lunes, 25 de abril de 2011

Corred, corred, malditos

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Podríamos decir que me levanté un tanto indeciso esa mañana del 17 de abril. ¿Qué desayuno? ¿Tostadas o galletas? ¿O quizás fruta? ¿Me llevo la mochila con bebida y barritas energéticas o me encomiendo a los puestos de avituallamiento? ¿Mallas o pantalón? ¿Llevo gorra o no hará falta...? Vamos, que la inexperiencia me agarró en forma de mar de dudas. Al final opté por lo más fácil: vaso de leche, pieza de fruta con dos galletas y no llevar nada de nada; por no llevar ni llevé protector solar, pero no adelantemos acontecimientos.
Finalmente salí de casa con el abono transporte, un billete de diez euros (por si las moscas), el mp3 y unas gafas de sol, ¿para qué más? Como decía el refrán: menos es más.
Así las cosas, a las siete y cuarto me encaminé hacia el metro y para dar continuidad a la mañana de indecisiones que llevaba, dediqué unos momentos a dictaminar si sería mejor ir en metro o en la Renfe. Volví de nuevo a mi socorrido menos es más, lo que significaba que opté por hacer menos trasbordos e ir en metro. Una vez en el vagón, estudié con detenimiento el mejor itinerario; era fácil: iría hasta Puerta del Sur, allí cogería la línea 10 hasta Alonso Martínez y desde allí tenía dos opciones: bajar andando hasta Colón (unos diez minutos), lo que me permitiría ir calentando un poco, o coger la línea 4 -tan solo era una estación-. El viaje discurrió sin más novedad que la anécdota que os refiero a continuación y que demuestra, para mi consuelo, que la estupidez es como la risa, enormemente contagiosa.
Digo esto porque a lo largo del itinerario se incorporó al vagón otro corredor -con el que intercambié algunas palabras- y algunas estaciones más tarde, se incorporó otro más, al que le acompañaba su acaramelada novia. Nada más entrar la novia hundió la cara bajo su cuello y pareció quedarse dormida al instante, criaturita. En la estación Lago las cosas se animaron y el vagón pasó de ir casi vacío a llenarse hasta los topes de adolescentes ebrios producto del famoso botellón. Así, en un momento, el tren quedó lleno de corredores, los que íbamos a correr y los que venían de correr-se una buena juerga. Uno de ellos, el que parecía el menos espabilado de todos ellos, vino a sentarse a mi lado y tras deambular su mirada de un sitio a otro, giró la cabeza y se quedó mirando embobado mi dorsal. Al cabo de un par de minutos, levantó la mirada y me habló.
-¿Qué tal la marafón...? ¿En qué fuesto haz quedado?
-Verás, la marafón todavía no ha empezado, son las ocho de la mañana y hasta las nueve no dará comienzo.
Os prometo que pude oír con total claridad el crujido de sus neuronas esforzándose en entender y digerir lo que le había dicho.
-Ah... Pues zuerte folega.
-Gracias, folega -le respondí con mi mejor sonrisa.
No sé si fue fruto de aquella conversación, o si el griterío y el olor a alcohol rancio que se había apoderado del vagón me afectaron, la cuestión es que en Noviciado, el corredor al que acompañaba la novia-koala dormida se bajó. Durante unos instantes se apoderó de mí el pánico, a ver si lo había mirado mal... me levanté como pude y me dirigí disparado hacia la puerta al tiempo que sonaban los pitidos de cierre de puertas. El tercer corredor, con el que había intercambiado algunas palabras, también fue rápido porque acertó a salir al tiempo que se cerraban las puertas, de tal manera que allí estábamos los dos sin tener muy claro por qué nos habíamos bajado. Dentro de lo malo al menos me había librado de la mirada perdida del embobado y había descubierto que no estaba solo en el mundo, al menos había otro tan subnormal como yo... es lo que dicen, mal de muchos consuelo de tontos.
La verdad es que seguía sin entender por qué narices me había bajado en esa estación, pero como no quería parecer un imbécil (una cosa es serlo y otra bien distinta, aparentarlo), opté por no esperar al siguiente metro e ir caminando desde allí. Eché un vistazo hacia atrás y vi que el corredor que había bajado el último venía tras de mi (imagino que él tampoco debía querer parecer imbécil), genial.
