extendí en la zona cercana a los mismos, y con un "no puedo hacer nada más, trata de ignorarlo y seguir durmiendo" me volví a meter en mi saco húmedo de nuevo. Recuerdo que me costó mucho volver a conciliar el sueño, de verdad que era tremendo cómo sonaba la lluvia dentro de la tienda, nunca imaginé que pudiese sonar de aquella forma...
A las cuatro de la mañana noté que me zarandeaban de nuevo.
-¿Qué leches pasa ahora? -pregunté notablemente molesto.
-Creo que hay un bicho -me contestó visiblemente preocupada. Esta frase fue como un detonador para mí, salí escopetado del saco e intenté vislumbrar algo en aquella oscuridad.
-¿Es una araña? - pregunté algo preocupado.
-No, una araña no, es... no sé, es un bicho -dijo algo molesta.
-¡Ah, bueno! -y al tiempo que contestaba me introduje de nuevo en mi cada vez más húmedo saco de dormir. Si no era una araña no había motivo para preocuparse, así que decidí seguir durmiendo de nuevo. Y en esas estaba cuando me zarandeó de nuevo.
-¿No vas a hacer nada?
-¿Y qué quieres que haga? Son las tantas de la mañana, diluvia, estoy cansado y no veo por ningún lado el bicho que dices. Anda intenta dormir que te veo muy nerviosa.
Así era yo y así era mi afán de protección; además, es sabido que si un supuesto bicho nos habría de atacar, empezaría siempre por el que más se moviese y yo durmiendo, la verdad, no creo que me mueva demasiado. Y así volví a caer en los brazos de Morfeo, aunque no fue por mucho tiempo porque cuando estaba disfrutando de mi sueño reparador, volví a sentirme zarandeado de nuevo.
-¿Y ahora qué pasa? Me estás matando, no me dejas dormir.
-Mira, me voy al coche, esto está empapado, hay un bicho y así no puedo dormir.
-Vale, que descanses.
En ese momento sí me sentí feliz de verdad, ya nadie me iba a interrumpir, ni siquiera el bicho...
Me equivoqué, a las seis de la mañana me desperté yo solo, empapado y tiritando de frío. Estaba todo empapado, así que salí pitando para el coche yo también. No, la verdad es que las vacaciones no las habíamos empezado con muy bien pie.
Tuvimos suerte y al día siguiente la lluvia aflojó, pasó de diluvio incontrolado a lluvia moderada, lo que nos dio un pequeño respiro. Así las cosas, dedicamos el día a secar lo mejor posible la tienda, extender los sacos en el coche con la inocente intención de que se secasen, comprar comida suficiente para un regimiento y lo que era aún más importante, hacernos con un enorme plástico para extenderlo por encima de la tienda y evitar así que siguiese calando. Mal que bien conseguimos hacer todo y aún nos dio tiempo para dar un incómodo paseo y acercarnos hasta el lago Ercina, pero a mitad del paseo nos tuvimos que dar la vuelta, empezaba a arreciar de nuevo y empezó a envolvernos una espesa niebla. Hasta tal punto no se veía nada que nos metimos en un lodazal sin darnos cuenta. Genial, ahora no sólo teníamos la ropa empapada sino que además estábamos de barro hasta las trancas... Hasta la fecha estaban siendo unas vacaciones inolvidables.
Cenamos como pudimos, unos sándwiches de pan húmedo y un vaso de leche fría con unas magdalenas, lo ideal para entrar en calor, pero es que no me apetecía encender el infiernillo dentro de la tienda, tal como iban las cosas no quise arriesgarme a salir ardiendo.
Aquella noche descansé mejor. El saco, aunque aún estaba húmedo, parecía estar en mejores condiciones que la noche anterior y el repiqueteo de la lluvia contra el plástico, al caer de manera más pausada, producía un sonido relajante y adormecedor. Dormía como un bebé hasta que una vez más, me vi zarandeado de nuevo, y una vez más demostré una mi inusitada comprensión con la situación.
-Por Dios y ¿ahora qué puñetas pasa?
-Es que he oído algo y además me meo.
Intenté contar hasta diez y pregunté de la manera más relajada posible.
-¿Y qué quieres que haga?
-Que me acompañes.
-¿Eso te va a ayudar?
-Pues sí, sino no te hubiese despertado, ¿no crees?
-Vaaaaaaaaaaale, te acompaño -contesté, al tiempo que interiorizaba un qué remedio me queda.
Y allí me teníais, a las tantas de la noche, con unas chanclas y un paraguas, bajo un cielo vertical, acompañando a mi chica a que echase la meadilla de rigor porque había oído algo. En fin, cosas del amor. Por suerte aquello fue rápido y en poco tiempo volví a meterme en mi saco húmedo y a caer de nuevo en los brazos de Morfeo.
No me lo podía creer, al poco volvieron a zarandearme de nuevo, aquello se estaba convirtiendo en una insana costumbre.
-Me vas a matar, de verdad. ¿Qué te he hecho?
-En serio, estoy oyendo algo, creo que hay un bicho ahí fuera.
Intenté agudizar el oído pero por más que lo intenté, al margen de la persistente lluvia, no oía nada más.
-Yo no oigo nada.
-Pues te digo que ahí fuera hay un bicho.
-Pues será una vaca, ya sabes que las vacas andan sueltas por aquí. De todas formas el animal está fuera y nosotros dentro, no hay problema mientras la cosa siga así. Intenta dormir, anda, mañana ya investigaremos.
-Vale, lo intentaré.
Al final aquello me intranquilizó un poco, no tanto por la presencia del omnipresente bicho, que me daba igual, como por el pensamiento de que con la suerte que estábamos teniendo siempre existía la posibilidad de que pasase una vaca junto a la tienda, que tropezase con un viento de la misma y que una de dos, que nos desarmase la tienda y se nos cayese encima, o que perdiese el equilibrio la vaca y se nos viniese la vaca y la tienda encima, lo cual era peor opción si cabe que la primera. La verdad, casi prefería que me zarandeasen...
Y con el amanecer llegó el descubrimiento del desastre. Al salir de la tienda descubrimos que efectivamente, un bicho había estado despachándose a gusto con todas nuestras provisiones. Arroz esparcido por el suelo, magdalenas espachurradas por todas partes, el embutido parcialmente devorado y los rollos de papel higiénico desparramados y empapados. En fin, que el panorama era un tanto desolador; toda nuestra ropa empapada, nuestras botas estaban llenas de barro por fuera y lo que era peor, por dentro también (resultado del agradable paseo de la noche anterior), sin comida (no era plan de aprovechar la que quedaba a medio devorar) y lo que es peor, sin ningún tipo de ánimo. Y encima seguía lloviendo y por lo que se veía no tenía muchos visos de mejorar.
Es así como tomamos una decisión que parecía inevitable: dejábamos los Lagos y nos íbamos a un camping. Enfundarnos las botas embarradas y recoger todo bajo la lluvia sin haber podido ni tan siquiera desayunar no era la mejor forma de iniciar el día, pero no quedaba otra. Infelices de nosotros, lo peor aún estaba por llegar, de haberlo sabido me habría sentado junto a la tienda y habría disfrutado aquel momento... todo era mejor que descubrir la asquerosa realidad (y enseguida sabréis por qué).
Cogimos todo lo que se podía salvar y lo metimos en bolsas con la intención de meterlo en el coche de cualquier manera, ya ordenaríamos y colocaríamos cuando estuviésemos en el camping. Con las bolsas en la mano, intentando no perder el equilibrio y con cuidado de no empeorar aún más las cosas metiéndome en otro lodazal, me dirigí hacia el coche. Aún estando lejos de este y con una visibilidad reducida debido a la persistente lluvia que continuaba castigándonos, observé algo raro. Sí, nuestro coche había sido atacado; había sufrido el furibundo ataque de un cerdo, jabalí o algo que se le asemejase, pero evidentemente estaba emparentado con tan gorrina especie. Parece ser que al bicho en cuestión le debió resultar visualmente agradable nuestro humilde coche, un 4L que me había prestado mi padre, y lo utilizó como placentero "rascador". El coche estaba literalmente cubierto por los cuatro costados de una mezcla de barro y materia fecal; era asqueroso y el hedor insoportable. Aún hoy se me pone la carne de piel de gallina al recordarlo...
Y así fue como nos trasladamos al camping de Gijón. Y gracias que nos aceptaron porque imaginaos que de entre la lluvia surgiese un Renault 4L cubierto de barro y... arghhh, mejor no mencionarlo, que iba olorizando la zona. De dentro se baja un tío desaliñado (es decir, yo), con aspecto entre cabreo y pena, con la ropa empapada y unas botas llenas de barro, y que con su mejor sonrisa preguntase si había sitio en el camping. El tío era un santo porque la respuesta que a mi me habría salido es un NO rotundo.
Una vez instalados en el camping, mal que bien las cosas mejoraron un poco, al menos pudimos ir a ducharnos y a tomarnos un café caliente, pero las cosas dentro de la tienda seguían siendo un desastre. Todo estaba mojado: la tienda, la ropa, las toallas, la comida (la poca que se salvó), los libros... ¡qué momento!
Para concluir la aventura, comentaros que la lluvia no cesó, aguantamos tres días más allí (con un traslado a Cangas de Onis, por ver si el tiempo mejoraba) y al final optamos por volvernos a Madrid, un sitio genial en el que no llovía, no había bichos y en el que el calor lo mantenía todo seco, muy seco...
Para los que tengáis curiosidad, comentaros que volvimos a probar fortuna al año siguiente y hablando con otra pareja que estaba allí acampada, nos comentaron que a ellos les había pasado algo similar y que el causante de aquel destrozo en la comida, era un perrito que pertenecía a un pastor de la zona, Cebollín se llamaba el canalla, jajajajaja.
Nos vemos en un par de semanas. Sed buenos y cuidado con los bichos...

