lunes, 14 de marzo de 2011

Como lágrimas en la lluvia...

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La verdad es que no me considero una persona miedosa, aunque sí he de reconocer que hay algunas cosas que sin llegar a darme miedo, sí que me producen un llamémosle, “cierto respeto”.


En lugar preferente del ranking se encuentran nuestras inefables amigas las arañas. Nunca entenderé el afán del Sr. Noé por introducirlas en el dichoso Arca, imagino que irían en el mismo lote de las garrapatas, chinches, ladillas, piojos, políticos, economistas y dirigentes de la SGAE. ¡Cosas de Noé...!

Al margen de las arañas, que sin darme miedo ya he expresado que no figuran entre mis animales favoritos, podría citar un sinfín de experiencias o situaciones por las que no me gustaría en absoluto pasar pero que no me quitan el sueño lo más mínimo. Al fin y al cabo, la vida no deja de ser más que una sucesión continua de acontecimientos y son esos acontecimientos, y el modo en que los hemos vivido y sentido, los que quedarán grabados en nuestra memoria en forma de recuerdos, que a la postre son lo que nos definirán como lo que somos y los que darán un sentido a nuestras vidas. Y es el poso de todos esos recuerdos, la forma en que hemos vivido y sentido la vida, el que a modo de juez imparcial, decidirá hasta qué punto nuestra vida ha merecido la pena…

Creó que ya comenté en un post anterior una de las escenas de la película "Ojos Negros" en la que Marcello Mastroianni comentaba que si Dios le llamaba a su presencia en ese mismo momento y le interrogaba sobre los tres recuerdos más importantes de su vida, él le respondería sin dudar que los tres momentos más importantes que recordaba eran las nanas que le cantaba su madre cuando era pequeño, la cara de Elisa -su mujer- en la primera noche y las brumas de Rusia...

La cuestión es que fueron justamente esas tres pequeñas vivencias las que quedaron grabadas a fuego en su memoria; fueron esos recuerdos los que definieron y dieron sentido a su vida... y nosotros, seres afortunados que leemos este blog, también poseemos nuestros propios recuerdos; recuerdos que en algún momento serán los que den sentido a nuestras vidas, a las vidas de todos y cada uno de nosotros. El resto de las vivencias desaparecerán como lágrimas en la lluvia...

No, yo no soy una persona miedosa, solo tengo miedo a una sola cosa: tengo miedo a perder mis recuerdos, mis vivencias, mis experiencias, en definitiva, mi vida... todo lo que da sentido a mi vida porque si pierdo eso, lo pierdo todo, como lágrimas en la lluvia...

Quiero aprovechar el tema para hablaros de un buen amigo y de un gran escritor, o juntaletras, como a él le gusta definirse. Es una de esas personas a las que a los cinco minutos de conocerla parece que la conocieses de toda la vida y que se convierte en "de la familia" ya para los restos. El caso es que este amigo, Javier Albillo se llama, tiene un escrito que ilustra el tema a la perfección y que tras preguntarle, como no podía ser de otra manera, me ha dado su autorización para publicarlo. Espero que lo disfrutéis tanto como lo he disfrutado yo. Nos encontramos de nuevo en dos semanas.

Alguien que se preocupa (Javier Albillo)



El extenso jardín de la Rosada y la aislada disposición de sus habitaciones permiten fumar a las visitas sin que la intromisión de una enfermera se interponga entre el placer de encender un cigarrillo y las normas de la residencia. Interné allí a mi madre por esto, y además, para qué negarlo, porque no había otro lugar más económico donde hacerlo.

Quienes están aparcados en la Rosada saben - o han sabido en un determinado momento, antes de precipitarse por el abismo del Alzhéimer y la demencia senil - que tras el tiempo que anuncian los relojes se esconde la muerte. Los más impedidos, por el contrario, se sustraen a los minutos cayendo a plomo en sillones cada día más hundidos sin otorgarse otro trato más que el silencio.

En la Rosada, a parte de enfermeras, sillas de ruedas y apoyaderos, también hay libros, libros abandonados por los rincones de los cuartos, junto a los retretes y en los raquíticos bancos del jardín, libros vapuleados, de tapas desprendidas, libros apilados por descuido sobre la mesita de recepción y en las macetas que menudean por los pasillos, libros que evidentemente nadie allí lee, salvo mi madre.

