lunes, 29 de marzo de 2010

Los sufridos viajes


El que esté libre de no haber padecido algún viaje en su vida que tire la primera piedra… y es que en ocasiones, los viajes, lejos de ser el merecido descanso se convierten en un calvario de consecuencias imprevisibles.
Lo mejor que se puede decir de las vacaciones es que no se trabaja, lo que ya de por sí debería ser motivo más que suficiente para que cualquier ser humano medio normal fuese completa y plenamente feliz. Y aquí surge la pregunta sola, ¿siendo así, por qué narices nos empeñamos en dilapidar ese momento único haciendo lo menos conveniente, es decir, marchándonos de vacaciones? No tengo una respuesta clara a esta pregunta, pero intuyo que la cosa tiene que ver con nuestra genética: somos masoquistas.
Por contra, lo peor que se puede decir de las vacaciones es que siempre son cortas y que por más que lo intentemos, y vayamos donde vayamos, estará hasta los topes de gente. Y lo peor no es que esté todo “a reventar”, lo trágico es que dentro de ese género tan dispar que conforma la especie humana de vacaciones, abunda de manera muy especial un subgrupo cada vez más numeroso: los berzotas. No sé muy bien el porqué, pero lo cierto es que están proliferando de manera alarmante, debe ser cosa del calor, que les hace multiplicarse (otro desastre asociado al cambio climático).
¿Cuál es el fin de las vacaciones? Muy buena pregunta aunque con complicada respuesta. En teoría las vacaciones deberían constituir una extraordinaria oportunidad para estrechar lazos con los seres que amamos, es decir, nuestras parejas, hijos, amigos, etc. Y además nos debería permitir realizar actividades que nos resulten gratificantes y que por condicionantes de la vida diaria, no podemos llevar a cabo durante el resto del año. A manera de resumen podríamos afirmar que las vacaciones deberían servir para disfrutar, descansar, compartir momentos agradables con nuestros seres queridos y realizar actividades placenteras. Bien, este es el punto al que quería llegar. Os voy a rogar una mínima colaboración, por favor, contestadme todos aquellos a los que las vacaciones os sirvan realmente para lo expuesto anteriormente… ¿Alguno? ¿No os animáis? Lo que suponía, a nadie...
¿Para qué sirven las vacaciones entonces? Esta pregunta tiene una respuesta más sencilla que la anterior; las vacaciones sirven básicamente para lo mismo que la Navidad: hacernos malgastar el dinero que tanto nos ha costado ahorrar. Y no es solo que nos gastemos considerables cantidades de dinero, es que además lo gastamos en cosas absurdas en las que en otro momento del año no osaríamos gastarnos ni un céntimo.
“Después de cómo he currado, ¿cómo no me voy a dar el capricho de pillarme una buena intoxicación comiéndome una paellita de marisco en el chiringuito mugriento de al lado del puerto por ochenta euritos de nada?”. O la de “Estoy de vacaciones, ¿cómo no me voy a pedir un cubata de garrafón en ese local insalubre atestado de gente y humo por veinte eurillos?”. Al final, la frase que queda es la de “¿para qué me he matado a trabajar el resto del año?” Pues está claro, para que nos timen en verano…
Y luego otra cosa, ¿con cuánto tiempo se planean las vacaciones? Si parece que en lugar de estar reservando unas vacaciones estuviésemos reservando iglesia para casarnos. He visto realizar reservas con casi un año de antelación… “Es que haciéndolas ahora me dan un ramo de flores de bienvenida y además si reservo catorce días me regalan una noche…” ¡Ah, claro, entonces sí…! Con esos ventajones hay que hacer la reserva de inmediato, no se nos vaya a adelantar algún listillo, por cierto, otra especie que también prolifera a pasos agigantados. Y lo peor de todo es que tras hacer la reserva ardemos en deseos de encontrarnos con alguien para comentarle que somos auténticos maestros en esto de encontrar viajes baratos, a la mínima oportunidad le soltamos eso de “¡Menudo chollo que he pillado!” Lástima que la realidad nos demuestre al final las particularidades de nuestra ganga, descubriendo que lo que se describía como una habitación de ensueño (eso sí, debe ser de “ensueño de bebé”) parece una reproducción a escala de una habitación de hotel, no hay espacio físico para abrir la maleta (salvo que se abra encima de la cama) y al baño hay que entrar de lado y conteniendo la respiración. Como ha todo hay que buscarle el lado positivo, cabe reseñar que otra de las cosas positivas que tienen las vacaciones es la continua capacidad de sorprendernos, desde que salimos hasta que regresamos las vacaciones se convierten en un continuo pase de sorpresas. Otra de las sorpresas se da cuando comprobamos que donde ponía que el hotel estaba ubicado a unos metros de la playa se debía referir sin duda a estaciones de metro, eufemismo más comercial que evita indicar que el hotel se encuentra en decimotercera línea de playa. Y lo de las fabulosas vistas ya es para morirse, ¿fabulosas vistas? ¿A dónde? Si lo único que se ve desde la habitación es un trozo de la carretera general y un vertedero de escombros ilegal. Resulta también destacable lo de “piscinas con distintos ambientes”, curiosa manera de llamar a los dos pilones existentes en el hotel, uno pequeño atestado de guiris y otro diminuto, hecho a la misma escala que la habitación, atestado también, aunque no de guiris sino de niños, lo que convierte las dos piscinas en impracticables. Lo de “actuaciones diarias en el hotel” también tiene su miga, las última actuación que tuve la fortuna de disfrutar consistía en que llegaba el mismísimo Matusalén, se sentaba ante un sintetizador y “animaba” la velada con una extraordinaria selección de música “porompompera” que no gustaba ni al guiri de más abolengo de los allí presentes. Claro, que eso casi suele ser mejor que la actuación del día siguiente (por eso de seguir haciendo uso de nuestra capacidad de sorprender que ya he mencionado antes), con actuaciones tipo “el gran mago pierde-cartas”. Esta actuación es verídica, el gran mago consistía en un hombre extremadamente delgado, de esos que te tienen el alma en vilo porque parece que van a romperse en cualquier momento (yo estuve tentado de darle cinco euros para que se comprase un buen bocata de jamón), con una capa raída y unas gafas de culo de botella a lo Juan Tamariz. Las habilidades que le dotaban como el “fastuoso mago” que reflejaba el cartel, se debían por entero a su habilidad para hablar un idioma propio (nadie le entendía nada de lo que decía, fuese cual fuese su nacionalidad) y su extraordinaria capacidad para que se le cayesen las cartas de manera continua… pobre hombre, bastante tenía con lo que tenía. Otra cosa a destacar es lo de “hotel con grato ambiente familiar” que lo que en verdad viene a significar es que no esperes descansar ninguna noche, ya que entre los porompomperos, los niños gritando y aporreando cualquier cosa capaz de emitir sonido (yo he visto como golpeaban sus propias cabezas contra la pared cuando no han encontrado mejor cosa a mano), y nuestros amigos los mosquitos, capaces de convertirnos en un habón con patas, resulta complicado eso de “recargar pilas”. Otra cosa que me maravilla es lo de “habitación con todas las comodidades”, de verdad que es para tener un pequeño intercambio de palabras con el director del hotel o la persona que redactó el texto. Vamos, que el “no va más” de la comodidad debe ser un aire acondicionado que más que acondicionado debería llamarse “sonorizado”, porque frío no suele dar demasiado pero ruido… Luego está la cama, eso es lo mejor; las almohadas son o muy bajas o muy altas, de manera que se aseguran que consigamos un estupendo esguince cervical. Como preguntas asociadas a este hecho cabría formular, ¿los encargados de compras del hotel, son normales? ¿Tienen amigos…?
Y hablando de colchones, ¿qué me decís? Que los colchones los ha elegido el mismo que las almohadas es un hecho incontestable; desde el primer momento hará notar que no le caemos bien y nos lo recordará de manera continua, con sus adornos florales en relieve, con sus muelles que se clavan, con sus fundas de plástico arrugable… Y para rematar la faena, por si el colchón y las almohadas no fuesen suficiente, ahí está ese televisor de 14 pulgadas situado encima de una mesita a escaso medio metro del suelo, que para verlo es preciso colocar la cabeza en un ángulo de noventa grados respecto al cuerpo (no es broma, que lo he medido). En definitiva, que la conjunción almohada-colchón-diez minutos de tele, nos asegura una preciosa contractura cervical. Y he querido dejar para el final lo mejor: el bufé. En el hotel lo anuncian como “lujo para los sentidos”, y sí, debe serlo, al menos para uno de los sentidos, el del “asco” (a no ser que seamos guiris, lo que nos da inmunidad total al asco y a las intoxicaciones). Yo me he quedado horas mirando embobado las bandejas pensando qué demonios sería lo que había en ellas… y lo peor del caso es que en muchos casos no logré averiguarlo jamás. Ese gazpacho aguado, esa sandía pasada, ese pescado flotando en una salsa de color indeterminado, ese cerdo omnipresente en forma de filetes resecos con guisantes y zanahoria, y no nos olvidemos de esa paella de color raro con tropezones vete a saber de qué… menos mal que Dios aprieta pero no ahoga, al menos suele haber lechuga y tomate, y si estamos de suerte podemos encontrar incluso algo de pollo, lo que al menos sirve para no desfallecer de hambre hasta la próxima lujuria ¿comestible…?
Y todo eso sin salir del hotel, porque la verdadera aventura comienza cuando te aventuras a ir a la playa. Tras veinticinco minutos de ir sorteando guiris (hay que ver lo lento que caminan), evitando que nos den un sombrillazo (hay que ver lo patosos que son llevando sombrillas), con mil ojos para no pisar ninguno de los cien mil excrementos repartidos por la ciudad y, cruzar trece calles y una vía de tren, llegamos al sitio en el que se supone que estaría la playa, y digo supone porque de hecho la playa no se ve. Vemos un paseo marítimo, a continuación gente y al final de la gente, allá al fondo, el mar. La arena suponemos que está ahí, en algún lugar y con esa ilusión nos lanzamos a algo que es imposible: encontrar un sitio. La primera sorpresa (seguimos dando continuidad al tema de las sorpresas) es que sí, hay arena; eso sí a unos dos mil grados poco más o menos. Consejo: nunca, nunca, nunca, pises la arena sin chanclas.
Encontrar sitio es como aparcar, se trata de empezar a dar vueltas y vueltas hasta encontrar uno; de no encontrarlo siempre nos queda la opción de ponernos al final de la playa, junto al paseo marítimo, o al principio de la misma, sobre el mismo agua. Dada la escasa preferencia por poner la toalla encima del agua (aunque juro que he visto gente que lo ha llegado a hacer), lo más apropiado es ponernos al final de la playa, junto al murete del paseo. Desde allí y a poco hábiles que seamos, en diez minutos podemos ponernos en el agua, con la ventaja de que desde nuestra privilegiada posición podemos observar toda la fauna allí congregada. Podemos deleitarnos con la familia gritona que va a la playa equipada con todo el equipo de playa de la Srta. Pepis: nevera, sombrillas, sillas, mesas, radiocasete con Los Chunguitos, tortilla de patata, hijos gordos y gritones, y hasta platos de loza, con vasos de cristal y tenedores (un día de estos no me sorprendería ver a alguien que arrastra hasta allí un lavaplatos o un fregadero). También observamos la familia autista con hijo, que desde que llegan hasta que se van no intercambian ni una sola palabra, ni entre ellos ni con el niño, que vive prolongado a una consola. Están también los jovencillos, con sus Calvin Klein asomando por encima del bañador que está ahora tan de moda. También abundan los grupos de guiris rojo-langostino, tomando el sol sin protección alguna durante horas y horas (carne de cañón de la Cruz Roja), los matrimonios “cadacualalosuyo”, ellas a leer y ellos a observar, especialmente a las tetonas que les pillan más cerca, aunque he llegado a ver a algunos que no se cortan un pelo y se llevan hasta prismáticos a la playa, el no va más... Luego están los del “paseoalchiringutocadacincominutos”, ¡qué capacidad para beber cervezas cada cuarto de hora! ¡Hay que alimentar la barriga! También andan por ahí los "niños toquitoqui”, cuya principal virtud es tocar a todo el mundo los cataplines excepto a sus padres, a los que parece no importar nada salvo abstraerse de ellos, yo creo que intimamente fantasean con que con un poco de suerte se pierdan diez o doce días... De vez en cuando pasará alguna china amiga del jefe de compras del hotel, ofreciéndote sus servicios no cualificados para terminar de rematarte la espalda del todo, y ahí ya sí que estás vendido... También se dejará caer por allí de cuando en cuando algún señor de color vendiendo baratijas y jirafas de madera, otro con riñonera y gorra vendiendo refrescos y bocadillos, alguna pareja de policías con sus bermuditas del cole y lo mejor de todo, el chino vendedor de sushi... ¡Sí, sushi en la playa, el no va más! En fin, que aunque lejos del agua, al menos estaremos entretenidos.
Y poco más o menos así trascurrirán nuestras plácidas y merecidas vacaciones, tal como prometía la página Web, en un hotel lujoso rodeado de comodidades, a escasos metros de la playa, en un ambiente familiar y relajado, y en unas playas idílicas. ¡Qué lo disfrutéis! Yo casi que me quedo aquí…