lunes, 14 de marzo de 2011

Como lágrimas en la lluvia...

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La verdad es que no me considero una persona miedosa, aunque sí he de reconocer que hay algunas cosas que sin llegar a darme miedo, sí que me producen un llamémosle, “cierto respeto”.


En lugar preferente del ranking se encuentran nuestras inefables amigas las arañas. Nunca entenderé el afán del Sr. Noé por introducirlas en el dichoso Arca, imagino que irían en el mismo lote de las garrapatas, chinches, ladillas, piojos, políticos, economistas y dirigentes de la SGAE. ¡Cosas de Noé...!

Al margen de las arañas, que sin darme miedo ya he expresado que no figuran entre mis animales favoritos, podría citar un sinfín de experiencias o situaciones por las que no me gustaría en absoluto pasar pero que no me quitan el sueño lo más mínimo. Al fin y al cabo, la vida no deja de ser más que una sucesión continua de acontecimientos y son esos acontecimientos, y el modo en que los hemos vivido y sentido, los que quedarán grabados en nuestra memoria en forma de recuerdos, que a la postre son lo que nos definirán como lo que somos y los que darán un sentido a nuestras vidas. Y es el poso de todos esos recuerdos, la forma en que hemos vivido y sentido la vida, el que a modo de juez imparcial, decidirá hasta qué punto nuestra vida ha merecido la pena…

Creó que ya comenté en un post anterior una de las escenas de la película "Ojos Negros" en la que Marcello Mastroianni comentaba que si Dios le llamaba a su presencia en ese mismo momento y le interrogaba sobre los tres recuerdos más importantes de su vida, él le respondería sin dudar que los tres momentos más importantes que recordaba eran las nanas que le cantaba su madre cuando era pequeño, la cara de Elisa -su mujer- en la primera noche y las brumas de Rusia...

La cuestión es que fueron justamente esas tres pequeñas vivencias las que quedaron grabadas a fuego en su memoria; fueron esos recuerdos los que definieron y dieron sentido a su vida... y nosotros, seres afortunados que leemos este blog, también poseemos nuestros propios recuerdos; recuerdos que en algún momento serán los que den sentido a nuestras vidas, a las vidas de todos y cada uno de nosotros. El resto de las vivencias desaparecerán como lágrimas en la lluvia...

