lunes, 1 de marzo de 2010

Los campamentos de verano


Hoy me apetece hablar sobre los campamentos de verano y como no tengo una idea clara de cómo funcionan en la actualidad, me limitaré a comentaros cómo fue mi primer campamento, prometiéndoos que seré absolutamente fiel a la verdad.
En aquella época no se llamaban campamentos, se llamaban convivencias, aunque nunca entendí muy bien el motivo porque en el pequeño Guantánamo al que tuve la “suerte” de caer la palabra convivencia brillaba por su ausencia.
La oferta existente entonces era casi inexistente y la poca que había estaba canalizada a través de las asociaciones de padres de familia, los juniors, los scouts, y la propia Iglesia. Dado que nunca he sido demasiado religioso y que las asociaciones de padres como su propio nombre indica, estaban llenas de padres, solo me restaba la opción de los juniors o los scouts. Los boy scouts por distintos motivos tampoco me atraían demasiado, entre otras muchas cuestiones sólo podían inscribirse chicos (de ahí el nombre de boy scouts), tenían normas demasiado rígidas y mostraban ramalazos castrenses, en definitiva, que antes prefería meterme a cura. Los juniors por el contrario estaban constituidos por grupos mixtos, de hecho conocía dos chicas guapísimas que estaban apuntadas y en general, el clima en el que desenvolvían era mucho más relajado y divertido. Conclusión, sería junior o nada, de modo que así se lo expuse a mis padres, que tras escucharme con suma atención decidieron apuntarme a los boy scouts. ¿Qué se le va a hacer? A veces las cosas de padres funcionan así. La explicación que me dieron fue que la asociación de scouts pillaba mucho más cerca de casa. La lección que me quedó de todo esto es que una cosa son los deseos y otra la cruda realidad, en definitiva, mis sueños hechos trizas por unos metros más o menos…
Ya de entrada las cosas pintaban mal y es que además de la pesadilla de tener que ir a un campamento de verano con aquella gente tan divertida, había que asistir a una reunión semanal que tenía lugar cada sábado por la tarde. Yo no supe lo que era realmente aburrirse hasta que asistí a la primera reunión. ¡Madre mía! No hacían nada, o al menos yo no lo recuerdo, salvo hablar de la dichosa novela "El libro de la Selva", que era en lo que se basaba todo el tinglado. Teníamos por allí de todo, estaba el superjefe que se llamaba Shere Khan, los jefes de manada que se llamaban Baguera y Kaa, y ya tras ellos se encontraban los mandos intermedios, Baloo y Ramma. Justo por debajo de ellos estaba la manada en sí, es decir, los lobatos. Y el escalafón más bajo y tirado que existía era para nosotros, los nuevos, los lobeznos. En realidad lobeznos solo éramos tres, un chico gordo que olía mal y tartamudeaba al hablar, un pelirrojo con gafas que era el tonto oficial de los scouts y por supuesto yo mismo, el nuevo. A mi me reservaron el papel de pringadillo y lo cierto es que lo hicieron bien, porque a partir de ese momento estuve en absolutamente todos los marrones que sucedieron, puedo vanagloriarme de que jamás me perdí uno.
Las semanas pasaron sin pena ni gloria, intentaba sobreponerme y acudir a las muermo-reuniones de los sábados con mi mejor actitud, intentando sacar el máximo provecho a las mismas, pero lo cierto es que costaba, costaba mucho. Dado que en aquel estupendo sitio era impensable divertirse lo más mínimo (jamás oí allí una risa, excepto cuando ésta servía a fines nobles como reírse del prójimo), empecé a inventar mis propios juegos: contaba las veces que nombraban a algún personaje del libro, hacía muescas en la silla con mi navajita, trataba de memorizar las palabras con las que más se trababa el tartamudo y cuando me cansaba, me dedicaba a contar mis propios bostezos. De hecho, en una de aquellas tardes batí un record personal que aún hoy, muchos años después, aún no he podido superar y eso que he asistido a multitud de reuniones de trabajo, jajajajaja. El caso es que en una hora llegué a bostezar ciento treinta y siete veces, fue espantoso, no podía parar, pensé que se me iba a desencajar la mandíbula, lo que pensándolo bien hubiese estado bien, me habría permitido librarme de volver por allí en una temporada...