Un abrazo muy fuerte y feliz Semana Santa (o Santa semana, como prefiráis).
Hasta la semana que viene.

lunes, 22 de marzo de 2010

Misterios domésticos


Son ya unos años los que llevo dedicando a descubrir y desentrañar los pequeños “expedientes X” que ocurren en un sitio tan aparentemente inocente y cercano como nuestro propio hogar. Aunque he logrado dar respuesta a algunos de esos misterios, otros cuantos aún continúan siendo un misterio, ¿os animáis?

El misterio de la lavadora come-calcetines
Imagino que mi caso no será un caso único y que lo que a mí me pasa es posible que le suceda a otras personas, lo sé, pero es que me estoy obsesionando con el tema: mi lavadora come calcetines. Desde hace algún tiempo venía observando que de cuando en cuando me desaparecía algún calcetín. Al principio opté por no darle demasiada importancia, guardé el calcetín desparejado en otro cajón he imaginé que ya aparecería más adelante. El caso es que no aparecían, más bien al contrario, pasado un tiempo desaparecía otro. Con el tiempo fui acumulando tal cantidad de calcetines que no me quedó otra opción que vaciar uno de los cajones y dedicarlo en exclusiva a acumular los calcetines huérfanos.
Como estaba empeñado en desentrañar el misterio fui volviéndome extremadamente meticuloso, llegando a llevar en una libreta un inventario de todos los calcetines que poseía. Fechas de compra, fechas de lavado, detergente usado, cantidades, horarios… todo, absolutamente todo quedaba registrado. Con el objeto de que no hubiese provocación alguna por parte de los calcetines hacia la lavadora (“me lo comí porque me estaba provocando”), empecé a usar una bolsa especial que utilizaba únicamente para ellos, cuya característica principal consistía en que se podía cerrar con cremallera, lo que imposibilitaba que la lavadora tuviese fácil acceso a los calcetines. Es cierto que de este modo logré disminuir el número de “desapariciones” pero también es cierto que no he logrado erradicarlas por completo y que de cuando en cuando, vuelvo a tener un calcetín más desparejado.

El misterio de la pelusa oculta
Otra de las cuestiones que me traen loco es el de la pelusa "oculta". Desde hace tiempo vengo dedicando un día a la semana a hacer lo que llamamos zafarrancho de limpieza, que implica, entre otras muchas actividades, un aspirado completo del piso. Lo aspiro todo, es tal el afán por acabar con las dichosas pelusas que un día, de hecho, casi succiono también a mi chica. La obsesión por las pelusas ha ido creciendo en mi de tal manera, que en la actualidad es coger el aspirador y sentir como se apodera de mi un sentimiento de odio que hace que me enajene en una espiral de violencia cuya única finalidad es el exterminio de cualquier vestigio de pelusa casera que se me ponga por delante. Estaba enfrascado en uno de esos arrebatos cuando por el rabillo del ojo, a mi izquierda, observé lo que me parecía una pelusa descomunal; no tardé ni un segundo en reaccionar, me giré como un poseso y con un movimiento rápido lancé el cepillo hacia la pelusa... oí un “ploff” sordo y a continuación un destemplado “¿pero qué haces?” Al principio me costó reaccionar, no os creáis, lo primero que me vino a la mente fue un “¡ostras, una pelusa que habla!”, pero unos segundos después, una vez pasada la sorpresa inicial, observé que era mi chica. ¿Cómo me iba a imaginar que iba a estar ahí agachada buscando un no sé qué que se le había caído? ¡Qué cerca estuve ese día de comerme el aspirador! Bien, no quiero perder el hilo de la historia, estábamos en que un día a la semana me entrego en cuerpo y alma al aspirado total de toda la casa. Levanto muebles, quito sillas, muevo mesas y sillones... sin cuartel. Una vez he terminado vuelvo a inspeccionarlo todo, que ya me conozco el percal y de cuando en cuando descubro algún pelusón agazapado tras una pata o replegado bajo el sillón. El caso es que no concluyo hasta haberlo inspeccionado todo por dos veces, momento en el que procedo al ritual del guardado del aspirador: enrollo bien el cable, guardo los distintos accesorios, limpio bien el cepillo y vacío el depósito en la basura. Bien, cuando ya lo tengo todo bien guardado, voy hacia el comedor y allí está, desafiante, altanera, una pelusa de unos veinte centímetros de diámetro situada justo en el centro del comedor. No se esconde, me mira de frente, orgullosa, henchida… y yo me pregunto, ¿de dónde narices sale? ¿Cómo es posible que siempre sepa dónde se encuentra el centro exacto del comedor? ¿Es delineante...? En fin, que esto me pasa cada semana, cada vez que guardo todo, allí está, la pelusa enorme, mirándome a los ojos, me tiene aburrido...

El misterio del huevo caducado
Otra cosa curiosa que me ocurre de cuando en cuando es el caso del huevo caducado. La verdad es que el consumo de huevos en casa es bastante escaso, lo que implica que los compre muy de cuando en cuando y únicamente cuando ya no queda ninguno. En la nevera tengo un espacio dedicado en exclusiva para ellos, de manera que cuando coloco los recién adquiridos es fácil darse cuenta que no hay ningún otro. Vistas así las cosas, ¿cómo es posible que siempre aparezca un huevo caducado del mes anterior? Incomprensible...