Hoy, como de costumbre, la he encontrado en un banco del jardín con un libro en el regazo. A una distancia prudencial, me temo que recelosa, un apretado mosaico de residentes en silla de ruedas exponían su extenuación al sol.

- Hola - he dicho al sentarme a su lado - bonita tarde -.

Ella se ha encogido de hombros y luego me ha mirado. Tal vez hoy no tuviera nada que decirme.

- Bonita para usted - ha resuelto poco después, como si alguien en su interior le hubiera dictado el reproche. Luego, como de costumbre, nadie de los dos ha hablado.

Ingresé a mi madre cuando empezó a enredarse en la madeja del Alzheimer y se hizo insostenible tenerla aislada de cuidados en la casa donde, según ella, me alumbró una fría y plomiza mañana de invierno. Allí crecimos todos y allí murió también mi padre. La casa aún sigue en pie, pero ahora ya no es de nadie, ni siquiera es habitada por los recuerdos de mi madre. Hace tiempo que la malvendimos mis hermanos y yo para costearle su estancia en la Rosada.

En la tercera fase de su enfermedad mi madre trata a sus familiares como auténticos desconocidos. Sus lagunas mentales se extienden a capricho, como el curso irreversible de una lava que pronto solidifica y sepulta sus recuerdos. Sorprendentemente - aunque esta es una de las muchas secuelas de su dolencia - es capaz de describir con todo detalle los acontecimientos que sucedieron aquella mañana en la que, siendo aún una niña, hundió trágicamente sus zapatos de primera comunión en un charco para disgusto de sus padres.

Ahora, tal vez a consecuencia de su enfermedad, le ha dado por soltarme frases inextricables que extrae de los libros que luego abandona por todos los lugares: en el comedor, en la sala de recepción, en la capilla acondicionada para aquellos que creen en la resurrección de la carne.

- Ayer murió otro aquí - ha dicho tras unos largos minutos de silencio - cargan los cadáveres por la noche, en silencio, como si fueran mercancía ilegal. La ambulancia que viene a por ellos lleva las luces apagadas, pero a muchos nos despierta el ronroneo del motor. Le parecerá absurdo, pero aquí nadie ha visto un muerto. Es curioso ¿verdad? -.
- Creo que es normal - he replicado - tal vez sea una manera de haceros la vida más llevadera aquí -.
- ¿Qué vida?, ¿Es esto vida?, cuando usted se encuentre en un sitio como este sabrá realmente lo que es morir aquí. Por cierto, ¿Quién es usted?
- Alguien que se preocupa - he contestado.

Tras mi respuesta me he quedado en silencio, pensado en sus últimas palabras. Salvo que la vida me depare otra sorpresa tarde o temprano mis hijos me depositarán en un lugar semejante a este. Luego vendrán a visitarme, con su eterna zozobra y sus sonrisas postizas, junto a una prole de nietos escandalosos. Eso es todo.

Pero volviendo a las palabras de mi madre he notado algo de de crueldad en ellas, y esto no es propio de la mujer que una vez conocí. Hasta el final de su enfermedad ella siempre se ha hecho partícipe de mis problemas, como si el mero hecho de haberme arrojado a este mundo le hiciera parte responsable de todas las contrariedades que han alterado mi vida.

- ¿Qué tengo enfermo el hígado? - ha dicho luego con extremada gravedad - pues que reviente-.

Un hilo de baba irrumpía en la comisura de sus labios y ya descendía laborioso por su barbilla, dispuesto a precipitarse en su inmaculada blusa – hace un mes que las enfermeras supervisan sus descuidados hábitos con la higiene - ; finalmente el viento ha rectificado su trayectoria y el hilo de baba ha descendido sobre el libro que tenía en el regazo. He pensado entonces donde estará dispuesta a abandonarlo, tal vez en la cabina telefónica o en la mesa camilla de su cuarto, quizás en ese siniestro comedor de la Rosada donde de los internos se alimentan de papillas y suero.

La tarde estaba limpia, aunque una ligera brisa hacía batir los toldos de las terrazas. La penumbra ya se asomaba tras las verjas, vacilante pero implacable, y en el aire se vitrificaba la espesa dulzura del jardín. Todo transpiraba esa atmósfera hipnótica que anunciaba la hora de la merienda en la Rosada. Era momento de regresar a mi casa.