Empecé a callejear intentando acortar el camino hasta Colón, pero dado el desconocimiento profundo de las calles de Madrid que poseo, creo que más bien conseguí el efecto contrario; es decir, dar más vueltas que un tonto. Como quiera que el que me seguía debía creer que sabía lo que me hacía, decidí esperarlo e ir en compañía y así, juntos, en unos veinte minutos nos plantamos en Colón.
Una vez allí intentamos averiguar si en algún lugar habían instalado baños portátiles; no fue difícil encontrarlos, estaban al final de una monumental cola. Como aún había tiempo y no teníamos muchas ganas de saturar aún más el nutrido ejército de "regadores de árboles", decidimos ponernos a la cola. Resulta desesperante lo despacio que se avanza en esos menesteres, casi media hora nos costó llegar a nuestro destino y eso porque tuvimos suerte, por una vez en la vida, la cola en la que estaba parecía avanzar más rápido que las demás. Para no herir mentes sensibles no daré detalle alguno de lo asquerosito que puede llegar a ser utilizar un baño de esos... Y eso siendo chico, no quiero ni imaginar lo que deberían sentir las pobres chicas obligadas a utilizar aquellas cosas.
Aproveché los escasos minutos que me sobraron antes de que la carrera comenzase para estirar un poco y ajustarme bien el reloj y, preparar el cronómetro y el GPS. Instantes después se dio el pistoletazo de salida y empezamos por fin a movernos. Los primeros quinientos metros siempre discurren a trompicones, pero una vez nos fuimos estirando un poco, pudo correrse de forma más ordenada. El día era magnífico, la temperatura perfecta, las sensaciones inmejorables y la Castellana invitaba a dejarse llevar, empapados en ese ambiente festivo que tiene todo gran acontecimiento. Avanzamos todos juntos, los del maratón y los 10K, hasta el kilómetro 5, momento en el que los caminos se separaban entre vítores y aplausos mutuos.
Tal como habían aconsejado, no perdoné ni un solo punto de avituallamiento (dispuestos cada 5 kilómetros), lo que me sirvió para estar bien hidratado y de paso terminar bebiendo más agua de la necesaria, de manera que acabé convirtiéndome en un botijo-man.
Era una gozada compartir asfalto con tan nutrida variedad de corredores: gente con carritos de bebé, bomberos de todos los puntos de la geografía, cientos de guiris uniformados, abuelitos batallitas, tiernos adolescentes con granos, atletas convencidos, gorditos ilusionados... la verdad es que parecía la ONU, había de todo... pero de entre todos ellos destacaba la brigada paracaidista. Era genial observarles, marchaban a buen ritmo en formación de línea, y por no faltarles no les faltaba de nada, hasta banderín llevaban. Los comentarios que iban haciendo os lo podéis imaginar: vamos, que esto está chupado; vaya culo que tiene la rubia aquella; vamos a acelerar un poquito, somos la hostia, etc. Resultaba enternecedor el entusiasmo testosterónico que iban derrochando, lástima que la carrera hiciese estragos y que apenas un par de ellos consiguiesen finalmente llegar a meta. De cualquier manera, mientras aguantaron, adornaron y entretuvieron la carrera.
Hasta el kilómetro 21 la cosa fue bien; la media maratón la completé en unas modestas 2:02 horas, que no estaba muy mal habida cuenta de la cantidad de agua que había ingerido, el calor que hacía ya a esa temprana hora y la desmedida cantidad de cuestas que tiene Madrid. Es curioso, toda la vida en Madrid y jamás me había percatado de ello, apenas hay partes llanas en Madrid, todo son subidas rompepiernas y bajadas quiebratobillos...
Y así, a lo tonto a lo tonto, llegamos al fin a la Casa de Campo, lugar que siempre recordaré como la maldita Casa de Campo. Se me hizo eterno, lo pasé fatal y por lo que pude ver a mi alrededor, la gente no andaba mucho mejor que yo en general; allí se perdieron muchos valientes. Quien más quien menos comentaba que a aquella zona le llamaban "el muro" y creedme, no puedo más que estar totalmente de acuerdo con semejante acepción. Menudo purgatorio, hubo momentos que pensé que aquello no iba a acabar nunca. Las lágrimas corrían por mi cara cuando al fin abandonamos la Casa de Campo; hubo gente que incluso se arrodilló y besó el suelo entre exclamaciones de júbilo y emoción. Aquellos momentos quedarán fijados en mi memoria para siempre como uno de los más conmovedores de mi vida.