El misterio de las bolas nocturnas
A lo largo de mi vida he tenido la suerte o desgracia de vivir en diferentes pisos situados en distintos lugares de Madrid, lo que hace muy complicado (que no imposible) que haya coincidido con los mismos vecinos en cada uno de ellos. El misterio en cuestión consiste en que muchas noches, a eso de las doce y pico, se oye el sonido de unas bolas caer y rodar posteriormente por el suelo. Por el sonido se adivina que las bolas son grandes, contundentes, y por el tiempo que están rodando da la sensación que todos los pisos que siempre han estado inmediatamente encima de mi casa, tenían cuanto menos cuarenta o cincuenta metros cuadrados más que el mío, y que estos debían tener un pasillo gigante que yo nunca tuve. Y dado que esto me ha sucedido en todos y cada uno de los pisos que he habitado, me pregunto, ¿qué juego es ese? ¿En qué consiste? ¿Dónde lo venden? ¿Por qué a las doce y pico…? Lo pregunto porque a mi también me encantaría comprarme uno y jugar con él en las noches de insomnio.

El misterio de las telarañas persistentes
Otra cosa que me maravilla son las telas de araña domésticas. No digo que sea imposible, pero es complicado que en un núcleo urbano, en una casa en la que cuando se abre una ventana siempre tiene mosquitera y en la que jamás se ha visto insecto alguno salvo alguna la eventual mosca que burla el bloqueo o los dos bichos grandes que en ella habitan, haya arañas… También resulta curioso que las telarañas aparezcan siempre en los sitios más altos de la casa, allí donde confluyen pared y techo, es decir, allí por donde por no pasar no pasa ni el aire; y teniendo en cuenta que el fin que persigue la araña cuando teje la tela no es otro que el de capturar infortunados insectos que por despiste no la ven y van a caer en ella, parece un tanto absurdo esa obcecación por ponerlas en sitios por los que no solo no pululan insectos, sino que además se aprecia claramente que no están ubicados correctamente, porque hasta la fecha nunca jamás ha tropezado nada en ellas salvo mi plumero, claro está. Hasta aquí, más que un misterio, parecería la obra de la araña tonta y anoréxica (imagino que en el mundo arácnido sucederá como en el humano, que habrá tontos y listos); tonta porque viendo que no captura nunca nada, ¡mujer, al menos intenta poner la tela en otro sitio, que ya has visto que la cosa en ese no funciona…! Y anoréxica porque evidentemente con lo que captura muy gorda no puede estar. Como decía podemos pensar que el hecho no es un misterio en sí, sino la obra de la tonto-araña tozuda, pero si ese fuese el caso, ¿cómo es posible que jamás la hayamos visto por casa? ¿Dónde se esconde, porque en las zonas donde están situadas las telarañas mucho sitio para ocultarse no hay? Vistas así las cosas y apuntando que no hay araña, por favor, ¡que alguien me diga quién teje las telas! ¡Es que estoy harto de quitarlas…!

El misterio de las pesetas en los cajones
Que el dinero tiene patas es un dicho con el que todos estaremos de acuerdo, porque ¿a quién no le ha desaparecido alguna vez de casa alguna pequeña cantidad de dinero? Hasta ahí es algo normal, en mi caso siempre he vivido esas pequeñas sisas hogareñas como una travesura casera que celebraba con cierta gracia, prefiero tener una casa revoltosilla y juguetona, que no una triste y sosa. Hace ya diez añitos (¡cómo pasa el tiempo!), por eso del cambio al euro, que hice un registro concienzudo en toda la casa con el fin de reunir todas las monedas que tenía y poder cambiarlas por euros. Puedo presumir de que el registro fue minucioso y serio, no dejé cajón alguno por abrir ni chaqueta sin registrar, miré en el fondo de los armarios, tras los muebles, bajo los cuadrantes del sillón… vamos, que no dejé un rincón sin inspeccionar. Reuní todo lo hallado y lo cambié, hasta aquí todo bien. Lo curioso es que de cuando en cuando aparecen monedas en sitios de uso habitual, sitios que por otra parte ya fueron inspeccionados y purgados en múltiples ocasiones a lo largo de estos años. Un día una moneda de veinticinco pesetas, otro una de cincuenta céntimos..., de las que más tengo son pesetas de Franco; la última una de cien. ¿De dónde salen? ¿Quién las pone ahí? Mi pareja me jurado mil veces que ella no ha sido, así que ¿qué puedo pensar? No sé, como no sea la araña…

El misterio de la nevera zumbona y caprichosa
Me compré una nevera pa jartarme de sufrí... Soy el afortunado poseedor de la primera nevera jodona de la historia. En los diez años que llevamos juntos jamás se ha quejado y de hecho sigue enfriando casi como el primer día: por donde le apetece. Tiene una tecnología tan avanzada que es capaz de seleccionar qué cosa enfría y qué cosa no, a su bola, aplicando lo de “etasí, etanó”. A modo de ejemplo supongamos que ponemos dos latas de cerveza a enfriar, las colocamos juntas en el estante y nos olvidamos de ellas. Sigamos suponiendo que al día siguiente nos apetece tomarnos una y ¡milagro! Las dos siguen juntas, lo que demuestra que las latas no tienen patas. Bajo este supuesto y dada la proximidad existente entre una y otra, cabría suponer que ambas latas deberían estar a la misma temperatura, pues no, una de ellas está helada (de hecho en una ocasión se me quedó la mano pegada al metal y las pasé moradas para lograr sepárala sin perder ninguna falange) y la otra está como una sopa. Increíble pero verídico, cosas de ella…
Pero el enigma que me quita el sueño (y nunca mejor dicho) no es ese; el que realmente me preocupa es el que conocemos como los “zumbidos de la medianoche”. No importa cuando te acuestes, no importa que sean las dos de la madrugada o a las diez de la noche, en cuanto nota que cierras los ojos para dormirte, la nevera empieza a zumbar como una histérica. ¿Qué tiene? ¿Un sensor? Es que lo que sucede, por difícil que resulte creerlo, solo puede hacerlo con premeditación y alevosía; no sé el modo en el que lo hace pero es capaz de detectar cuándo la casa se queda en silencio y se apaga la última luz, y entonces ¡zas! ¡Allí empieza ella...! Con la desesperación que provoca la falta de sueño, la he golpeado, la he hablado tiernamente, la he dado la vuelta buscando sensores ocultos… nada, aparentemente es una nevera normal pero lo cierto es que está acabando con nosotros, ¡la odio...!

El misterio de los objetos suicidas
No sé en las vuestras pero en mi casa tengo una epidemia de objetos suicidas. Sí, estás sentado plácidamente en el ordenador o viendo la tele y ¡ploff! Lo oyes, en algún lugar de la casa algún objeto ha vuelto a suicidarse precipitándose al vacío. Es difícil explicar qué es lo que se siente en un momento así, te lanzas como un loco a inspeccionar las habitaciones, el corazón te late con fuerza y en la boca sientes el sabor amargo del miedo, "¿qué se habrá suicidado esta vez?" Abres la puerta y allí está, esparcido por el suelo, inmóvil, desbaratado, informe… lo recoges todo compungido y cabreado, mientras te preguntas "¿por qué…?"
Sí, vosotros reíros, pero el caso es que la pandemia me está suponiendo una auténtica sangría económica, ya no me atrevo a dar más partes al seguro, no se iban a creer tanta prodigalidad rompiendo y además me arriesgo a que me echen del mismo.

El misterio del “yonohesido” o de los desconchones en el suelo
El último misterio que recuerdo en este momento es el de los picotazos en el suelo. Os cuento. Mi casa tiene suelo de gres e imagino que de una calidad similar al resto de calidades de los pisos de protección oficial: nefasta (es lo que tienen los constructores españoles, que nunca escatiman lo bastante). Pero eso no debería ser razón suficiente para que los descascarillados aparezcan como setas. Lo curioso es que no hay ninguna baldosa que tenga dos picotazos, se los reparten equitativamente: cada una el suyo. Me consta que algunos de ellos han sido producidos por los propios objetos suicidas, pero como resulta lógico aventurar, esos picotazos se encuentran en una zona cercana al lugar que ocupó el objeto. Lo que no me explico muy bien es de dónde salieron todos los demás, los que están alejados y en el centro de las distintas habitaciones.
En alguna ocasión he preguntado a mi pareja sobre si a ella se le ha caído algo, ¿a quién no se le ha caído un “hace-picotazos” alguna vez? Pero siempre me he encontrado con la misma rápida y contundente respuesta: “yo no he sido”. Y la creo, de verdad, y por ello me pregunto, "¿de dónde narices saldrán tantos y tan bien repartidos picotazos?" En fin, otro misterio más para mi anecdotario particular…
Si a alguno os apetece, por favor, no lo dudéis, contadme también vuestros propios misterios.