Me he despedido de mi madre con un beso excesivo, inacostumbrado para ella. Lo ha encajado en silencio y luego ha hecho un alarde de extrañeza torciendo sus labios de papiro. Sus ojos, tan expresivos antaño, ahora se muestran atrapados en el ámbar de algo parecido a una sustancia lacrimosa. Por un instante me he sentido reconfortado ante su presencia, tal y como sucedía antes, al fin y al cabo esta tarde he venido a visitarla buscando algo de consuelo en el recuerdo que tengo de ella. La cuestión, en resumidas cuentas, es que ayer enterré a uno de mis hijos.

El beso excesivo ha sido mi cobarde manera de decírselo pues me ha resultado absurdo contarle esto a alguien que, en cierto sentido, ha dejado de ser mi madre, alguien que tal vez mude su expresión al conocer la noticia, pero que acto seguido la olvidará.

Cuando he regresado a casa Laura estaba llorando en la cocina. De repente la noche y el silencio se ha apoderado de los pasillos como un invitado que, sin previo aviso, ha llamado a la puerta y luego se ha inmiscuido en la rutina de nuestras vidas. Sé que tendremos que acostumbrarnos a esto a partir de hoy. Jamás pensé que algo semejante fuera a sucederme y sin embargo es real, tan real como mi respiración. Tras darle un beso de buenas noches a Laura me he acostado, pensando en las ambulancias silenciosas que visitan de noche la Rosada y en ese benjamín que ya no podrá visitarme con su sonrisa postiza cuando sus hermanos me depositen en un lugar semejante.

Evidentemente, esta noche tampoco he logrado conciliar el sueño.

*

Ha sido un error sacar hoy a cenar a mi madre. En primer lugar hemos llegado tarde al restaurante y me ha parecido advertir cierto aire de fastidio en el camarero que nos han asignado. El hombre parecía un adoquín apuñalado en la moqueta del suelo y su trato era distante, sujeto a una formalidad innecesaria. De cuando en cuando sus ademanes destilaban un irreprimible desprecio, tal vez motivado por la actitud de mi madre, quien nada más sentarse lo ha mirado de arriba abajo y acto seguido ha elaborado una sonora carcajada que ha alterado durante unos segundos la serenidad del comedor.

Tras la carcajada el adoquín ha salido de su rigidez y se ha llevado el dedo índice a los labios para pedirle silencio. Me ha parecido un gesto inapropiado aunque no he dicho nada. Mi madre tampoco ha encajado bien la reacción del camarero y ha hundido su mirada en la carta durante cinco interminables minutos, finalmente la ha arrojado sobre la mesa, como si fuera un peso insoportable para sus manos.

- No tengo hambre - ha resuelto con aire de protesta - coma usted lo que se le antoje -.
- Hoy es tu cumpleaños - he replicado, pero ella no ha mostrado ninguna sorpresa ante la noticia. Ha bajado la mirada y ha hundido sus ojos en el abismo de su plato vacío.
- Ya no me preocupa vivir sino el para qué vivo -.

Ha dicho esto lenta y pesadamente, como si en realidad no saliera de sí misma, sino de ese majadero invisible que se ha apropiado de su lucidez. En cierto sentido puedo sumarme a sus sentimientos, ¿Para qué he vivido yo hasta ahora?, para encajar el peor trance ante el que un hombre pueda enfrentarse: enterrar a uno de sus hijos. Sé que a partir de ahora, y en lo sucesivo, esa soledad que vive con mi madre también me habitará a mí. Sé que encontrarle un sentido a esto es tan difícil como confiar en que el majadero que se ha apropiado de ella me la devuelva intacta algún día. Eso es todo.

Mientras yo cenaba mi madre examinaba el traqueteo del restaurante. Lo hacía con descaro, con la mirada pura y curiosa de los niños. Todo alrededor se desenvolvía en una aparente normalidad pero de repente me ha dado la impresión de que a esa normalidad la merodeaba una extraña calma, una atmósfera similar a la que precede al estallido de una explosión. Pronto he desestimado esta idea. Es algo que últimamente me sucede con frecuencia.