Pero como no hay felicidad que dure cien años, pronto quiso Madrid ponernos de nuevo en nuestro sitio y nos obsequió con un par de subiditas de esas que cortan la respiración, en el supuesto caso de que a alguno nos quedase de eso. Ese fue con creces el peor momento, de hecho estuve a punto de tirar la toalla. El tobillo me molestaba bastante y el dolor en una de las rodillas empezaba a resultar bastante preocupante. Para colmo el calor a esa hora resultaba ya sofocante, menos mal que de cuando en cuando la organización de la carrera había dispuesto pasillos de agua, que a modo de duchas, proporcionaban un momento de alivio que nos hacía olvidar durante unos momentos las dificultades que estábamos atravesando. Y fue tras atravesar una de aquellas duchas que no pude más: o aminoraba el ritmo o perdía la rodilla... y dado el profundo amor y respeto que siento por mi rodilla (y en general por casi todas las partes de mi cuerpo), decidí dejar de correr y durante un par de kilómetros andar deprisa, aunque aquello significase alejarme del tiempo que me hubiese gustado hacer Unas cuatro horas más o menos).
Como siempre es importante quedarse con lo positivo, he de admitir que el dolor de la rodilla aflojó algo y que aún sin correr, conseguí adelantar a algunos corredores que sí corrían (lo que os dará una idea del estado en el que nos encontrábamos más de uno). La parte negativa es que el último bastión de la brigada paracaidista, un guiñapo sudoroso y tambaleante, se puso a mi vera, para terminar alejándose lentamente.
Mal que bien aguanté a ese ritmo rápido hasta que vi que quedaban cuatro kilómetros, momento en el que me impuse volver a correr de nuevo. Momento trágico. Hace falta una fuerza de voluntad de hierro para obligar a un cuerpo maltrecho a volver al sufrimiento de tener que correr de nuevo; nada me respondía de manera adecuada, parecía que me iba a descuajeringar; tuve que negociar conmigo mismo de manera constante durante aquellos terribles cuatro kilómetros y cuanto menos faltaba, más difícil se me hacía. Qué emoción cuando al fin entré en el Retiro y divisé a lo lejos el arco de la llegada... creo que si me hubiesen quedado fuerzas habría llorado de la emoción. Así me fue, hice una entrada de lo más sosa, ni un levantamiento de brazos, ni una sonrisa, ni un gesto... De hecho, tardé un buen rato en asimilar que lo había conseguido y que además lo había hecho conservando todavía las dos piernas y un maltrecho tobillo. Eso sí, el tiempo penoso...


Aunque el tiempo no fuese para tirar cohetes, lo importante es que estaba allí, que había formado parte de aquello, que había alcanzado la meta que me había impuesto. Biennn...
Ahora, una semana después, con la rodilla aún maltrecha, ya tengo nuevas metas: intentarlo de nuevo el año que viene, a ver si bebiendo menos agua consigo hacerlo en las cuatro horas soñadas. Además, he descubierto la carrera de mis sueños: K42 Lagos de Covadonga. Un trial de 42 kilómetros que discurre en plena montaña, fuera de las carreteras, subiendo y bajando puertos, y lo mejor, cuando terminas toca celebrarlo: la espicha. Si alguno os animáis, allí nos veremos y si no, nos veremos aquí, en el blog, en dos semanas.

martes, 12 de abril de 2011

Entrenamiento de vida (Carpe Diem)

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Apagué el despertador de mala gana y miré por la ventana a través de los visillos, al menos me quedaba el consuelo de que no llovía. Me enfundé la malla, me puse las zapatillas y me dirigí a oscuras hacia la cocina, no quería despertar a nadie. Tras tomar un vaso de agua y un zumo de naranja, cogí el mp3 y cerré con cuidado la puerta tras de mí. Un día de estos iba a tener que plantearme seriamente engrasar las bisagras porque cada vez que se abría o cerraba la puerta sonaba como si estuviesen matando un gorrino.