Hasta la semana que viene.

lunes, 15 de marzo de 2010

La cocina y sus desastres


Ya desde pequeño para lo único que entraba en la cocina fuera del horario en el que se servían las comidas era para robar una galleta de cuando en cuando. De todas las estancias de la casa en las que podía estar, la cocina era la última que elegía y es que en general siempre me han parecido un lugar frío y desagradable. El motivo real de esa animadversión tan temprana nunca llegué a saberlo, es posible que se debiese a que habitualmente en las cocinas solía hacer frío o quizás a la luz que utilizaban, de fluorescentes, luz poco acogedora y desagradable donde las haya. De hecho, la idea que tengo del infierno es muy diferente de la que nos traslada la Biblia, ni fuego, ni pinchos ni nada de todo eso. Es mucho más sencillo, el infierno consiste en una sala enorme alicatada hasta el techo con azulejos amarillentos y pringosos. Las baldosas del suelo de color indeterminado están rotas y desgastadas por el uso. El techo está amarillento y desconchado, contiene un gran número de fluorescentes; muchos de ellos dejaron de funcionar hace mucho y otros tantos parpadean incansablemente, emitiendo un persistente y molesto zumbido que va minando a todos y cada uno de los penados que por allí deambulan, hasta convertirlos en guiñapos ensimismados... Con estos condicionantes y mi visión particular del infierno, resulta lógico pensar que el único motivo que tenía para entrar en una cocina era por supervivencia o por vicio.
De cualquier manera, esta aversión manifiesta no es una cuestión unilateral, puedo decir en mi descargo que por regla general las cocinas nunca me han tratado con consideración; no lo han hecho en el pasado, no lo hacen en el presente y sé a ciencia cierta que no lo harán en el futuro. Debido a ese maltrato continuo al que me he visto injustamente sometido, ha aflorado en mí una antipatía que es proporcional a las injusticias vividas. En definitiva, que yo no le gusto a las cocinas y las cocinas no me gustan a mí.
Recuerdo claramente la que fue mi primera mala experiencia en la cocina. Era bastante pequeño y estaba viendo el programa “Había una vez un circo”, aunque en casa todos lo conocíamos como los payasos de la tele, término que en aquella época no tenía las connotaciones negativas que arrastra ahora. El caso es que aprovechando que era Navidad, en una de las secciones del programa, Miliki explicaba cómo hacer turrón casero. Me entusiasmó tanto la idea que decidí hacerlo en la primera ocasión en la que me quedase solo y dar así una sorpresa a mis padres… ¡Y vaya si se la di! Anoté todo con sumo cuidado todo cuanto dijeron y lo llevé a la práctica escrupulosamente, no permitiéndome ni un pequeño atisbo creativo. Los ingredientes que utilicé no los recuerdo muy bien, pero creo que llevaba almendras, miel y azúcar, de esta última creo que aumenté la cantidad pero es que tenía interés en que la cosa quedase dulce. Como pensaba elaborar un turrón de una calidad magnífica, las herramientas a emplear debían estar a la altura, motivo por el que elegí lo mejor de lo mejor, la última adquisición de mi madre, una cacerola alemana de no sé cuánto porcentaje de acero que debió costar por un riñón. Y dicho y hecho, con confianza absoluta introduje los ingredientes en super-cacerola y lo puse al fuego; una vez trascurrido el tiempo requerido, lo retiré del fuego y trasladé la cacerola a mi habitación, así se enfriaría y estaría a salvo de miradas indiscretas. Fregué y sequé los cacharros concienzudamente, para acto seguido guardarlos en el lugar exacto en el que estaban, se trataba de no dejar ninguna prueba que pudiese incriminarme. Todo iba bien, nadie se dio cuenta de nada y mi madre no echó de menos la cacerola, la cosa no podía ir mejor, marchaba según lo había previsto. Lo que no estaba planeado fue lo que ocurrió al día siguiente; de hecho, de haber recordado con exactitud los pasos, ingredientes y tiempos empleados, habría podido dar otro de mis particulares vuelcos a la ciencia. El turrón y la cacerola se habían "hermanado", y lo habían hecho de manera tal, que resultaba imposible saber dónde terminaba el uno y dónde empezaba el otro. Era un momento histórico, no solo había descubierto un material más duro y resistente que el acero, sino que además lo había fabricado con un coste ínfimo (para su posterior desarrollo no haría falta utilizar cacerolas tan costosas como la que yo había utilizado). Lo intenté todo para salvar la cacerola y mi cuello (y no en ese mismo orden), utilizando todos los recursos de los que disponía: le añadí agua y volví a poner la aleación al fuego, nada; le eché todo lo que pillé por casa, alcohol, amoniaco, aguafuerte, lejía, colonia, salfumán… si hasta llegué a echarle el linimiento de Sloan, o como le llamábamos en casa, el ungüento del tío bigotes, que era una cosa misteriosa que estaba en un estante del baño y que nunca supe para qué servía, aunque eso sí, me encantaba como olía. Cuando agoté los productos químicos pasé sin dudar a los medios mecánicos, raspé con un cuchillo hasta que me cargué el cuchillo y casi consigo cortarme, luego lo intenté con el mango de una cuchara y finalmente fui a por todas, empleé una maza que tenía mi padre en la caja de herramientas. Nada, todo fue inútil, no conseguí hacerle ni el más mínimo rasguño. Desolado y humillado, opté por deshacerme de la cacerola, de la aleación impenetrable y del cuchillo roto, abandonándolos a su suerte en un contenedor de basura distinto del que utilizábamos normalmente (seguía sin querer dejar cabos sueltos...). Al final se supo todo el día que mi madre decidió hacer macarrones con tomate en su flamante cacerola nueva… Fueron momentos amargos en los que deseé que me engullese la Tierra y ya puestos a pedir, que le engullese a Miliki también, culpable absoluto de todo lo sucedido bajo mi manera de entender las cosas. No quiero entrar en detalles sobre lo que ocurrió después, pero a modo de apunte os puedo comentar que llegué a tener un conocimiento exacto de las dimensiones de mi cuarto y de la lentitud del discurrir del tiempo.
Dado el pésimo inicio que tuve, tardé varios años en volver a reunir el coraje suficiente para atreverme a cocinar algo. Pero, ¿qué os puedo decir? Llega un momento en la vida en el que hay que pasar página y seguir adelante, y así lo hice yo. Todo se debió a que varios compañeros del instituto decidimos ir a pasar un sábado al campo, motivo por el que cada uno de nosotros debíamos preparar algo y llevarlo. Estuve meditando durante varios días sobre el plato a cocinar hasta que finalmente decidí hacer una tortilla de patata, que daba la sensación de no ser muy complicada de hacer. Como quería superar aquél mal principio habido con el turrón y deseaba además que mi tortilla fuese espectacular, decidí asesorarme y preguntar a varias madres sobre la mejor manera de hacer la tortilla. En general las recetas fueron muy parecidas, pero de entre todas ellas me decidí por la que me dio la vecina del segundo, que como consejo extra me sugirió que le añadiese un poco de leche al huevo, de manera que la tortilla quedase mucho más jugosa y esponjosa. Dicho y hecho, corté y freí las patatas, batí bien los huevos, le añadí una cantidad generosa de leche (quería que quedase muy esponjosa) y un poco de pimienta negra, para darle ese toque canallita. Lo batí todo bien, lo volqué en un bol y le añadí las patatas que acababa de freír. Una vez que lo hube mezclado todo, lo devolví a la sartén y voilà, ya estaba casi hecha. ¡O no...! La verdad es que no empecé a preocuparme hasta que trascurridos ya diez minutos el huevo parecía no hacer intención alguna de cuajar. No entendía nada, una vez más había seguido escrupulosamente los pasos anotados y una vez más volvía a fracasar de nuevo; el dichoso huevo seguía sin cuajar. Insistí e insistí, hasta que trascurridos veinte minutos decidí tirar la toalla. Un buen cocinero, al igual que un buen cirujano, siempre sabe cuándo debe retirarse. Me queda el consuelo de no haberme dedicado a la medicina, porque de haber sido así, habría sido la bestia negra de los pacientes…