No, yo no soy una persona miedosa, solo tengo miedo a una sola cosa: tengo miedo a perder mis recuerdos, mis vivencias, mis experiencias, en definitiva, mi vida... todo lo que da sentido a mi vida porque si pierdo eso, lo pierdo todo, como lágrimas en la lluvia...

Quiero aprovechar el tema para hablaros de un buen amigo y de un gran escritor, o juntaletras, como a él le gusta definirse. Es una de esas personas a las que a los cinco minutos de conocerla parece que la conocieses de toda la vida y que se convierte en "de la familia" ya para los restos. El caso es que este amigo, Javier Albillo se llama, tiene un escrito que ilustra el tema a la perfección y que tras preguntarle, como no podía ser de otra manera, me ha dado su autorización para publicarlo. Espero que lo disfrutéis tanto como lo he disfrutado yo. Nos encontramos de nuevo en dos semanas.

Alguien que se preocupa (Javier Albillo)



El extenso jardín de la Rosada y la aislada disposición de sus habitaciones permiten fumar a las visitas sin que la intromisión de una enfermera se interponga entre el placer de encender un cigarrillo y las normas de la residencia. Interné allí a mi madre por esto, y además, para qué negarlo, porque no había otro lugar más económico donde hacerlo.

Quienes están aparcados en la Rosada saben - o han sabido en un determinado momento, antes de precipitarse por el abismo del Alzhéimer y la demencia senil - que tras el tiempo que anuncian los relojes se esconde la muerte. Los más impedidos, por el contrario, se sustraen a los minutos cayendo a plomo en sillones cada día más hundidos sin otorgarse otro trato más que el silencio.

En la Rosada, a parte de enfermeras, sillas de ruedas y apoyaderos, también hay libros, libros abandonados por los rincones de los cuartos, junto a los retretes y en los raquíticos bancos del jardín, libros vapuleados, de tapas desprendidas, libros apilados por descuido sobre la mesita de recepción y en las macetas que menudean por los pasillos, libros que evidentemente nadie allí lee, salvo mi madre.

Hoy, como de costumbre, la he encontrado en un banco del jardín con un libro en el regazo. A una distancia prudencial, me temo que recelosa, un apretado mosaico de residentes en silla de ruedas exponían su extenuación al sol.

- Hola - he dicho al sentarme a su lado - bonita tarde -.

Ella se ha encogido de hombros y luego me ha mirado. Tal vez hoy no tuviera nada que decirme.

- Bonita para usted - ha resuelto poco después, como si alguien en su interior le hubiera dictado el reproche. Luego, como de costumbre, nadie de los dos ha hablado.

Ingresé a mi madre cuando empezó a enredarse en la madeja del Alzheimer y se hizo insostenible tenerla aislada de cuidados en la casa donde, según ella, me alumbró una fría y plomiza mañana de invierno. Allí crecimos todos y allí murió también mi padre. La casa aún sigue en pie, pero ahora ya no es de nadie, ni siquiera es habitada por los recuerdos de mi madre. Hace tiempo que la malvendimos mis hermanos y yo para costearle su estancia en la Rosada.

En la tercera fase de su enfermedad mi madre trata a sus familiares como auténticos desconocidos. Sus lagunas mentales se extienden a capricho, como el curso irreversible de una lava que pronto solidifica y sepulta sus recuerdos. Sorprendentemente - aunque esta es una de las muchas secuelas de su dolencia - es capaz de describir con todo detalle los acontecimientos que sucedieron aquella mañana en la que, siendo aún una niña, hundió trágicamente sus zapatos de primera comunión en un charco para disgusto de sus padres.

Ahora, tal vez a consecuencia de su enfermedad, le ha dado por soltarme frases inextricables que extrae de los libros que luego abandona por todos los lugares: en el comedor, en la sala de recepción, en la capilla acondicionada para aquellos que creen en la resurrección de la carne.

- Ayer murió otro aquí - ha dicho tras unos largos minutos de silencio - cargan los cadáveres por la noche, en silencio, como si fueran mercancía ilegal. La ambulancia que viene a por ellos lleva las luces apagadas, pero a muchos nos despierta el ronroneo del motor. Le parecerá absurdo, pero aquí nadie ha visto un muerto. Es curioso ¿verdad? -.
- Creo que es normal - he replicado - tal vez sea una manera de haceros la vida más llevadera aquí -.
- ¿Qué vida?, ¿Es esto vida?, cuando usted se encuentre en un sitio como este sabrá realmente lo que es morir aquí. Por cierto, ¿Quién es usted?
- Alguien que se preocupa - he contestado.

Tras mi respuesta me he quedado en silencio, pensado en sus últimas palabras. Salvo que la vida me depare otra sorpresa tarde o temprano mis hijos me depositarán en un lugar semejante a este. Luego vendrán a visitarme, con su eterna zozobra y sus sonrisas postizas, junto a una prole de nietos escandalosos. Eso es todo.

Pero volviendo a las palabras de mi madre he notado algo de de crueldad en ellas, y esto no es propio de la mujer que una vez conocí. Hasta el final de su enfermedad ella siempre se ha hecho partícipe de mis problemas, como si el mero hecho de haberme arrojado a este mundo le hiciera parte responsable de todas las contrariedades que han alterado mi vida.

- ¿Qué tengo enfermo el hígado? - ha dicho luego con extremada gravedad - pues que reviente-.

Un hilo de baba irrumpía en la comisura de sus labios y ya descendía laborioso por su barbilla, dispuesto a precipitarse en su inmaculada blusa – hace un mes que las enfermeras supervisan sus descuidados hábitos con la higiene - ; finalmente el viento ha rectificado su trayectoria y el hilo de baba ha descendido sobre el libro que tenía en el regazo. He pensado entonces donde estará dispuesta a abandonarlo, tal vez en la cabina telefónica o en la mesa camilla de su cuarto, quizás en ese siniestro comedor de la Rosada donde de los internos se alimentan de papillas y suero.

La tarde estaba limpia, aunque una ligera brisa hacía batir los toldos de las terrazas. La penumbra ya se asomaba tras las verjas, vacilante pero implacable, y en el aire se vitrificaba la espesa dulzura del jardín. Todo transpiraba esa atmósfera hipnótica que anunciaba la hora de la merienda en la Rosada. Era momento de regresar a mi casa.