Apenas pisé la calle me di cuenta de que no me apetecía correr lo más mínimo, con lo bien que se estaba en la cama, ¿quién me mandará a mi meterme en estos berenjenales...? En fin, era la última carrera previa a la maratón y había que hacer un esfuerzo, pese a que mi demonio de la guarda siguiese comiéndome la oreja durante un rato con la cantinela de siempre, la del "total, ¿para qué? Para llegar el último". He de reconocer que algo de razón debía tener, porque por más que entrenaba y me esforzaba, no conseguía pasar de los treinta kilómetros.
Di un par de saltitos para animarme y empecé a estirar de manera mecánica. Tras finalizar la tabla de estiramientos, me enchufé al mp3, puse en marcha el cronómetro y me lancé a correr al tiempo que gritaba un "Jerónimo"; más por ver si conseguía acallar al pesadito del demoñito, que seguía dándome la chapa incesantemente, que por infundirme realmente ánimo.
La primera media hora discurrió bastante bien, pero a partir de ese momento empecé a notar las piernas bastante pesadas. Quizás me estaba excediendo con el entrenamiento; había leído hace unos días que sobreentrenar era uno de los errores más corrientes entre la gente que preparaba su primer maratón. La verdad es que no pensé que ese fuese el caso, me había informado sobre estas cuestiones en internet y había sido muy concienzudo preparando un buen plan de entrenamiento; de haber sido tan concienzudo con todo como con esto, ahora mismo las cosas me irían francamente mejor. Aunque no me quejaba, en este último año las cosas parecían haber mejorado considerablemente; de hecho, tanto Marta como yo habíamos logrado llegar a un equilibrio que habían acabado con las agrias discusiones que mantuvimos en el pasado. Y con lo del regalo aún mejorarán más, me dije. Esperaba que le hiciese ilusión la sorpresa que le tenía preparado por nuestro aniversario. Quince años ya, ¿quién lo iba a decir? Por tópico que sonase, sentía como si la hubiese conocido ayer mismo... Aún recuerdo perfectamente lo que llevaba puesto el día que nos conocimos: unos vaqueros gastados, unas playeras blancas de tenis y una camiseta de Popeye roja. Ahora que lo pensaba, hacía años que no había vuelto a ver aquella camiseta... ¡qué lástima! me encantaba.
Miré el reloj y parecía que las cosas iban por buen camino, aunque seguía notándome pesado, estaba aguantando bien el ritmo. Ahora, tras pasar el cruce venía la parte más complicada, un kilómetro y medio de pendiente pronunciada, un par de vueltas al lago y emprendería el camino de vuelta, a ver si hoy también consigo hacer un buen tiempo, aunque tal como apuntan las cosas dudo mucho que consiga bajar de las dos horas.
No me gustaba demasiado ese cruce, ya en un par de ocasiones me llevé un par de sustos; imagino que en ocasiones molesta tener que parar en un paso de peatones, pero de ahí a no parar como hacían algunos...
Tras atravesar el cruce empecé a encarar la pendiente y curiosamente me sentí mejor con el esfuerzo de la subida, de hecho hasta el tobillo parecía molestarme algo menos. Pese a que llevaba más de un mes demorándolo, al final no me iba a quedar más remedio que ir al médico a que me echase un vistazo al tobillo. Me había dado un tiempo de margen por ver si el dolor desaparecía en la misma manera que apareció, pero de momento aunque no se pudiese decir que las molestias hubiesen desaparecido, al menos tampoco habían ido a más, lo cual siempre es un consuelo para alguien tan perezoso para eso de los médicos como yo. De todas formas pediré cita, lo último que me apetecería es que al final derive en algo crónico. Con un poco de suerte quizás pudiese hacer coincidir la consulta con el día que Marta iría a su revisión ginecológica, así podríamos ir juntos.
Estoy deseando ver su cara cuando le dé el regalo. Había estado juntando dinero desde Reyes del año pasado: reyes, cumpleaños, santos, reyes... Así que con lo que he juntado y algo más que he conseguido ahorrar, la iba a llevar a Nueva York esta primavera. Un hotelito pequeño, de esos con encanto, ubicado en la Séptima, muy cerca de Central Park. Seis días que esperaba fuesen inolvidables y que nos sirviesen para recuperar aquella ilusión y aquella magia que teníamos en los primeros tiempos... Por desgracia la rutina y el día a día son como un tsunami, lo arrasan todo.