El final de la historia es que al día siguiente aparecí con una estupenda empanada de bonito que había comprado esa misma mañana, lo que me sirvió para granjearme unos cuantos comentarios que versaban principalmente sobre mi morro, mi falta de compromiso y la falta de imaginación inventando historias. De entre todas las lindezas que me procuraron hubo una frase que me llegó de una manera especial, me la dijo la pelota oficial de la clase, que en un momento determinado se me acercó y con su mejor voz de pito me dijo: “¡No lo entiendo, si una tortilla de patata la sabe hacer cualquier gañán…!" Me llamó gañán y se quedó tan ancha. En fin, como dato positivo de esta segunda experiencia querría destacar el hecho de que al menos en esta ocasión, no me había cargado ningún utensilio de cocina.
Tras este nuevo altercado me mantuve un par de años fuera de circulación, hasta que un día quise agradar a un par de amigas -ya sabéis que tiran más dos tetas que dos carretas, así que imaginaos el poder de cuatro, jajajaja-, y las invité a comer en casa. Para no tentar a la suerte no quise elaborar nada que requiriese el uso de cacerolas o sartenes, por lo que tras empaparme el libro de Simone Ortega, que en aquella época era la Biblia de la cocina, decidí hacer un pescado en papillote. La receta no podía ser más sencilla, consistía en coger papel de aluminio, extenderlo sobre la mesa y poner sobre él algunas verduras troceadas, un poco de aceite y un chorrito de limón. A continuación se ponía el pescado y encima de éste más verduras. Ya solo restaba doblar el papel de aluminio, “cerrarlo” como si fuese una empanadilla y hornear unos veinticinco minutos. Era imposible que saliese mal y de hecho por primera vez en mi vida, la cosa salió como debía salir, quedó francamente bueno. Lástima que al sacarlo del horno rozase las resistencias con las manos y me las quemase, hecho que deslució mucho el almuerzo, desmereció la sobremesa y complicó sobremanera cualquier "avance" sobre cualquiera de las dos amigas...
Tras aquel nuevo altercado no volví a emprender nuevos retos hasta el momento en el que me fui a vivir solo y aún entonces, cociné por imperiosa necesidad: tenía que comer. Como tenía la fortuna de poder comer a diario en casa de mis padres (que ni aún yéndome de casa consiguieron librarse de mí), las únicas comidas de las que tuve que preocuparme fueron las cenas. Quiso el destino en esta ocasión aliarse conmigo en forma de infortunio sentimental, lo que sirvió básicamente para dos cosas, hacerme perder el apetito -lo que era genial, porque permitía despreocuparme por completo de las cenas- y volcarme en el deporte - y es que por algún lado tenía que liberar tensión-. Fue una época medianamente feliz: no tuve altercados cocinísticos y me quedé hecho un figurín. Pero como no hay bien que dure cien años, fui poco a poco recuperando el apetito, lo que hizo que volviese a tener que enfrentarme con mi bestia negra: la dichosa cocina. Menos mal que Dios aprieta pero no ahoga, descubrí la panacea: la sandwichera. La humanidad siempre tendrá una deuda permanente con su inventor, ese anónimo bienhechor, Jean Luque Philips o como quiera que se llame… Así me convertí en un maestro en el noble arte del sándwich, utilizaba todo tipo de ingredientes: pavo, queso, jamón york, jamón serrano, paté, mermelada… todo quedaba bueno. Aquello era el paraíso; los sándwiches se preparaban en un santiamén, no se manchaba nada y permitía ser todo lo creativo que te apeteciese. Y no os quiero contar cuando además descubrí a nuestro amigo el huevo, aquello fue el éxtasis. ¡Veni, vidi, vici! Bastaba batir un huevo, empapar las caras internas del pan en él y ¡Voilà! ¡Vive la différence! Aquello era gloria bendita, estaba todo tan bueno... Y al final pasó lo que tenía que pasar, que me lo creí, me envalentoné y me crecí... Perdí el control y ya no podía parar, con la osadía que da la inconsciencia, decidí invitar a comer a mis padres y por supuesto, ahí no valían los sándwiches. Para no arriesgar decidí hacer pasta, que aunque esté mal decirlo puedo afirmar que quedó en su punto perfecto, al dente, una merluza con salsa que también quedó francamente buena (si algo funciona, ¿por qué cambiarlo?) y con el postre quise coronarme, decidí hacer un flan de huevo. En la elaboración del flan decidí saltarme la parte del azúcar quemado por razones que os resultarán obvias, no nadaba en la abundancia y además tenía cierto apego por mis cacerolas. La receta era sencilla, se bate bien el huevo, el azúcar y la leche, se vierte en una flanera, se tapa y se introduce ésta dentro de una olla para ponerla al baño María. No sé muy bien qué es lo que pude hacer mal pero lo cierto es que cuando fui a sacar el flan de la olla, comprobé con sorpresa que había más agua dentro de la flanera que en la propia olla. No me intimidé por ello, amparándome en lo de que sin sufrimiento no hay victoria y aprovechando que quedaban huevos suficientes (vaya, cómo no, los malpensados malinterpretando), decidí intentarlo por segunda vez. Esta vez lo que hice fue echar bastante menos agua en la olla y apretar la flanera a conciencia. Era posible que luego no pudiese abrirla pero ante lo acontecido con el flan anterior, quería estar seguro que no entrase nada de agua. Y lo conseguí, ¡no entró nada de agua! De hecho sucedió justo lo contrario, la tapa de la flanera reventó y fue el flan el que acudió al encuentro del agua. Así las cosas, sin huevos, sin flanera y sin moral, decidí bajar y comprar unos pasteles…
Uno de los vicios heredados de aquella época, además del amor a los sándwiches, fue la adicción a los “tapers”. Me encantaban, los usaba para absolutamente todo y nunca tenía tapers suficientes, llegué a juntarme en casa con más de cuarenta y siete… Me llevó muchos años superar aquella adicción y aún hoy, he de contenerme y hacer un esfuerzo notable cuando paso por delante de algún “chino”.
El último desaguisado culinario es de fecha mucho más reciente y casualmente ha sido también con un postre. No sé qué es lo que tengo con la cocina pero lo que sí sé es que es contagioso: ahora se lo he pegado a la Thermomix. Para los que no tengáis Thermomix puedo comentaros que es un robot de cocina con el que se puede hacer prácticamente cualquier cosa (ojo, que el salpicón de reloj no queda demasiado bien). La ventaja que tiene el citado robot es que su manejo es muy sencillo -imaginaos que hasta yo lo utilizo- y que existe un gran número de recetas circulando por Internet. La dinámica es muy sencilla, se consigue la receta, se siguen los pasos y el plato queda perfecto. No hay error posible… ¡Falso! Os cuento. Quise hacer arroz con leche, conseguí la receta (que de hecho viene en el libro que entregan junto con la Thermomix), utilicé los ingredientes indicados en las cantidades marcadas, puse los tiempos dados y utilicé las temperaturas especificadas. No cometí error alguno y sin embargo, una vez hecho, cuando fui a sacar el arroz con leche comprobé con desesperación que éste se resistía a salir. Era un bloque sólido y compacto de un engrudo pastoso de color ocre. Si pinchabas en él con la suficiente fuerza, podías levantar la Thermomix. Era increíble, se había solidarizado conmigo, éramos ya tal para cual, compañeros de infortunio, nuestras almas ya siempre caminarían juntas…
Y vosotros, ¿qué desastres habéis sufrido en la cocina?