Me he despedido de mi madre con un beso excesivo, inacostumbrado para ella. Lo ha encajado en silencio y luego ha hecho un alarde de extrañeza torciendo sus labios de papiro. Sus ojos, tan expresivos antaño, ahora se muestran atrapados en el ámbar de algo parecido a una sustancia lacrimosa. Por un instante me he sentido reconfortado ante su presencia, tal y como sucedía antes, al fin y al cabo esta tarde he venido a visitarla buscando algo de consuelo en el recuerdo que tengo de ella. La cuestión, en resumidas cuentas, es que ayer enterré a uno de mis hijos.

El beso excesivo ha sido mi cobarde manera de decírselo pues me ha resultado absurdo contarle esto a alguien que, en cierto sentido, ha dejado de ser mi madre, alguien que tal vez mude su expresión al conocer la noticia, pero que acto seguido la olvidará.

Cuando he regresado a casa Laura estaba llorando en la cocina. De repente la noche y el silencio se ha apoderado de los pasillos como un invitado que, sin previo aviso, ha llamado a la puerta y luego se ha inmiscuido en la rutina de nuestras vidas. Sé que tendremos que acostumbrarnos a esto a partir de hoy. Jamás pensé que algo semejante fuera a sucederme y sin embargo es real, tan real como mi respiración. Tras darle un beso de buenas noches a Laura me he acostado, pensando en las ambulancias silenciosas que visitan de noche la Rosada y en ese benjamín que ya no podrá visitarme con su sonrisa postiza cuando sus hermanos me depositen en un lugar semejante.

Evidentemente, esta noche tampoco he logrado conciliar el sueño.

*

Ha sido un error sacar hoy a cenar a mi madre. En primer lugar hemos llegado tarde al restaurante y me ha parecido advertir cierto aire de fastidio en el camarero que nos han asignado. El hombre parecía un adoquín apuñalado en la moqueta del suelo y su trato era distante, sujeto a una formalidad innecesaria. De cuando en cuando sus ademanes destilaban un irreprimible desprecio, tal vez motivado por la actitud de mi madre, quien nada más sentarse lo ha mirado de arriba abajo y acto seguido ha elaborado una sonora carcajada que ha alterado durante unos segundos la serenidad del comedor.

Tras la carcajada el adoquín ha salido de su rigidez y se ha llevado el dedo índice a los labios para pedirle silencio. Me ha parecido un gesto inapropiado aunque no he dicho nada. Mi madre tampoco ha encajado bien la reacción del camarero y ha hundido su mirada en la carta durante cinco interminables minutos, finalmente la ha arrojado sobre la mesa, como si fuera un peso insoportable para sus manos.

- No tengo hambre - ha resuelto con aire de protesta - coma usted lo que se le antoje -.
- Hoy es tu cumpleaños - he replicado, pero ella no ha mostrado ninguna sorpresa ante la noticia. Ha bajado la mirada y ha hundido sus ojos en el abismo de su plato vacío.
- Ya no me preocupa vivir sino el para qué vivo -.

Ha dicho esto lenta y pesadamente, como si en realidad no saliera de sí misma, sino de ese majadero invisible que se ha apropiado de su lucidez. En cierto sentido puedo sumarme a sus sentimientos, ¿Para qué he vivido yo hasta ahora?, para encajar el peor trance ante el que un hombre pueda enfrentarse: enterrar a uno de sus hijos. Sé que a partir de ahora, y en lo sucesivo, esa soledad que vive con mi madre también me habitará a mí. Sé que encontrarle un sentido a esto es tan difícil como confiar en que el majadero que se ha apropiado de ella me la devuelva intacta algún día. Eso es todo.

Mientras yo cenaba mi madre examinaba el traqueteo del restaurante. Lo hacía con descaro, con la mirada pura y curiosa de los niños. Todo alrededor se desenvolvía en una aparente normalidad pero de repente me ha dado la impresión de que a esa normalidad la merodeaba una extraña calma, una atmósfera similar a la que precede al estallido de una explosión. Pronto he desestimado esta idea. Es algo que últimamente me sucede con frecuencia.

He dado por finalizada la cena – en realidad mi cena porque ella no ha probado bocado - cuando mi madre ha abordado al maître interesada por la salud de su padre. Al parecer lo ha confundido con un repartidor de periódicos que frecuentaba cada mañana la calle de su niñez. El tipo le ha sonreído mientras me ofrecía a mí un guiño de complicidad. Luego ha ensayado una reverencia que ha hecho carcajear de nuevo a mi madre, pero prácticamente estábamos ya en la calle.

Anochecía cuando en la carretera ha repuntado el edificio de la Rosada. La tensa calma que antes había percibido en el restaurante parecía extender su sombra en el aparcamiento que rodea a la Residencia, aunque esta vez era más nítida y expuesta ante la intromisión de los faros del coche. Por lo demás nada insólito en el paisaje habitual de la residencia salvo el ronroneo de una ambulancia estacionada sin luces y junto a las traseras del módulo principal. De ella se apeaban dos enfermeros, dos sombras esculpidas en la oscuridad de la noche que han desplegado en pocos segundos el armazón de una camilla y luego la han arrastrado hasta el interior del edificio. Ambos caminaban con el paso apurado, parecían serios, con un trabajo importante entre manos, un trabajo ya irreparable, he pensado, y por correspondencia he mirado a mi madre.

Aún estábamos dentro del coche, a punto de despedirnos, cuando los dos enfermeros han regresado a la ambulancia portando en la camilla algo que a todas luces parecía un residente. A continuación mi madre se ha apeado del coche, con más pesadumbre que nunca, y antes de despedirse me ha hablado:

- ¿Ve usted lo que le digo?, la verdad en este lugar no nos hace libres, sino desgraciados -.

*

- Parece usted un hombre cansado - ha dicho mi madre hoy, y lo ha dicho así, con su habitual distanciamiento, pero también a bocajarro, como si en realidad hubiera pasado la noche entera elaborando sus palabras.