Lo cierto es que cada día que pasa estoy más nervioso, la fecha ya está cerca y si yo ando así, no quiero ni imaginar cómo se pondrá ella. De siempre viajar a Nueva York ha sido su pequeño sueño no realizado, siempre surgía algún imprevisto o algún gasto extra que nos impedía plantearnos realmente el hacer el viaje. Y la guinda de la sorpresa no se la comentaré. Había contratado una limusina por dos horas y lo tenía todo planeado. El día de autos me las ingeniaré para no andar muy lejos del hotel cuando se acerque hora prevista, de manera que fingiré algún problema en el tobillo y con esa excusa propondré pasarme por el hotel un momento para coger la tobillera. Subiremos a la habitación, cogeré el anillo, me demoraré un poco para asegurarme que han pasado unos minutos de la hora concertada y bajaremos de nuevo. Como la limusina estará esperándonos en la puerta, me acercaré a ella y fingiré interés por verla. Seguramente Marta irá algo retrasada respecto a mí, lo que me permitirá abrir la puerta de la misma e introducirme rápidamente en su interior. Una vez dentro, me desplazaré hacia el lado contrario y colocaré el anillo sobre su asiento, junto a la entrada, de manera que cuando se asome al interior sea lo primero que vea. Va a ser genial. Todo sea que no quiera acercarse a ver la limusina, en fin, ya veremos, estoy tan ilusionado...
Es increíble lo ligero que me noto ahora y de hecho el tobillo ni lo siento, no me molesta lo más mínimo. Al completar la primera vuelta al lago, que coincide con la mitad exacta del recorrido, consulto el crono y no doy crédito a mis ojos: 59 minutos. Eso significa que debo marchar muy bien porque he recuperado tiempo; de hecho, es posible que al final baje de las dos horas, todo un record teniendo en cuenta lo flojo que había empezado. Al final va a ser cierto que me hacía falta eso de forzar un poco la máquina.
Por cierto, no tenía que olvidarme de llamar a Luis, mañana era su cumple y no quería olvidarlo como el año pasado. Es genial lo bien que suena esta canción de Supertramp, una maravilla. Debo estar haciéndome mayor, cuando uno empieza a pensar que solo era buena la música que se hacía antes, malo...
Ahora sí que sí, confirmado. Es la primera vez que no me molesta nada el tobillo desde que empecé y además me noto como nunca; no recuerdo haber ido a un ritmo tan alto en mi vida. Me noto ligero como una pluma y lo mejor de todo es que creo que aún podría forzarme un poco más. Todo es perfecto: el tobillo no me duele, me siento genial, la música suena como nuca... ¡Guau! El maratón es mío. Me siento feliz...
Atravesé el pequeño descampado en un pis-pas y al ir a girar observé que junto al cruce se arremolinaba un montón de gente. Un par de policías desviaban el tráfico al carril contrario mientras que tres médicos del Samur parecían estar intentando reanimar a alguien que permanecía tumbado inmóvil sobre el paso de cebra. La gran cantidad de gente que se apelotonaba alrededor me impedía ver con más detalle. Al acercarme pude observar como mientras dos médicos se afanaban intentando reanimar al accidentado, un tercero se levantaba y se dirigía hacia uno de los policías, al tiempo que le hacía un movimiento de negación con la cabeza. Al cruzar de un lado a otro de la carretera no pude sustraerme a la morbosa tentación de mirar con atención el cuerpo tendido a través de un pequeño claro que se había abierto entre el gentío. Me quedé sorprendido al verme allí tirado, inmóvil, desmadejado. Una manta de aluminio arrugada cubría una de mis piernas y uno de mis brazos, dejando al descubierto una mano muy blanca que contrastaba fuertemente con el cronómetro negro que había estrenado ese mismo día. Por extraño que parezca no sentí pena, me encontraba bien; en realidad todo aquello parecía no tener nada que ver conmigo. Y no..., no me sorprendió descubrir aquel gesto de infinita serenidad en aquel rostro, en mi rostro...