Hasta la semana que viene.

lunes, 8 de marzo de 2010

Premio y castigo de ser mujer


Hoy es 8 de marzo, día de la mujer trabajadora y por ello querría felicitar a todas las mujeres, a las que trabajan fuera de casa y a las que trabajan dentro, labor mucho más dura, ingrata y poco reconocida. Y de manera especial querría felicitar a las pluriempleadas con jornadas eternas que no concluyen cuando llegan a casa… Hoy, 8 de marzo, día de la mujer trabajadora quiero hablar sobre el premio y castigo de ser mujer.
Lo de “premio” tiene que ver con la fortuna de ser mujer en sí, pensad que la alternativa contraria sería la de ser hombre… Creo que con eso queda dicho todo, porque vamos a ver, ¿quién en su sano juicio, si pudiese elegir, no querría ser más inteligente, sensato y conciliador? No sé vosotros, pero yo desde luego que querría.
Lo de “castigo” está relacionado con el alto precio que tienen que pagar y con el sufrimiento que para muchas mujeres significa el hecho de serlo. Por desgracia basta leer un periódico o ver un telediario para darse cuenta de la cantidad de abusos e injusticias que sufren, llegando incluso a costarles en ocasiones su propia vida. No, no es fácil tener que pelear el sitio a diario, no es fácil tener que ser el mejor cada día, no es fácil ser siempre el eslabón débil, no es fácil sentirse discriminado, no es fácil asumir como norma toda la responsabilidad, no es fácil no sentirse valorado, no es fácil sentirse maltratado, no es fácil estar ni quedarse solo, no es fácil estar perfecto cada día, no hay nada fácil… no es fácil ser mujer.
Cuenta la Biblia que Noé, en su interés por conservar la biodiversidad, introdujo un animalito de cada clase en el Arca y ese es el motivo por el que hoy en día tenemos de todo. Lo que trato de decir con esto es que para hablar de cuestiones que afectan a una diversidad, es necesario generalizar, sin que signifique que las cuestiones expresadas sean válidas en todos y cada uno de los casos. Y si buscar culpables es de lo que se trata, reafirmo lo dicho anteriormente, la culpa de todo la tiene Noé, ¡qué obsesión con meter un bichito de cada clase en el Arca! ¿Era realmente necesario meter a todos? Yo me pregunto: ¿no podía haberse olvidado al menos de las moscas? ¿Qué le hubiese costado? Imaginaos un mundo sin moscas, ¿no estaríamos mejor…? En fin, dejando las moscas aparte, lo que pretendía trasladaros con más o menos acierto coloquial es que de todo hay en la viña del señor: tontos, tontas, listos, listas, sensatos, insensatos… y que en ningún caso “sexo obliga”, pero es que casualmente casi siempre se da la misma casuística, ¡qué casualidad!…
Empecemos por el principio. Si nos atenemos a lo que nos cuenta la Biblia, observamos que Dios hizo primero al hombre y como vio que la cosa no le había quedado como para tirar cohetes, decidió echarle unas horitas más y arreglar aquel entuerto. Aquello culminó en la creación de la mujer, que viene a ser lo que debería haber salido de primeras de haber esmerado un poco pero que no quedó… De haber existido la informática por aquellos entonces, la mujer habría sido algo así como “hombre versión 2.0”.
He de reconocer que a lo largo de mi vida he tratado con todo tipo de especimenes y sí, es cierto, hay cada uno por ahí suelto… Yo mismo, en multitud de ocasiones habría deseado ser de otra especie, escarabajo pelotero por ejemplo… pero al final somos lo que somos y poco podemos hacer el respecto, el instinto es como la moda, marca tendencias, jajajajaja.
Ahora que ya llevamos unos cuantos blogs juntos y que hemos llegado a desarrollar cierta intimidad, os confesaré que en muchos momentos de mi vida me hubiese gustado convertirme en mujer, aunque eso sí, por un tiempo limitado. Y no, jajajajajaja, no es porque piense que la naturaleza se ha equivocado y sienta que mi cuerpo no corresponde con mi mente (aunque llegados a este punto quisiera dejar constancia que pese a sentirme plenamente identificado con mi cuerpo, sí que tengo ciertas dudas con la calidad de éste, creo que me habría ido mejor ser algo más guapo, alto, delgado y atlético de lo que en realidad soy), sino por dos cuestiones que siempre me han intrigado:
  • ¿Por qué las mujeres van en grupos al baño? ¿De qué hablan?
  • ¿Cómo debe ser eso de pensar con el órgano hecho a tal efecto: el cerebro?
En fin, dos incógnitas que creo que nunca lograré resolver, jajajajaja.
En ocasiones he indagado sobre la razón por la que tengo mayor facilidad para hacer amigas que amigos y para evitar malentendidos, especialmente con mi pareja, quiero recalcar que el vocablo “amigas” se refiere al concepto universal de amistad, o lo que es lo mismo, al afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato (gracias RAE). Parece que no, pero con esta aclaración me evito la incomodidad de tener que dormir en la terraza ahora que el tiempo no acompaña demasiado. Como os decía, aunque en ocasiones he recapacitado sobre esto nunca he llegado a saber a ciencia cierta el motivo, aunque tengo una de mis famosas teorías al respecto. Veréis, pienso que el nivel de elementalidad del hombre es cuantificable (en adelante lo definiremos como neandertalismo), cada uno tenemos el nuestro propio y aunque no seamos conscientes de ello, marca y condiciona nuestras relaciones en todos los ámbitos. De esta manera, cuanto más neandertales seamos más dificultad tendremos para relacionarnos con otros individuos que no tengan un grado de neandertalismo similar. Es lógico deducir que la mayor afinidad entre individuos se da en los casos en que éstos tienen un grado de neandertalidad similar, complicándose por el contrario aquellas relaciones en que los individuos poseen diferentes grados de neandertalismo. Cabe destacar que la tolerancia funciona de menor a mayor; es decir, los neandertales profundos muestran mayor tolerancia hacia los neandertales ligeros que estos últimos hacia los primeros. Aunque todos los neandertales tienen características comunes, al fin y al cabo son especimenes de sexo masculino, sí es cierto que los neandertales profundos desarrollan características propias que les diferencia de los ligeros. Por regla general los neandertales profundos son muy poco proclives a la consideración de la mujer, ya sea como igual o como desigual, y lo hacen con tanta convicción que en muchos casos terminan convenciendo de ello incluso a sus propias mujeres. Tampoco suelen ser muy dados al uso de la retórica, su mejor razón y argumento suele ser la fuerza; son más amigos de “yo soy más fuerte, luego mando” que de “pienso, luego existo”. En las ocasiones en las que se entra a diferenciar puntos de vista con ellos, es fácil que al quedarse sin argumentos apelen a razonamientos de carácter histórico o divino, con lo que suele quedar zanjada la diferenciación (a su favor, claro está).
Recuerdo una ocasión, hace ya algunos años, en la que asistí a una fiesta celebrada en un chalet de una zona que gozaba de cierta exclusividad. No sé muy bien el motivo por el que acudí allí pero imagino que acompañaba a alguien porque lo cierto es que mi hábitat natural estaba más alejado, hacia la periferia. Como salvo a la persona que acompañaba, no conocía a nadie más, me limité a coger una bebida y quedarme en un rincón apartado, observando los especimenes que por allí pululaban. La variedad no era demasiado grande, mucha niña mona seguidora a muerte de Mecano y mucho neandertal con el uniforme oficial de la fiesta: camisa de cuadros y jersey Lacoste sobre los hombros. En un momento dado, por motivos de proximidad más que otra cosa, terminé integrándome en un grupo de unas diez individuos, que lo que son las cosas, estaban hablando sobre coches. El grupo, a poco que se prestase atención a lo que decían, era de neandertales profundos en su máximo esplendor. Hablaban sobre lo estupendo que era el nuevo Volkswagen Golf que acaba de salir y sobre la cantidad de caballos que tenía. Yo permanecía callado y sonriente, ya que me encontraba un tanto incómodo por ser de los pocos que no llevaban un Lacoste sobre los hombros y porque además nunca he entendido absolutamente nada de coches. No me digáis en qué momento pasaron de hablar de cómo molaba el Golf a hablar sobre el sufragio universal, pero lo cierto es que uno de ellos afirmó “…para empezar el sufragio no debería ser universal. Las mujeres, ¿qué saben de política? ¿Con qué argumentos van a votar a uno u otro? Las mujeres sirven para lo que sirven, unas para ser madres y otras para satisfacernos, y por supuesto no hablamos de la misma, jajajajaja. Y luego están los obreros, ¿qué es eso de que puedan votar también? Para votar con criterio hay que tener una cultura mínima, ciertos estudios, ¿cómo van a votar con sentido si la mayoría apenas saben escribir…?” La verdad es que poco se puede añadir a semejante energúmeno, yo de hecho me fui con mi bebida y mi incultura a otra parte.
Aunque alguna vez he bromeado con ello, lo he hecho con plena convicción en lo que decía: "de haber nacido mujer habría sido lesbiana, seguro". Y no lo digo porque me gusten las mujeres más que a un tonto una tiza, sino porque viendo lo que se ve y conociendo a los hombres como los conozco, ¿qué interés podría tener en compartir mi vida con uno de ellos? Ser hombre me ha permitido conocer tan bien a los de mi calaña, que sinceramente, ¿hombres? ¿Para qué…?
Afortunadamente he tenido la suerte de nacer hombre y estoy convencido de que gracias a ese hecho fortuito, he tenido, tengo y tendré una vida más sencilla que la de mi congéneres femeninos. Está claro que jugando en el equipo de los hombres es todo bastante más fácil: las leyes divinas están a mi favor, no en mi contra; nunca nadie ha dudado de mi capacidad por razón de mi sexo; nunca me han acosado en el trabajo y en mis compañeros siempre he tenido un apoyo, no un perjuicio; siempre he podido vestirme como me ha parecido sin que un pervertido intentase sobrepasarse o un baboso llenarme de babas; nunca he tenido que soportar groserías y muchos menos reírlas; nunca me ha maltratado nadie, ni física ni psicológicamente, más bien al contrario, siempre me han hecho sentirme como una persona especial; he tenido la fortuna no haber sufrido tocamientos en el metro y por supuesto, nadie me ha violado; nunca me ha impuesto nadie su razón, ni a golpes ni con gritos; tampoco me han mutilado y ni que decir tiene que nadie me ha asesinado; nunca me han dicho qué puedo ser ni cómo tengo que vivir; nunca nadie me ha hecho sentir miedo y mucho menos desprecio, más bien al contrario, he tenido la fortuna de sentirme siempre querido y valorado; nunca he tenido que abandonar mi casa, dejarlo todo atrás y esconderme, con miedo perpetuo a ser encontrado, a que me hagan algo; nunca nadie me ha mirado mal, al menos por razón de mi sexo; tampoco nunca nadie me ha llamado puta, con o sin motivo… sí, mi vida es más fácil, más sencilla; la justicia, la sociedad, la fuerza y la religión están de mi parte, soy neandertal, aunque eso sí, la contraprestación es que nunca seré inteligente…
Pues sí, todas estas cosas me cabrean. Me cabrea saber que no todos somos hijos de un mismo Dios, me cabrea que me engañasen con el camelo de que todos éramos iguales, me cabrea pensar que jamás dispondremos de las mismas oportunidades, me cabrean los neandertales porque han hecho de este mundo un mundo oscuro e injusto, me cabrea nuestra complacencia y displicencia ante los malos tratos y los maltratadores, ante los opresores, ante los asesinos y ante todos esos hijos de puta que en el nombre de su religión machacan, torturan y exterminan lo más preciado que tenemos: las mujeres. Y seguimos sin darnos cuenta que ellas son nuestra única esperanza de convertir este mundo en un mundo mejor, más cálido, más plácido, más luminoso... ellas engendran la vida y nosotros, ¿qué engendramos nosotros...?
Hoy, he hecho un blog más serio que de costumbre pero creo que el tema lo precisaba. He pretendido, aunque torpemente, rendir un claro homenaje a las mujeres, a todas las mujeres, a nuestras esposas, madres, hijas, hermanas... solo quería deciros sois algo tan grande y especial que ni de lejos podremos llegar a imaginar todo cuanto lleváis dentro. Gracias por compartirlo, aún no siendo merecedores de ello. Gracias por estar ahí y enriquecer nuestras vidas, gracias por vuestro sacrificio y por el precio que pagáis a diario, gracias por hacer que este mundo, nuestro mundo, sea un lugar menos frío e inhóspito para todos.