El resto del tiempo hasta el verano lo pasé rezando, lanzaba continuas plegarias al cielo para que ese año, como favor personal, se saltase la parte del verano; pero parece ser que no lo hice demasiado bien porque al final el verano se presentó puntual a su cita, enfrentándome una vez más con mi destino y demostrando el viejo axioma de que las cosas siempre pueden ir a peor. En fin, estábamos en que al fin llegó el momento temido: nos íbamos de convivencias. Vino a recogernos EL AUTOCAR, escrito así, en negrita y con mayúsculas. Al ver aquello uno tenía la certeza de que ESE debió ser sin duda el primer autocar que fabricaron en España. Era de la marca Pegaso y debía tener fácil como unos cien años de antigüedad. Recuerdo que nuestras caras reflejaban más miedo que curiosidad, subimos despacio y nos sentamos sobre algo que recordaba vagamente a un asiento, aunque estaba claro que no lo era. Entre los muelles que sobresalían, la espuma mugrienta que rebosaba por las roturas del escay y los apoyabrazos desvencijados, era casi preferible ir de pie, pero aunque fuimos varios los que los propusimos, finalmente no hubo lugar a negociación, tuvimos que sentarnos. Y para colmo nos sentaron por categorías, lo que significaba que a todos los lobeznos nos sentaron juntos para una vez más, aliarme con mi gafe: me tocó sentarme con el gordito tartamudo, lo que significó que durante todo el largo viaje hasta Pontevedra tuve que ir de lado sobre el medio asiento que no ocupaba el gordo, lo que sumado a la atención constante que había que prestar a lo que decía el gordo para poder enterarse de lo que decía y la increíble velocidad de 40 kilómetros por hora que alcanzaba el autocar, imaginaos la incomodidad del viaje…
Once horas más tarde, ya de noche, alcanzamos nuestro destino en el fin del mundo, llegamos a La Guardia. Decir que el sitio era inhóspito es una alabanza porque el sitio realmente era tétrico. Estábamos junto a un precipicio en lo que debía ser el patio colindante a un edificio abandonado, de hecho éste sólo conservaba las fachadas y un montón de cascotes. El lugar en el que montamos las tiendas correspondía con la zona de los cascotes, era irregular y tenía piedras para dar y tomar, y aunque nos esforzamos en quitarlas todas, nos debimos dejar unos dos millones de ellas, lo que complicó enormemente poder conciliar el sueño.
Aunque las tiendas no eran muy grandes nos la asignaron a los cinco lobeznos de la manada: un chico nervioso y muy callado que ingresó unos días atrás, el pelirrojo con gafas en representación del mundo tonto, el gordo tartamudo que era como la Santísima Trinidad, tenía la capacidad de estar en varios sitios a la vez, otro chico con gafas y el pelo rizado, que es todo lo que recuerdo de él y yo mismo, el pringadillo del grupo.
Como es lógico deducir, no cenamos, a esas horas ya no daba tiempo a preparar nada y como se suponía que con el bocadillo de pan duro que nos dieron a la una de la tarde nos habíamos quedado bien, pues eso, que nos mandaron a la tienda sin cenar. No sé si lo peor fue el hambre o las dichosas piedras que se clavaban con saña en la espalda. Tardé mucho en poder dormir y recuerdo que soñé que me convertía en un monstruo comepiedras y que me daba un festín con lo que había bajo la tienda.
Entre unas cosas y otras nos dormimos tarde y justo cuando estábamos en lo mejor del sueño (fue genial lo del comepiedras), aún no había amanecido, nos despertaron a toque de corneta. ¡Genial! ¡No eran ni las seis! Intentamos hacernos los remolones, igual no se daban cuenta, pero un minuto después vino Baguera a sacarnos de la tienda a empellones, nos conminó a ponernos ropa deportiva y estar listos en menos de un minuto, bajo amenaza de no desayunar, lo que hizo nos vistiésemos ipso facto, especialmente el gordo tartamudo. Es complicado lo de vestirse en una tienda saturada, pisando piedras, a oscuras y con el suelo ¿mojado? Sí, el suelo de la tienda estaba empapado, al igual que los sacos, pero de eso ya os hablaré más adelante.
Pese a estar muertos de hambre, somnolientos, doloridos, mojados y cansados, nos tocó hacer una tabla completa de gimnasia, lo que equivalía a media hora corriendo y otra media hora de ejercicios varios. Recuerdo que mientras corría tuve algunas alucinaciones, podía ver escapando entre las piedras montones de magdalenas y suizos. Cuando al fin terminamos y pese a que lo único en lo que pensábamos ya era en desayunar, nos hicieron ir a la tienda y extender los sacos sobre la misma a fin de que se ventilasen. En nuestro caso nos vino bien porque quizás así se secasen.