Como de costumbre la he encontrado en un banco del jardín rumiando la pesadez de sus lecturas junto al olivo seco. Sin decirle nada me he sentado a su lado y ella ha sido la primera en hablar. Luego el silencio nos ha embargado a los dos, un silencio tenso y abotargado que se retrataba junto a la verja del jardín. Como no he sabido que contestarle he encendido un cigarrillo a modo de tregua. Una enfermera que pasaba me ha visto hacerlo, pero luego ha continuado su camino sin decir nada. Finalmente me he deleitado con el humo y he pensado de nuevo en la afirmación de mi madre y en todo el patetismo que últimamente se desenvuelve en torno a mí. La pena no ha pasado inadvertida para alguien tan aparentemente fuera de sí misma como mi madre.

- Lleva usted la tristeza en sus ojos - ha susurrado poco después, con la mirada vacía y de nuevo a bocajarro - la lleva como un secreto incapaz de esconderse -.

Me he quedado de piedra. Su frase me daba pie para hacerlo y he estado a punto de contarle lo de mi hijo. Sin embargo no lo he hecho porque algo en el jardín ha capturado toda mi atención: un nuevo residente entraba por la puerta de la Rosada.

Caminaba el hombre flanqueado por dos hombres y dos mujeres, impecablemente vestidos, aunque todos llevaban en el rostro una careta de pesadumbre, como si de repente un inesperado chaparrón hubiera descargado toda su fuerza sobre ellos. También los acompañaba una niña que pronto se ha desgajado de la comitiva para celebrar con sus palmadas las piruetas de bienvenida que acostumbra a ofrecer el perro que guarda el exterior.

Finalmente la comitiva se ha detenido junto a la puerta y han estado charlando con la gobernanta. Las mujeres parecían llevar el peso de la conversación, sus maridos, a una distancia prudencial, lo examinaban todo en silencio, con las manos en los bolsillos. Uno de ellos ha querido encenderse un cigarrillo pero la gobernanta le ha obligado con un gesto a devolverlo a su cajetilla. Fumar sin reprimendas en la Rosada es una cuestión de pericia y grado, he pensado, mientras desviaba mi atención sobre el eje de la escena, el anciano vacilante que aguardaba en la puerta aferrado a la maleta de su último viaje. También lo miraba todo con pudor. Parecía que acababa de entrar en un cuarto recién pintado y temiera manchar su impecable traje de lino, con toda certeza comprado para la ocasión. Mi madre también miraba al hombre, tal vez reconociéndose en su pesadumbre aunque sustraída en el libro que en ese momento desplegaba sobre sus ojos.

- Otro fardo sin remite – ha afirmado, saliendo de su mutismo.

*

Sé que en mis visitas a la Rosada se esconde la nostalgia de un tiempo exterminado por la memoria de mi madre. Desde luego que, en determinadas circunstancias, sería preferible vivir sin la presencia de los recuerdos. Tal vez sea un delirio, pero en ocasiones preferiría que ese majadero que se apodera de ella me habitara a mí en estos momentos. Esto me ayudaría a no pensar demasiado en todos los problemas que me han arrebatado la sonrisa, sobre todo en la muerte del niño. Por lo pronto mis visitas a la Rosada son cada vez más frecuentes y esto me permite atestiguar, casi a diario, la erosión que degenera progresivamente la memoria mi madre. Aún no me atrevo a asegurarlo, pero me parece que en ocasiones ella inventa sus recuerdos.

Hasta donde yo sé mi abuelo era un hombre corriente, dueño de un ejemplar sentido de la responsabilidad y admirable padre de tres hijas. Esta tarde mi madre estaba más habladora que de costumbre y se ha apropiado de la conversación, si es que lo nuestro puede llamarse conversación y no un intercambio de frases inextricables, y me ha relatado una historia - con toda certeza inventada- en la que le ha atribuido un desliz sentimental al abuelo.

- Yo misma fui de la mano de mi madre hasta la pensión donde se veía con aquella fulana - ha dicho. - Era una tarde plomiza. Recuerdo que el aire estaba suspendido sobre las aceras y hacía mucho calor. Cuando llamamos a la puerta él nos abrió. Primero me miró a mí y luego a mi madre. Fue la primera vez que vi el pánico en el rostro de un hombre, luego rectificó su expresión y nos ofreció una mirada cansada, desvalida, parecida a la de usted -.

Tras sus palabras he querido extender un velo de silencio entre nosotros, pero la confesión ha surgido de repente, escapándose de mí.

- He perdido a uno de mis hijos hace siete días, mamá -, le he dicho al fin, y se lo he dicho así, como ella acostumbra a decir las cosas, a bocajarro y sin sentido, tal vez estimulado por la naturaleza de su apreciación, tal vez afectado por esa confesión tardía que, a fin de cuentas, me ha resultado tan falsa como la sonrisa postiza de la enfermera que me ha visto encender el quinto cigarrillo sin decirme nada.

En todo caso se lo he dicho y tras hacerlo me ha parecido al fin respirar, alcanzar la superficie del mar penoso en donde yo estaba sumergido. Lejos del fondo abismal el aire se mostraba puro, incontenible, tal vez la tensa calma que hasta este momento veía en todo se haya esfumado con mis palabras.

- ¿Puede dejarme sola? - ha propuesto finalmente mi madre - necesito pensar -.

*

Mientras conduzco con un rumor de agujas en la boca del estómago pienso que mañana, tal vez a estas horas, estaré bajando las escaleras del Hospital camino de mi casa. Esta idea no me alivia en absoluto, para que esto ocurra antes habré de estar un largo día allí, tal vez con su eterna noche, esperando sin demasiada fe las noticias de los médicos.

Serían las cinco. Laura y yo aún dormíamos y el teléfono ha sonado con esa estridencia sobresaltada con la que suenan todos los teléfonos de madrugada. La gobernanta de la Rosada estaba al otro lado de la línea y ha hablado calmadamente, con la voz muy apagada, tal vez porque aún fuera de noche y era consciente de que nos había despertado. Al parecer una de las enfermeras ha encontrado a mi madre desplomada en el suelo de su habitación.