Hasta la semana que viene.

lunes, 1 de marzo de 2010

Los campamentos de verano


Hoy me apetece hablar sobre los campamentos de verano y como no tengo una idea clara de cómo funcionan en la actualidad, me limitaré a comentaros cómo fue mi primer campamento, prometiéndoos que seré absolutamente fiel a la verdad.
En aquella época no se llamaban campamentos, se llamaban convivencias, aunque nunca entendí muy bien el motivo porque en el pequeño Guantánamo al que tuve la “suerte” de caer la palabra convivencia brillaba por su ausencia.
La oferta existente entonces era casi inexistente y la poca que había estaba canalizada a través de las asociaciones de padres de familia, los juniors, los scouts, y la propia Iglesia. Dado que nunca he sido demasiado religioso y que las asociaciones de padres como su propio nombre indica, estaban llenas de padres, solo me restaba la opción de los juniors o los scouts. Los boy scouts por distintos motivos tampoco me atraían demasiado, entre otras muchas cuestiones sólo podían inscribirse chicos (de ahí el nombre de boy scouts), tenían normas demasiado rígidas y mostraban ramalazos castrenses, en definitiva, que antes prefería meterme a cura. Los juniors por el contrario estaban constituidos por grupos mixtos, de hecho conocía dos chicas guapísimas que estaban apuntadas y en general, el clima en el que desenvolvían era mucho más relajado y divertido. Conclusión, sería junior o nada, de modo que así se lo expuse a mis padres, que tras escucharme con suma atención decidieron apuntarme a los boy scouts. ¿Qué se le va a hacer? A veces las cosas de padres funcionan así. La explicación que me dieron fue que la asociación de scouts pillaba mucho más cerca de casa. La lección que me quedó de todo esto es que una cosa son los deseos y otra la cruda realidad, en definitiva, mis sueños hechos trizas por unos metros más o menos…
Ya de entrada las cosas pintaban mal y es que además de la pesadilla de tener que ir a un campamento de verano con aquella gente tan divertida, había que asistir a una reunión semanal que tenía lugar cada sábado por la tarde. Yo no supe lo que era realmente aburrirse hasta que asistí a la primera reunión. ¡Madre mía! No hacían nada, o al menos yo no lo recuerdo, salvo hablar de la dichosa novela "El libro de la Selva", que era en lo que se basaba todo el tinglado. Teníamos por allí de todo, estaba el superjefe que se llamaba Shere Khan, los jefes de manada que se llamaban Baguera y Kaa, y ya tras ellos se encontraban los mandos intermedios, Baloo y Ramma. Justo por debajo de ellos estaba la manada en sí, es decir, los lobatos. Y el escalafón más bajo y tirado que existía era para nosotros, los nuevos, los lobeznos. En realidad lobeznos solo éramos tres, un chico gordo que olía mal y tartamudeaba al hablar, un pelirrojo con gafas que era el tonto oficial de los scouts y por supuesto yo mismo, el nuevo. A mi me reservaron el papel de pringadillo y lo cierto es que lo hicieron bien, porque a partir de ese momento estuve en absolutamente todos los marrones que sucedieron, puedo vanagloriarme de que jamás me perdí uno.
Las semanas pasaron sin pena ni gloria, intentaba sobreponerme y acudir a las muermo-reuniones de los sábados con mi mejor actitud, intentando sacar el máximo provecho a las mismas, pero lo cierto es que costaba, costaba mucho. Dado que en aquel estupendo sitio era impensable divertirse lo más mínimo (jamás oí allí una risa, excepto cuando ésta servía a fines nobles como reírse del prójimo), empecé a inventar mis propios juegos: contaba las veces que nombraban a algún personaje del libro, hacía muescas en la silla con mi navajita, trataba de memorizar las palabras con las que más se trababa el tartamudo y cuando me cansaba, me dedicaba a contar mis propios bostezos. De hecho, en una de aquellas tardes batí un record personal que aún hoy, muchos años después, aún no he podido superar y eso que he asistido a multitud de reuniones de trabajo, jajajajaja. El caso es que en una hora llegué a bostezar ciento treinta y siete veces, fue espantoso, no podía parar, pensé que se me iba a desencajar la mandíbula, lo que pensándolo bien hubiese estado bien, me habría permitido librarme de volver por allí en una temporada...
El resto del tiempo hasta el verano lo pasé rezando, lanzaba continuas plegarias al cielo para que ese año, como favor personal, se saltase la parte del verano; pero parece ser que no lo hice demasiado bien porque al final el verano se presentó puntual a su cita, enfrentándome una vez más con mi destino y demostrando el viejo axioma de que las cosas siempre pueden ir a peor. En fin, estábamos en que al fin llegó el momento temido: nos íbamos de convivencias. Vino a recogernos EL AUTOCAR, escrito así, en negrita y con mayúsculas. Al ver aquello uno tenía la certeza de que ESE debió ser sin duda el primer autocar que fabricaron en España. Era de la marca Pegaso y debía tener fácil como unos cien años de antigüedad. Recuerdo que nuestras caras reflejaban más miedo que curiosidad, subimos despacio y nos sentamos sobre algo que recordaba vagamente a un asiento, aunque estaba claro que no lo era. Entre los muelles que sobresalían, la espuma mugrienta que rebosaba por las roturas del escay y los apoyabrazos desvencijados, era casi preferible ir de pie, pero aunque fuimos varios los que los propusimos, finalmente no hubo lugar a negociación, tuvimos que sentarnos. Y para colmo nos sentaron por categorías, lo que significaba que a todos los lobeznos nos sentaron juntos para una vez más, aliarme con mi gafe: me tocó sentarme con el gordito tartamudo, lo que significó que durante todo el largo viaje hasta Pontevedra tuve que ir de lado sobre el medio asiento que no ocupaba el gordo, lo que sumado a la atención constante que había que prestar a lo que decía el gordo para poder enterarse de lo que decía y la increíble velocidad de 40 kilómetros por hora que alcanzaba el autocar, imaginaos la incomodidad del viaje…
Once horas más tarde, ya de noche, alcanzamos nuestro destino en el fin del mundo, llegamos a La Guardia. Decir que el sitio era inhóspito es una alabanza porque el sitio realmente era tétrico. Estábamos junto a un precipicio en lo que debía ser el patio colindante a un edificio abandonado, de hecho éste sólo conservaba las fachadas y un montón de cascotes. El lugar en el que montamos las tiendas correspondía con la zona de los cascotes, era irregular y tenía piedras para dar y tomar, y aunque nos esforzamos en quitarlas todas, nos debimos dejar unos dos millones de ellas, lo que complicó enormemente poder conciliar el sueño.
Aunque las tiendas no eran muy grandes nos la asignaron a los cinco lobeznos de la manada: un chico nervioso y muy callado que ingresó unos días atrás, el pelirrojo con gafas en representación del mundo tonto, el gordo tartamudo que era como la Santísima Trinidad, tenía la capacidad de estar en varios sitios a la vez, otro chico con gafas y el pelo rizado, que es todo lo que recuerdo de él y yo mismo, el pringadillo del grupo.
Como es lógico deducir, no cenamos, a esas horas ya no daba tiempo a preparar nada y como se suponía que con el bocadillo de pan duro que nos dieron a la una de la tarde nos habíamos quedado bien, pues eso, que nos mandaron a la tienda sin cenar. No sé si lo peor fue el hambre o las dichosas piedras que se clavaban con saña en la espalda. Tardé mucho en poder dormir y recuerdo que soñé que me convertía en un monstruo comepiedras y que me daba un festín con lo que había bajo la tienda.
Entre unas cosas y otras nos dormimos tarde y justo cuando estábamos en lo mejor del sueño (fue genial lo del comepiedras), aún no había amanecido, nos despertaron a toque de corneta. ¡Genial! ¡No eran ni las seis! Intentamos hacernos los remolones, igual no se daban cuenta, pero un minuto después vino Baguera a sacarnos de la tienda a empellones, nos conminó a ponernos ropa deportiva y estar listos en menos de un minuto, bajo amenaza de no desayunar, lo que hizo nos vistiésemos ipso facto, especialmente el gordo tartamudo. Es complicado lo de vestirse en una tienda saturada, pisando piedras, a oscuras y con el suelo ¿mojado? Sí, el suelo de la tienda estaba empapado, al igual que los sacos, pero de eso ya os hablaré más adelante.
Pese a estar muertos de hambre, somnolientos, doloridos, mojados y cansados, nos tocó hacer una tabla completa de gimnasia, lo que equivalía a media hora corriendo y otra media hora de ejercicios varios. Recuerdo que mientras corría tuve algunas alucinaciones, podía ver escapando entre las piedras montones de magdalenas y suizos. Cuando al fin terminamos y pese a que lo único en lo que pensábamos ya era en desayunar, nos hicieron ir a la tienda y extender los sacos sobre la misma a fin de que se ventilasen. En nuestro caso nos vino bien porque quizás así se secasen.
Y llegó la ansiada hora del desayuno... No me lo creía, iba a desayunar. Mi gozo en un pozo, me quedé atónito cuando contemplé que lo único que nos iban a dar era un tazón de Cola Cao y un pequeño trozo de pan duro con Nocilla para cada uno... ¡Qué mal momento! Tal era el hambre que tenía que engullí mi desayuno en apenas quince o veinte segundo y menos mal, porque el gordo tartamudo ya estaba mirando con deseo mi rebanada de pan. Aunque el desayuno fue totalmente insuficiente para calmar el apetito, en mi caso al menos sirvió para acabar con las alucinaciones y los zarpazos en el estómago.
