martes, 12 de abril de 2011

Entrenamiento de vida (Carpe Diem)

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Apagué el despertador de mala gana y miré por la ventana a través de los visillos, al menos me quedaba el consuelo de que no llovía. Me enfundé la malla, me puse las zapatillas y me dirigí a oscuras hacia la cocina, no quería despertar a nadie. Tras tomar un vaso de agua y un zumo de naranja, cogí el mp3 y cerré con cuidado la puerta tras de mí. Un día de estos iba a tener que plantearme seriamente engrasar las bisagras porque cada vez que se abría o cerraba la puerta sonaba como si estuviesen matando un gorrino.
Apenas pisé la calle me di cuenta de que no me apetecía correr lo más mínimo, con lo bien que se estaba en la cama, ¿quién me mandará a mi meterme en estos berenjenales...? En fin, era la última carrera previa a la maratón y había que hacer un esfuerzo, pese a que mi demonio de la guarda siguiese comiéndome la oreja durante un rato con la cantinela de siempre, la del "total, ¿para qué? Para llegar el último". He de reconocer que algo de razón debía tener, porque por más que entrenaba y me esforzaba, no conseguía pasar de los treinta kilómetros.
Di un par de saltitos para animarme y empecé a estirar de manera mecánica. Tras finalizar la tabla de estiramientos, me enchufé al mp3, puse en marcha el cronómetro y me lancé a correr al tiempo que gritaba un "Jerónimo"; más por ver si conseguía acallar al pesadito del demoñito, que seguía dándome la chapa incesantemente, que por infundirme realmente ánimo.
La primera media hora discurrió bastante bien, pero a partir de ese momento empecé a notar las piernas bastante pesadas. Quizás me estaba excediendo con el entrenamiento; había leído hace unos días que sobreentrenar era uno de los errores más corrientes entre la gente que preparaba su primer maratón. La verdad es que no pensé que ese fuese el caso, me había informado sobre estas cuestiones en internet y había sido muy concienzudo preparando un buen plan de entrenamiento; de haber sido tan concienzudo con todo como con esto, ahora mismo las cosas me irían francamente mejor. Aunque no me quejaba, en este último año las cosas parecían haber mejorado considerablemente; de hecho, tanto Marta como yo habíamos logrado llegar a un equilibrio que habían acabado con las agrias discusiones que mantuvimos en el pasado. Y con lo del regalo aún mejorarán más, me dije. Esperaba que le hiciese ilusión la sorpresa que le tenía preparado por nuestro aniversario. Quince años ya, ¿quién lo iba a decir? Por tópico que sonase, sentía como si la hubiese conocido ayer mismo... Aún recuerdo perfectamente lo que llevaba puesto el día que nos conocimos: unos vaqueros gastados, unas playeras blancas de tenis y una camiseta de Popeye roja. Ahora que lo pensaba, hacía años que no había vuelto a ver aquella camiseta... ¡qué lástima! me encantaba.
Miré el reloj y parecía que las cosas iban por buen camino, aunque seguía notándome pesado, estaba aguantando bien el ritmo. Ahora, tras pasar el cruce venía la parte más complicada, un kilómetro y medio de pendiente pronunciada, un par de vueltas al lago y emprendería el camino de vuelta, a ver si hoy también consigo hacer un buen tiempo, aunque tal como apuntan las cosas dudo mucho que consiga bajar de las dos horas.
No me gustaba demasiado ese cruce, ya en un par de ocasiones me llevé un par de sustos; imagino que en ocasiones molesta tener que parar en un paso de peatones, pero de ahí a no parar como hacían algunos...
Tras atravesar el cruce empecé a encarar la pendiente y curiosamente me sentí mejor con el esfuerzo de la subida, de hecho hasta el tobillo parecía molestarme algo menos. Pese a que llevaba más de un mes demorándolo, al final no me iba a quedar más remedio que ir al médico a que me echase un vistazo al tobillo. Me había dado un tiempo de margen por ver si el dolor desaparecía en la misma manera que apareció, pero de momento aunque no se pudiese decir que las molestias hubiesen desaparecido, al menos tampoco habían ido a más, lo cual siempre es un consuelo para alguien tan perezoso para eso de los médicos como yo. De todas formas pediré cita, lo último que me apetecería es que al final derive en algo crónico. Con un poco de suerte quizás pudiese hacer coincidir la consulta con el día que Marta iría a su revisión ginecológica, así podríamos ir juntos.