He dado por finalizada la cena – en realidad mi cena porque ella no ha probado bocado - cuando mi madre ha abordado al maître interesada por la salud de su padre. Al parecer lo ha confundido con un repartidor de periódicos que frecuentaba cada mañana la calle de su niñez. El tipo le ha sonreído mientras me ofrecía a mí un guiño de complicidad. Luego ha ensayado una reverencia que ha hecho carcajear de nuevo a mi madre, pero prácticamente estábamos ya en la calle.

Anochecía cuando en la carretera ha repuntado el edificio de la Rosada. La tensa calma que antes había percibido en el restaurante parecía extender su sombra en el aparcamiento que rodea a la Residencia, aunque esta vez era más nítida y expuesta ante la intromisión de los faros del coche. Por lo demás nada insólito en el paisaje habitual de la residencia salvo el ronroneo de una ambulancia estacionada sin luces y junto a las traseras del módulo principal. De ella se apeaban dos enfermeros, dos sombras esculpidas en la oscuridad de la noche que han desplegado en pocos segundos el armazón de una camilla y luego la han arrastrado hasta el interior del edificio. Ambos caminaban con el paso apurado, parecían serios, con un trabajo importante entre manos, un trabajo ya irreparable, he pensado, y por correspondencia he mirado a mi madre.

Aún estábamos dentro del coche, a punto de despedirnos, cuando los dos enfermeros han regresado a la ambulancia portando en la camilla algo que a todas luces parecía un residente. A continuación mi madre se ha apeado del coche, con más pesadumbre que nunca, y antes de despedirse me ha hablado:

- ¿Ve usted lo que le digo?, la verdad en este lugar no nos hace libres, sino desgraciados -.

*

- Parece usted un hombre cansado - ha dicho mi madre hoy, y lo ha dicho así, con su habitual distanciamiento, pero también a bocajarro, como si en realidad hubiera pasado la noche entera elaborando sus palabras.

Como de costumbre la he encontrado en un banco del jardín rumiando la pesadez de sus lecturas junto al olivo seco. Sin decirle nada me he sentado a su lado y ella ha sido la primera en hablar. Luego el silencio nos ha embargado a los dos, un silencio tenso y abotargado que se retrataba junto a la verja del jardín. Como no he sabido que contestarle he encendido un cigarrillo a modo de tregua. Una enfermera que pasaba me ha visto hacerlo, pero luego ha continuado su camino sin decir nada. Finalmente me he deleitado con el humo y he pensado de nuevo en la afirmación de mi madre y en todo el patetismo que últimamente se desenvuelve en torno a mí. La pena no ha pasado inadvertida para alguien tan aparentemente fuera de sí misma como mi madre.

- Lleva usted la tristeza en sus ojos - ha susurrado poco después, con la mirada vacía y de nuevo a bocajarro - la lleva como un secreto incapaz de esconderse -.

Me he quedado de piedra. Su frase me daba pie para hacerlo y he estado a punto de contarle lo de mi hijo. Sin embargo no lo he hecho porque algo en el jardín ha capturado toda mi atención: un nuevo residente entraba por la puerta de la Rosada.

Caminaba el hombre flanqueado por dos hombres y dos mujeres, impecablemente vestidos, aunque todos llevaban en el rostro una careta de pesadumbre, como si de repente un inesperado chaparrón hubiera descargado toda su fuerza sobre ellos. También los acompañaba una niña que pronto se ha desgajado de la comitiva para celebrar con sus palmadas las piruetas de bienvenida que acostumbra a ofrecer el perro que guarda el exterior.

Finalmente la comitiva se ha detenido junto a la puerta y han estado charlando con la gobernanta. Las mujeres parecían llevar el peso de la conversación, sus maridos, a una distancia prudencial, lo examinaban todo en silencio, con las manos en los bolsillos. Uno de ellos ha querido encenderse un cigarrillo pero la gobernanta le ha obligado con un gesto a devolverlo a su cajetilla. Fumar sin reprimendas en la Rosada es una cuestión de pericia y grado, he pensado, mientras desviaba mi atención sobre el eje de la escena, el anciano vacilante que aguardaba en la puerta aferrado a la maleta de su último viaje. También lo miraba todo con pudor. Parecía que acababa de entrar en un cuarto recién pintado y temiera manchar su impecable traje de lino, con toda certeza comprado para la ocasión. Mi madre también miraba al hombre, tal vez reconociéndose en su pesadumbre aunque sustraída en el libro que en ese momento desplegaba sobre sus ojos.