Después de desayunar nos comunicaron las normas. Todos los días nos levantaríamos a las seis, haríamos una hora de gimnasia, a continuación desayunaríamos y limpiaríamos las tiendas (en nuestro caso particular también la secaríamos) para poco después, hacer una excursión hasta la playa. Pasaríamos allí la mañana, volveríamos a comer y tras limpiar los cachorros y asearnos, haríamos actividades de montaña. Al finalizar las actividades dispondríamos de un par de horas libres antes de la cena, para después ir pronto a dormir, ya que debíamos estar bien descansados para hacer lo mismo al día siguiente. Luego hablaron de las multas y resulta que excepto respirar, todo lo demás tenía multa: hablar por la noche, remolonear haciendo gimnasia, perder cualquier pertenencia, no limpiar bien la tienda, romper la formación, no estar correctamente uniformados, no acabarse la comida (como si eso fuese difícil...) y desobedecer a los jefes de manada. En definitiva, que aquello además de ser un infierno se convirtió en una sangría económica…
Nunca entendí cómo era posible que estando sobre un acantilado, hubiese que andar durante más de una hora para llegar a la playa. Y como éramos scouts no podíamos ir hasta la playa tranquilamente hablando de nuestras cosas (en mi caso escuchando lo que me contaba el gordo tartamudo), no, teníamos que ir en perfecta formación y cantando canciones absurdas hasta llegar a la playa. Íbamos en tres grupos, a cada jefe de manada le correspondía uno, luego iban los lobatos y en la cola de la manada íbamos los lobeznos, es decir, el gordo tartamudo trino y yo, y por supuesto doy por hecho que os imagináis a quién le tocaba llevar el bordón con la banderita, correcto, a mí. Así que entre el hambre, que no logré sacudirme en ningún momento, las Chirucas que me hacían ampollas, el bordón de las narices y el gordo trino que no paraba de protestar, aquellas caminatas se me antojaron interminables. Ahora que lo pienso, es posible que mi desinterés actual por la playa se incubase allí, en aquellas repelentes caminatas…
Y de esa guisa, una hora y pico después llegábamos al fin a la ¿playa? Aquello era un pequeño montículo de arena lleno de piedras y de unos bichitos repelentes que se contaban por millones y que no paraban de saltar ante cualquier movimiento que hiciésemos. Nos explicaron que eran pulgas marinas y que no hacían nada, salvo molestar y dar bastante asco, eso sí. Ante aquel panorama la inmensa mayoría optamos por no bañarnos, máxime cuando descubrimos que el agua debía estar a varios grados bajo cero. Así que lo único que hicimos durante aquellos eternos quince días, fue concursos de caza de pulgas. A nuestro favor cabe decir que pese a la matanza indiscriminada de pulgas que hicimos, la colonia de pulgas no se resintió lo más mínimo.
El momento de regresar para comer, por más que la marcha volviese a ser penosa, lo recuerdo como un momento feliz: abandonábamos aquel contenedor de bichos e íbamos a comer. ¡Infeliz de mí! ¡Menuda comida! Nos la comíamos porque estábamos famélicos y no quedaba más remedio, pero era un mejunje insalubre que consistía en una especie de verduras flotando en una especie de sopa incolora, con un montón de bichitos negros muy pequeños flotando también. En fin, era lo que había... Por cierto, aunque lo intenté, no conseguí averiguar el tipo de bicho que acompañaba siempre la comida pero dado que aún sigo por aquí deduzco que malo del todo no debía ser, es más, quizás fuera el acompañamiento de las verduras porque nunca faltó nuestra ración diaria.
Con las actividades de montaña hubo momentos en los que llegué a olvidar mi mísera condición e incluso llegué a pasarlo bien. Generalmente consistían en ejercicios de fuerza y/o de orientación, lo que significaba que terminábamos exhaustos, famélicos y perdidos por el monte, pobres alimañas de habernos encontrado a alguna, jajajajaja. En varias ocasiones los ejercicios se prolongaban hasta bastante tarde, lo que solía significar que esa noche se sustituiría la con bichos por un yogur, no era una buena noticia pero al menos nos librábamos de las diarias proteínas. Una de esas noches en las que se prolongaban las actividades hasta bastante tarde, debió ocurrir algo con el canijo nervioso que dormía en nuestra tienda y como castigo le dejarían en el monte solo y sin linterna. Como no debió parecerme muy justo que le castigasen a él, los jefes de manada decidieron fomentar la mencionada convivencia y decidieron que yo le acompañaría también. Lo cierto es que con aquel castigo aprendí dos cosas importantes, que nunca llegaría a jefe de manada y que en muchas ocasiones era mejor interiorizar nuestras opiniones. Dicho y hecho, nos despojaron de nuestras linternas y tras andar un buen rato nos abandonaron junto a lo que se intuía un árbol y se fueron. Era noche cerrada y no nos veíamos ni las manos, hacía frío, teníamos muchísima hambre y para colmo empezamos a oír aullidos de lobos. Esa fue la gota que colmó el vaso de la entereza del canijo nervioso, que se puso a llorar desconsoladamente. Intenté calmarle diciéndole que seguramente los que hacían de lobos eran los jefes de manada y que no se preocupase, pero cuando entre hipos me preguntó que cómo podía estar seguro empecé a venirme abajo yo también. Traté de convencerle de que se subiese al árbol pero por lo visto encontraba mucho más interesante quedarse allí acurrucado gimoteando y llorando, cosa que me tranquilizó bastante, si al final los lobos eran de verdad sería al llorón al que pillarían…
Para consuelo del nervioso al rato aparecieron los jefes aguantándose la risa, no era para menos, él acurrucado en la base del árbol llorando como una magdalena y yo encaramado a una rama como un mono. Aún no sabíamos que lo que habíamos pasado allí era un lujo comparado con lo que nos esperaba abajo: las burlas de los demás y un yogur.
Los días se sucedieron sin grandes cambios: hambre eterna, caminatas a la playa de las pulgas, comidas con guarnición de bichos, gimnasia al amanecer, picaduras de mosquitos, pérdida de enseres, robos de enseres, peleas con los que ladrones de enseres, retirada diaria de piedras del suelo de la tienda y cómo no, nuestro particular amanecer “húmedo”.
De una manera u otra, aquellas convivencias sirvieron para redescubrirme y sacar a la luz sentimientos y conocimientos que no sabía que poseía. El primero de ellos sirvió para mostrarme mi lado científico, experimentando en carne propia un fenómeno que de haberlo reflejado en un libro, habría dado un vuelco a la ciencia. La teoría que desarrollé concluía que las piedras eran seres vivos, es posible que debido a su inmovilidad pareciese que no lo eran, pero que no nos engañasen, eran seres vivos y animados, con voluntad y albedrío propios. Os explico, tal como os comenté tuvimos nuestros más y nuestros menos con las piedras que habitaban bajo el suelo de nuestra tienda, era tal la incomodidad que nos causaba que nos impedía conciliar el sueño hasta altas horas de la noche, cuando al fin, el cansancio, el sueño y el hambre podían más que las dichosas piedras. Por ese motivo, tras finalizar la sesión gimnástica de cada mañana, nos dedicábamos con fruición a hacer limpia, retirando ingentes cantidades de piedras, hasta que lo veíamos más o menos despejado. Visto así parece lógico pensar que cada vez habría de haber menos piedras. Pues no, totalmente falso, quitásemos las que quitásemos siempre teníamos piedras bajo nuestra tienda. Con este dato parece sensato deducir que las piedras se multiplicaban, o lo que es lo mismo, que las piedras eran seres vivos y que se reproducían como cualquier otra especie, quedando demostrado además que el calor corporal y la humedad resultaban excelentes para su reproducción…
El otro acontecimiento que quería mencionar era el que denominamos “el misterio de la tienda mojada”. Bueno, en realidad nunca fue un misterio, desde el principio supimos que no era agua con lo que nos despertábamos cada mañana y que tampoco era el rocío de la noche, que más hubiésemos querido. Era algo mucho más simple: alguien se meaba y además lo hacía en prodigiosa abundancia. Aunque lo intentamos era complicado averiguar quién era el culpable, pensad que todos amanecíamos de igual manera, con el pelo y los sacos empapados, lo que hacía casi imposible descubrir al meón. Recelábamos todos de todos, nos interrogábamos unos a otros en privado pero fue inútil, los cinco hacíamos exactamente lo mismo: negarlo con convicción. Sabíamos que alguno mentía, pero lo hacía bien y era difícil pillarle. Ya habíamos perdido la esperanza cuando casualidades de la vida, quiso el destino echarnos una mano. Resulta que el nervioso, alias el llorón (que fue el mote que se le quedó tras la aventura con los lobos, para acto seguido quedarse con el sambenito de el llorón meón), se puso malo, una indigestión o algo así (cosa que no me extraña nada porque con la cantidad de proteínas de bicho que comimos), de manera que dos días antes de irnos sus padres vinieron a recogerlo y se lo llevaron de vuelta a Madrid. El tío tuvo suerte y se libró de dos cosas: que lo linchásemos y del regreso en el autocar fantasma (nombre puesto en honor del famoso barco fantasma). La mañana siguiente a su partida fue el día más feliz de todos cuantos estuvimos allí, amanecimos secos y al día siguiente emprenderíamos la vuelta al paraíso, el regreso a nuestro hogar, dulce hogar. Aquello nos corroboró que el ser humano es una especie superviviente y que ¡Dios aprieta, pero no ahoga...!
Ni que decir tiene que me borré de los scouts nada más llegar a Madrid y que nunca más volvía a ningún campamento, convivencia o como quiera llamársele.

Un abrazo a todos y hasta la semana que viene.