Conduzco tras el rastro de la ambulancia. A estás horas somos los dueños de la calle y quebramos esa paz tensa y vertical que se retrata en los edificios de la periferia. Junto a la carretera que nos lleva al Hospital repunta ya el sol, regreso al lugar donde, antes de la muerte del niño, prácticamente he vivido los dos últimos meses. Habré de encontrarme de nuevo en sus pasillos junto a esos rostros tan parecidos a los de la Rosada, de nuevo el ambiente sórdido y el aroma a desinfectante, ese perfume del tránsito, impersonal e inabarcable, el inconfundible aroma de la muerte.

Cuando los enfermeros empujan la camilla hasta la sala de urgencias me arrastro hasta la sala de espera y caigo a plomo en una de sus sillas, la única que queda libre, entonces bajo la mirada, apago el móvil y hundo los codos sobre mis rodillas. De repente, como una visita inesperada, me visita la angustia, una angustia enrarecida, obstinadamente concéntrica en la boca del estómago, y luego me quedo quieto, rumiando la nada.

Transcurren dos horas, lentas y monótonas, hasta que finalmente un doctor me pide que lo acompañe hasta un despacho minúsculo, desprovisto de decoración y luz natural.

Es el fin, pienso ya dentro. El doctor toma asiento frente a mí y me lanza una mirada franca pero al mismo tiempo vacía. Tal vez sea la mirada de la costumbre, me digo, porque sé que ahora va a darme la noticia, lamentablemente todo esto forma parte de un protocolo que conozco de sobra, primero una frase que aborte cualquier esperanza, luego me pedirá que abandone el despacho y al cabo de cinco minutos, cuando haya encajado el mazazo en la soledad del pasillo, me invitará a entrar de nuevo y certificará la muerte de mi madre.

- Su madre está perfectamente - dice el doctor - al parecer anda a falta de sueño. La causa de su desfallecimiento es esta, por lo que no será necesario que ingrese. Si lo desea la trasladaremos de nuevo a su residencia o bien puede llevarla usted personalmente. Hasta aquí alcanza mi trabajo. Buenos días caballero -.

*

Apago la radio y alzo la vista. Más adelante se distingue un apretado mosaico de coches. Pronto detendremos la marcha, pronto estaremos en el corazón del atasco.

Cuando el flujo de vehículos se contiene enciendo el cuarto cigarrillo que me ha burlado el tiempo de estancia en el Hospital y entonces pienso en el inconsciente, ese majadero que también se apodera de nosotros cuando dejamos de ser como los otros quieren vernos, pienso también en la existencia de centros de exclusión como la Rosada, en jardines con olivos secos y ataúdes minúsculos, pienso en esas salas de hospital donde la muerte también se esconde tras los relojes, y en el falso adulterio atribuido a mi abuelo, y en Laura, pienso en todo esto pero sobre todo, una vez librado del disgusto que me ha dado mi madre, pienso en mi hijo. Su pérdida es siempre el último eslabón de la cadena de secuencias que, como la desencajada bobina de una película, se van apoderando a capricho de mi pensamiento.

Cuando reanudamos la marcha mi madre exhala un bostezo. Ella viaja a mi lado, ajena, en completo silencio, tal vez absorta también en la secuencia perdida de sus recuerdos. Posa su frente sobre el cristal, pero luego se revuelve en su asiento y me mira con los ojos del majadero que la habita.

- Sabe usted donde he dejado el libro que estaba leyendo? - pregunta, y lo hace como siempre, con su habitual alejamiento.
- No deberías de leer tanto - le recomiendo - por culpa de tus lecturas no duermes por las noches . Además -, añado - los libros nos enseñan vidas que jamás podremos vivir -.
Ella no contesta. Vuelve a posar su frente en el cristal y hunde su mirada en la carretera.

Cuando por fin quedamos libres del atasco el coche remonta la vereda que en pocos metros termina en la puerta de la Rosada. No digo nada hasta detener la marcha. Y entonces ella se apea, como de costumbre lenta y pesadamente, y antes de remontar el camino hasta la puerta me mira, con esos ojos que ya no son los suyos y me dice:

- Sólo he encontrado una verdad en la vida hijo, y esa verdad eras tú -.

martes, 1 de marzo de 2011

Estampas de Nueva York

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Tal como os prometí hace un par de semanas, aquí me tenéis, dispuesto a comentaros las aventuras y desventuras del viaje a Nueva York.
Conviene tener en cuenta que antes de viajar a Estados Unidos es necesario obtener el permiso de viaje mediante el Sistema Electrónico para Autorización de Viaje (ESTA), que se puede gestionar de manera sencilla a través de la web: http://us-estaweb.org/spain/. No tiene dificultad alguna, basta cumplimentar el formulario, abonar el importe correspondiente y ya está, tenemos nuestro permiso para viajar, que además será válido por un par de años.
También resulta recomendable contratar algún seguro médico antes de viajar. La sanidad en Estados Unidos es privada y por tanto, tremendamente cara, por lo que si nos ocurre cualquier tipo de percance y no tenemos contratado un seguro, podemos endeudarnos de por vida... Tras investigar en la web encontré una empresa que tenía buenos precios y que ofrecía además una buena cobertura, se trata de World Nomads y podéis echar un vistazo en: http://www.worldnomads.com/ (y por cierto, no me llevo comisión alguna, con que me invitéis a una cervecita me conformo, así de barato vengo saliendo...).