- Otro fardo sin remite – ha afirmado, saliendo de su mutismo.

*

Sé que en mis visitas a la Rosada se esconde la nostalgia de un tiempo exterminado por la memoria de mi madre. Desde luego que, en determinadas circunstancias, sería preferible vivir sin la presencia de los recuerdos. Tal vez sea un delirio, pero en ocasiones preferiría que ese majadero que se apodera de ella me habitara a mí en estos momentos. Esto me ayudaría a no pensar demasiado en todos los problemas que me han arrebatado la sonrisa, sobre todo en la muerte del niño. Por lo pronto mis visitas a la Rosada son cada vez más frecuentes y esto me permite atestiguar, casi a diario, la erosión que degenera progresivamente la memoria mi madre. Aún no me atrevo a asegurarlo, pero me parece que en ocasiones ella inventa sus recuerdos.

Hasta donde yo sé mi abuelo era un hombre corriente, dueño de un ejemplar sentido de la responsabilidad y admirable padre de tres hijas. Esta tarde mi madre estaba más habladora que de costumbre y se ha apropiado de la conversación, si es que lo nuestro puede llamarse conversación y no un intercambio de frases inextricables, y me ha relatado una historia - con toda certeza inventada- en la que le ha atribuido un desliz sentimental al abuelo.

- Yo misma fui de la mano de mi madre hasta la pensión donde se veía con aquella fulana - ha dicho. - Era una tarde plomiza. Recuerdo que el aire estaba suspendido sobre las aceras y hacía mucho calor. Cuando llamamos a la puerta él nos abrió. Primero me miró a mí y luego a mi madre. Fue la primera vez que vi el pánico en el rostro de un hombre, luego rectificó su expresión y nos ofreció una mirada cansada, desvalida, parecida a la de usted -.

Tras sus palabras he querido extender un velo de silencio entre nosotros, pero la confesión ha surgido de repente, escapándose de mí.

- He perdido a uno de mis hijos hace siete días, mamá -, le he dicho al fin, y se lo he dicho así, como ella acostumbra a decir las cosas, a bocajarro y sin sentido, tal vez estimulado por la naturaleza de su apreciación, tal vez afectado por esa confesión tardía que, a fin de cuentas, me ha resultado tan falsa como la sonrisa postiza de la enfermera que me ha visto encender el quinto cigarrillo sin decirme nada.

En todo caso se lo he dicho y tras hacerlo me ha parecido al fin respirar, alcanzar la superficie del mar penoso en donde yo estaba sumergido. Lejos del fondo abismal el aire se mostraba puro, incontenible, tal vez la tensa calma que hasta este momento veía en todo se haya esfumado con mis palabras.

- ¿Puede dejarme sola? - ha propuesto finalmente mi madre - necesito pensar -.

*

Mientras conduzco con un rumor de agujas en la boca del estómago pienso que mañana, tal vez a estas horas, estaré bajando las escaleras del Hospital camino de mi casa. Esta idea no me alivia en absoluto, para que esto ocurra antes habré de estar un largo día allí, tal vez con su eterna noche, esperando sin demasiada fe las noticias de los médicos.

Serían las cinco. Laura y yo aún dormíamos y el teléfono ha sonado con esa estridencia sobresaltada con la que suenan todos los teléfonos de madrugada. La gobernanta de la Rosada estaba al otro lado de la línea y ha hablado calmadamente, con la voz muy apagada, tal vez porque aún fuera de noche y era consciente de que nos había despertado. Al parecer una de las enfermeras ha encontrado a mi madre desplomada en el suelo de su habitación.

Conduzco tras el rastro de la ambulancia. A estás horas somos los dueños de la calle y quebramos esa paz tensa y vertical que se retrata en los edificios de la periferia. Junto a la carretera que nos lleva al Hospital repunta ya el sol, regreso al lugar donde, antes de la muerte del niño, prácticamente he vivido los dos últimos meses. Habré de encontrarme de nuevo en sus pasillos junto a esos rostros tan parecidos a los de la Rosada, de nuevo el ambiente sórdido y el aroma a desinfectante, ese perfume del tránsito, impersonal e inabarcable, el inconfundible aroma de la muerte.