Estoy deseando ver su cara cuando le dé el regalo. Había estado juntando dinero desde Reyes del año pasado: reyes, cumpleaños, santos, reyes... Así que con lo que he juntado y algo más que he conseguido ahorrar, la iba a llevar a Nueva York esta primavera. Un hotelito pequeño, de esos con encanto, ubicado en la Séptima, muy cerca de Central Park. Seis días que esperaba fuesen inolvidables y que nos sirviesen para recuperar aquella ilusión y aquella magia que teníamos en los primeros tiempos... Por desgracia la rutina y el día a día son como un tsunami, lo arrasan todo.
Lo cierto es que cada día que pasa estoy más nervioso, la fecha ya está cerca y si yo ando así, no quiero ni imaginar cómo se pondrá ella. De siempre viajar a Nueva York ha sido su pequeño sueño no realizado, siempre surgía algún imprevisto o algún gasto extra que nos impedía plantearnos realmente el hacer el viaje. Y la guinda de la sorpresa no se la comentaré. Había contratado una limusina por dos horas y lo tenía todo planeado. El día de autos me las ingeniaré para no andar muy lejos del hotel cuando se acerque hora prevista, de manera que fingiré algún problema en el tobillo y con esa excusa propondré pasarme por el hotel un momento para coger la tobillera. Subiremos a la habitación, cogeré el anillo, me demoraré un poco para asegurarme que han pasado unos minutos de la hora concertada y bajaremos de nuevo. Como la limusina estará esperándonos en la puerta, me acercaré a ella y fingiré interés por verla. Seguramente Marta irá algo retrasada respecto a mí, lo que me permitirá abrir la puerta de la misma e introducirme rápidamente en su interior. Una vez dentro, me desplazaré hacia el lado contrario y colocaré el anillo sobre su asiento, junto a la entrada, de manera que cuando se asome al interior sea lo primero que vea. Va a ser genial. Todo sea que no quiera acercarse a ver la limusina, en fin, ya veremos, estoy tan ilusionado...
Es increíble lo ligero que me noto ahora y de hecho el tobillo ni lo siento, no me molesta lo más mínimo. Al completar la primera vuelta al lago, que coincide con la mitad exacta del recorrido, consulto el crono y no doy crédito a mis ojos: 59 minutos. Eso significa que debo marchar muy bien porque he recuperado tiempo; de hecho, es posible que al final baje de las dos horas, todo un record teniendo en cuenta lo flojo que había empezado. Al final va a ser cierto que me hacía falta eso de forzar un poco la máquina.
Por cierto, no tenía que olvidarme de llamar a Luis, mañana era su cumple y no quería olvidarlo como el año pasado. Es genial lo bien que suena esta canción de Supertramp, una maravilla. Debo estar haciéndome mayor, cuando uno empieza a pensar que solo era buena la música que se hacía antes, malo...
Ahora sí que sí, confirmado. Es la primera vez que no me molesta nada el tobillo desde que empecé y además me noto como nunca; no recuerdo haber ido a un ritmo tan alto en mi vida. Me noto ligero como una pluma y lo mejor de todo es que creo que aún podría forzarme un poco más. Todo es perfecto: el tobillo no me duele, me siento genial, la música suena como nuca... ¡Guau! El maratón es mío. Me siento feliz...
Atravesé el pequeño descampado en un pis-pas y al ir a girar observé que junto al cruce se arremolinaba un montón de gente. Un par de policías desviaban el tráfico al carril contrario mientras que tres médicos del Samur parecían estar intentando reanimar a alguien que permanecía tumbado inmóvil sobre el paso de cebra. La gran cantidad de gente que se apelotonaba alrededor me impedía ver con más detalle. Al acercarme pude observar como mientras dos médicos se afanaban intentando reanimar al accidentado, un tercero se levantaba y se dirigía hacia uno de los policías, al tiempo que le hacía un movimiento de negación con la cabeza. Al cruzar de un lado a otro de la carretera no pude sustraerme a la morbosa tentación de mirar con atención el cuerpo tendido a través de un pequeño claro que se había abierto entre el gentío. Me quedé sorprendido al verme allí tirado, inmóvil, desmadejado. Una manta de aluminio arrugada cubría una de mis piernas y uno de mis brazos, dejando al descubierto una mano muy blanca que contrastaba fuertemente con el cronómetro negro que había estrenado ese mismo día. Por extraño que parezca no sentí pena, me encontraba bien; en realidad todo aquello parecía no tener nada que ver conmigo. Y no..., no me sorprendió descubrir aquel gesto de infinita serenidad en aquel rostro, en mi rostro...

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