Así que, llegado el día y con todos los papeles en orden, felices y contentos emprendimos viaje a los EE.UU., que viene siendo lo mismo que los USA o que los Estados Unidos de América. Aunque pensaba que el viaje se haría pesadísimo (nunca hasta entonces había emprendido un viaje transoceánico), lo cierto es que se me hizo menos pesado de lo que me imaginaba, pese a las tres películas tostón que nos pusieron y que para más inri estaban dobladas en latino (es horrible eso de escuchar a Robert de Niro decir eso de "Qué bueno que viniste..."). Por cierto, me resulto chocante que tanto a la ida como a la vuelta, la azafata más joven no cumpliese ya los sesenta años, que era verlas y darte ganas de echarles una mano con el carrito...
Estábamos en que el viaje no se me hizo pesado, eso sí, pasé un frío... Un consejo, llevaros una jersey de lana o una buena chaqueta porque la mantita que dan no es que abrigue gran cosa y el frío que hacía era poco menos que glaciar (yo creo que lo hacen para que te vayas aclimatando y que no notes mucho el cambio cuando salgas del avión). El caso es que tras las ocho horitas de rigor (siete a la vuelta) aterrizamos de mala manera en el aeropuerto JFK, hacía muy mal tiempo y el aterrizaje fue duro-duro, de hecho pensé que perdía a mi pareja que según me dijo, vio pasar su vida ante sus ojos...
Una vez en tierra nos dispusimos inocentes a pasar el temido control de policía (no sería la primera vez que a alguien le impiden la entrada por cualquier minucia de nada); Yo iba algo nervioso, habiendo tantos Juan Fernández en el mundo, no sería raro que algún mamoncete con mi nombre hubiese hecho alguna trastada y que al final pagasen justos por pecadores (recordaros que el sacerdote español que en 1.982 se lanzó con una bayoneta contra el papa Juan Pablo II, se llamaba así), motivo por el que iba especialmente inquieto.
Una cosita, si vais con prisa a los USA, sentaos en los primeros asientos disponibles del avión porque los americanos tienen unos controles de entrada al país que podríamos calificar como bastante quisquilloso. Allí no se salva nadie, todos, absolutamente todos han de entregar el "tonti-formulario" que dan en el avión, explicar ampliamente los motivos que le llevan a visitar el país y colaborar con una sonrisa en la toma de huellas digitales (de los diez deditos) y en la foto recuerdo que te hacen. En fin, que entre unas cosas y otras, como no hayas salido de los primeros, te puedes demorar en el trámite entre una y dos horas, un petardo, la verdad...

Y al fin, si tienes suerte y no tienes un nombre rarito (tal como os he comentado antes), accedes al fin a suelo americano. Lo bueno de toda la espera en el control policial es que no tienes que esperar a que salgan las maletas, llevarán ya un buen rato dando vueltas tontamente en la cinta. Eso sí, no creáis que con esto ya se acabó todo, aún queda el registro aleatorio de equipajes que por suerte, en esta ocasión debían tener muchas ganas de trabajar porque no pararon a nadie; cosa que me vino de perlas porque no me agradaba demasiado la idea de estar dándoles explicaciones por el elevado número de latas de mejillones que transportaba (un encargo es un encargo).

Antes de continuar querría hacer un inciso para destacar la enorme simpatía y amabilidad de los policías de aduanas americanos, y de lo enormemente antipáticas y desagradables que resultan por contra, las policías latinas y las negras gordas (cosa que no le pasa a las negras delgadas, quizás tenga que ver con el colesterol...). Un consejo, si podéis, evitadlas, son terribles.

Una vez hemos superado la última frontera llegamos al tema del transporte. Hay tres opciones: coger un taxi (50 dólares poco más o menos), coger un autobús (ni idea de lo que cuesta, pero con el tráfico tan demencial que hay por allí me parecía una auténtica temeridad) y el JFK Air Train, que es un tren que por 5 dólares te lleva hasta la estación de metro Jamaica. Por cierto, si finalmente optáis por esta última alternativa, no os volváis locos, se paga al salir, jajajaja.

El metro nos será totalmente familiar porque es tal como aparece en las películas; es cómodo y relativamente rápido, el método ideal para desplazarse por Nueva York. Resulta interesante adquirir un Metrocard, que por 29 dólares nos permitirá viajar en metro durante una semana sin límite alguno.
Una cosa, no hagáis como yo, es mejor que durante el viaje en metro no penséis en el chorreo de dinero que lleváis gastado (ESTA, seguro médico, billetes de avión, JFK Air Train y metrocards variados...), porque entre los pensamientos negativos y el traqueteo del propio tren, se os terminará revolviendo el estómago (lo digo por experiencia propia, jajajaja).

Y como todo llega en esta vida, al final llegó la hora de la verdad y apareceréis en algún lugar de Nueva York y ahora sí, ahora es cuando empezamos a alucinar de verdad con las dimensiones que tiene todo allí, los edificios, las calles, las limusinas, los policías...


Os vais a reír pero uno de las primeras sorpresas que me llevé en Nueva York fue que allí los secamanos funcionan; es verdad, aquí se pueden contar con los dedos de una mano los secamanos que hacen algo más que hacer ruido, la inmensa mayoría no funcionan y los pocos que lo hacen obedecen a un extraño mecanismo que nos hace que ignoremos dónde narices se encuentra el sensor que hace funcionar el dichoso chisme, pongamos donde pongamos las manos no hay manera de hacerlo funcionar y cuando lo hace (por una extraña conjunción espacio-temporal), lo hace por unas centésimas de segundo... y es inútil insistir, podemos mover las manos todo lo que queramos que lo único que vamos a conseguir son centésimas más de segundo. Y eso en algunos porque hay otros en los que el caudal de aire expulsado es inferior al producido por el aleteo de una mosca común, es digno de ver, máxime cuando el ruido que hacen es equivalente al de un avión a reacción. Cosas curiosas de España...

También me sorprendió el hecho de que en Nueva York apenas hay gordas; es más, casi todas son anoréxicas. Las únicas gordas que hay son las latinas "mamachicho" y las negras con mala leche del aeropuerto, todas las demás: perfectas...

Otra de las sorpresas que me deparó Nueva York es la cantidad de policías que hay en todas partes, es prácticamente imposible dar diez pasos sin toparte con alguno. Os sorprenderá también lo corteses y amables que son, habrá excepciones como en todas partes, pero por regla general siempre nos brindarán su ayuda y nos obsequiarán con la mejor de sus sonrisas. Nosotros no pudimos sustraernos a la tentación de hacernos alguna que otra foto con ellos.


Una de las cosas que me entusiasmaban y de la que no me cansaba de hacer fotos, eran los coches de bomberos. Brutales. Recomendable visitar el Museo que los bomberos tienen junto al Rockefeller Center, si tenéis tiempo suficiente no dejéis de hacerlo y me contáis. Nosotros lo intentamos pero por desgracia cuando fuimos había visitas de colegios y no pudimos visitarlo...