Cuando los enfermeros empujan la camilla hasta la sala de urgencias me arrastro hasta la sala de espera y caigo a plomo en una de sus sillas, la única que queda libre, entonces bajo la mirada, apago el móvil y hundo los codos sobre mis rodillas. De repente, como una visita inesperada, me visita la angustia, una angustia enrarecida, obstinadamente concéntrica en la boca del estómago, y luego me quedo quieto, rumiando la nada.

Transcurren dos horas, lentas y monótonas, hasta que finalmente un doctor me pide que lo acompañe hasta un despacho minúsculo, desprovisto de decoración y luz natural.

Es el fin, pienso ya dentro. El doctor toma asiento frente a mí y me lanza una mirada franca pero al mismo tiempo vacía. Tal vez sea la mirada de la costumbre, me digo, porque sé que ahora va a darme la noticia, lamentablemente todo esto forma parte de un protocolo que conozco de sobra, primero una frase que aborte cualquier esperanza, luego me pedirá que abandone el despacho y al cabo de cinco minutos, cuando haya encajado el mazazo en la soledad del pasillo, me invitará a entrar de nuevo y certificará la muerte de mi madre.

- Su madre está perfectamente - dice el doctor - al parecer anda a falta de sueño. La causa de su desfallecimiento es esta, por lo que no será necesario que ingrese. Si lo desea la trasladaremos de nuevo a su residencia o bien puede llevarla usted personalmente. Hasta aquí alcanza mi trabajo. Buenos días caballero -.

*

Apago la radio y alzo la vista. Más adelante se distingue un apretado mosaico de coches. Pronto detendremos la marcha, pronto estaremos en el corazón del atasco.

Cuando el flujo de vehículos se contiene enciendo el cuarto cigarrillo que me ha burlado el tiempo de estancia en el Hospital y entonces pienso en el inconsciente, ese majadero que también se apodera de nosotros cuando dejamos de ser como los otros quieren vernos, pienso también en la existencia de centros de exclusión como la Rosada, en jardines con olivos secos y ataúdes minúsculos, pienso en esas salas de hospital donde la muerte también se esconde tras los relojes, y en el falso adulterio atribuido a mi abuelo, y en Laura, pienso en todo esto pero sobre todo, una vez librado del disgusto que me ha dado mi madre, pienso en mi hijo. Su pérdida es siempre el último eslabón de la cadena de secuencias que, como la desencajada bobina de una película, se van apoderando a capricho de mi pensamiento.

Cuando reanudamos la marcha mi madre exhala un bostezo. Ella viaja a mi lado, ajena, en completo silencio, tal vez absorta también en la secuencia perdida de sus recuerdos. Posa su frente sobre el cristal, pero luego se revuelve en su asiento y me mira con los ojos del majadero que la habita.

- Sabe usted donde he dejado el libro que estaba leyendo? - pregunta, y lo hace como siempre, con su habitual alejamiento.
- No deberías de leer tanto - le recomiendo - por culpa de tus lecturas no duermes por las noches . Además -, añado - los libros nos enseñan vidas que jamás podremos vivir -.
Ella no contesta. Vuelve a posar su frente en el cristal y hunde su mirada en la carretera.

Cuando por fin quedamos libres del atasco el coche remonta la vereda que en pocos metros termina en la puerta de la Rosada. No digo nada hasta detener la marcha. Y entonces ella se apea, como de costumbre lenta y pesadamente, y antes de remontar el camino hasta la puerta me mira, con esos ojos que ya no son los suyos y me dice:

- Sólo he encontrado una verdad en la vida hijo, y esa verdad eras tú -.

1 comentario:

  1. Gracias Juan, sobre todo por tus palabras.
    Sigo insistiendo en aquello de que, de cuando en cuando, intentes dirigir tu capacidad narrativa en un relato.
    Tienes estilo, voz e historias que contar. Son ingredientes que escasean en la ingrata puja del negro soble blanco. Cocínanos, en fin, un buen pastel, y sacia nuestro goloso apetito.

    Javi.

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