Otra de las cosas que resultan curiosas es el tema de los Museos Públicos El precio de casi todos es de 20 dólares, importe que viene claramente especificado en todas las guías y en las taquillas de los propios museos. La cuestión es que según me comentaron, existe una ley por la que el precio real de las entradas en los museos públicos es "la voluntad". Nosotros, aunque no lo terminábamos de ver muy claro decidimos probar suerte en el Metropolitan. Ahí estaba, en todos los carteles: entrada 20 dólares y allí todo el mundo pagaba la cantidad indicada. Ni cortos ni perezosos nos dirigimos a la taquilla, pusimos dos dólares sobre el mostrador y les soltamos eso de "two tickets, please". La mujer cogió nuestros dos dólares, tecleó en el ordenador 40 dólares, especificó que la cantidad entregada fue de dos dólares y nos dio el ticket con las dos chapitas de entrada (muy chulas por cierto). Así que no sé en otros, pero en el Metropolitan doy fe que funcionó.


Otro consejo: por favor, no se os ocurra ir a Nueva York en febrero. El frío que he pasado no lo puedo describir con palabras, la sensación térmica real rondaba los diecisiete grados bajo cero (y antes de que llegásemos nosotros estuvieron a -22ºC, así que encima no puedo quejarme, jajajajaja). Como comentario sobre la temperatura deciros que nunca jamás había pasado tanto frío, en una ocasión me quité el guante para hacer tres fotos (es decir, unos treinta segundos) y casi pierdo la mano; el dolor que experimenté tras esos treinta segundos era similar al que experimentaba cuando de niño jugaba sin guantes tropecientas horas en la nieve, y que cuando nos queríamos dar cuenta apenas podíamos mover las manos...
Pero para eso se inventaron los Starbucks. Son geniales, te sirven el café (bueno, el sucedáneo de café quiero decir) o el té en un vaso gigantesco de cartón (no os pidáis el tamaño grande, es inacabable) que te permite ampliar enormemente la capacidad de supervivencia en el exterior, hasta el punto de resultar imprescindibles y para muestra un botón...


Para que os hagáis una idea de lo que os digo, observad el amanecer del primer día que estuvimos allí.


Y a continuación el del día siguiente.


¿Parecen estaciones diferentes, verdad? Eso sí, lo bueno que tiene la nieve es que aunque te deja los pies helados y la nariz dejas de sentirla, te da una perspectiva de la ciudad totalmente distinta, especialmente de Central Park...








Una de las cosas geniales que tiene Nueva York es que no es una ciudad, son muchas ciudades y todas son totalmente diferentes entre sí. A mi particularmente la zona que más me gustó es la zona del Village, tanto el East Village como el West Village, con sus casitas bajas de ladrillo y sus cientos de restaurantes y pequeñas tiendas. Es una auténtica gozada pasear por allí, especialmente al anochecer, incluso con el frío que hacía el ambientazo era increíble.
De hecho, la noche que anduvimos por el Village, hacía tanto frío que no nos quedó otra que coger un taxi. Lo que menos podía imaginarme, el tío nos preguntó que de dónde éramos y cuando le dijimos que éramos de España se le iluminaron los ojos y nos mostró las dos pegatinas del Real Madrid, comentándonos además que había empatado a uno con el Lyon. Creo que le alegramos la noche... Hablando de taxistas, los conductores de Nueva York rozan la psicopatía (la palma hasta la fecha la tenían los taxistas de Dublín), son auténticos zumbados que se desplazan a velocidades inimaginables en una ciudad; no es exageración, la aceleración nos pegaba a los asientos cuando el tío arrancaba...

Los restaurantes, salvo que sean Fast Food, son generalmente caros, especialmente si pedimos un vino, aunque eso sí, cenar en una pizzeria en Little Italy o West Village y no pedir un buen vino, es algo para lo que hay que tener mucha voluntad. Por cierto, tuve el placer de comer allí una de las mejores pizzas que he probado, siendo la rúgula uno de sus principales ingredientes. En serio, magistral, si tenéis ocasión no dejéis de probarla.
Y no os olvidéis de las auténticas especialidades: pizza americana, perrito caliente en cualquiera de los puestos de Central Park, una buena hamburguesa en una hamburguesería típica (lo siento, no vale McDonald's) y la famosa tarta de manzana americana, inigualable. Olvidaos de otras comidas que para comer bien, ya lo haréis cuando regreséis a España...

En cuanto a cosas para ver las hay a cientos pero la famosa estatua de la libertad no es una de ellas. Aunque hay excursiones para ir, a no ser que andéis sobrados de tiempo y de dinero, no merece demasiado la pena; a cambio podéis coger el ferry a Staten Island (que es gratuito) y pasareis muy cerca de ella. Yo me conformé con verla desde el barco y hacerle fotos desde el propio Manhattan, que es desde donde mejor se hacen...


No me cansaba de admirar la belleza arquitectónica del Empire State Building.


Aunque permitidme que mis preferencias me hagan decantarme por el Edificio Chrysler, menos famoso pero mucho más espectacular, especialmente por la noche.



Y puestos a subir a un sitio, mejor subir al Top of the Rock del Rockefeller Center que al citado Empire State, más que nada porque nadie nos "tapará" la visión de Central Park. Él único "pero" es que desde el Top of the Rock no se ve el edificio Chrysler al completo, ¿qué se le va a hacer...? Otro consejo: si podéis subid al atardecer, la vista es espectacular a esa hora.





Y ya de paso, según bajáis podéis pasaros por Times Square que a esas horas "luce" fantástico y nunca mejor dicho...



¿Y cómo no? Sí o sí, hay que visitar el Edificio Flatiron.



Y por último el Puente de Brooklyn que nos permite ver Manhattan desde "el otro lado".




Y un sinfín más de rincones que os invito a descubrir, ya sabéis, si os animáis Nueva York os espera. Por cierto, si os apetece subiré más fotos a Flickr, en un par de días las tendré subidas: http://www.flickr.com/photos/jfernandeztemprano/

Y nada más, nos vemos en un par de lunes.