Y llegó la ansiada hora del desayuno... No me lo creía, iba a desayunar. Mi gozo en un pozo, me quedé atónito cuando contemplé que lo único que nos iban a dar era un tazón de Cola Cao y un pequeño trozo de pan duro con Nocilla para cada uno... ¡Qué mal momento! Tal era el hambre que tenía que engullí mi desayuno en apenas quince o veinte segundo y menos mal, porque el gordo tartamudo ya estaba mirando con deseo mi rebanada de pan. Aunque el desayuno fue totalmente insuficiente para calmar el apetito, en mi caso al menos sirvió para acabar con las alucinaciones y los zarpazos en el estómago.
Después de desayunar nos comunicaron las normas. Todos los días nos levantaríamos a las seis, haríamos una hora de gimnasia, a continuación desayunaríamos y limpiaríamos las tiendas (en nuestro caso particular también la secaríamos) para poco después, hacer una excursión hasta la playa. Pasaríamos allí la mañana, volveríamos a comer y tras limpiar los cachorros y asearnos, haríamos actividades de montaña. Al finalizar las actividades dispondríamos de un par de horas libres antes de la cena, para después ir pronto a dormir, ya que debíamos estar bien descansados para hacer lo mismo al día siguiente. Luego hablaron de las multas y resulta que excepto respirar, todo lo demás tenía multa: hablar por la noche, remolonear haciendo gimnasia, perder cualquier pertenencia, no limpiar bien la tienda, romper la formación, no estar correctamente uniformados, no acabarse la comida (como si eso fuese difícil...) y desobedecer a los jefes de manada. En definitiva, que aquello además de ser un infierno se convirtió en una sangría económica…
Nunca entendí cómo era posible que estando sobre un acantilado, hubiese que andar durante más de una hora para llegar a la playa. Y como éramos scouts no podíamos ir hasta la playa tranquilamente hablando de nuestras cosas (en mi caso escuchando lo que me contaba el gordo tartamudo), no, teníamos que ir en perfecta formación y cantando canciones absurdas hasta llegar a la playa. Íbamos en tres grupos, a cada jefe de manada le correspondía uno, luego iban los lobatos y en la cola de la manada íbamos los lobeznos, es decir, el gordo tartamudo trino y yo, y por supuesto doy por hecho que os imagináis a quién le tocaba llevar el bordón con la banderita, correcto, a mí. Así que entre el hambre, que no logré sacudirme en ningún momento, las Chirucas que me hacían ampollas, el bordón de las narices y el gordo trino que no paraba de protestar, aquellas caminatas se me antojaron interminables. Ahora que lo pienso, es posible que mi desinterés actual por la playa se incubase allí, en aquellas repelentes caminatas…
Y de esa guisa, una hora y pico después llegábamos al fin a la ¿playa? Aquello era un pequeño montículo de arena lleno de piedras y de unos bichitos repelentes que se contaban por millones y que no paraban de saltar ante cualquier movimiento que hiciésemos. Nos explicaron que eran pulgas marinas y que no hacían nada, salvo molestar y dar bastante asco, eso sí. Ante aquel panorama la inmensa mayoría optamos por no bañarnos, máxime cuando descubrimos que el agua debía estar a varios grados bajo cero. Así que lo único que hicimos durante aquellos eternos quince días, fue concursos de caza de pulgas. A nuestro favor cabe decir que pese a la matanza indiscriminada de pulgas que hicimos, la colonia de pulgas no se resintió lo más mínimo.
El momento de regresar para comer, por más que la marcha volviese a ser penosa, lo recuerdo como un momento feliz: abandonábamos aquel contenedor de bichos e íbamos a comer. ¡Infeliz de mí! ¡Menuda comida! Nos la comíamos porque estábamos famélicos y no quedaba más remedio, pero era un mejunje insalubre que consistía en una especie de verduras flotando en una especie de sopa incolora, con un montón de bichitos negros muy pequeños flotando también. En fin, era lo que había... Por cierto, aunque lo intenté, no conseguí averiguar el tipo de bicho que acompañaba siempre la comida pero dado que aún sigo por aquí deduzco que malo del todo no debía ser, es más, quizás fuera el acompañamiento de las verduras porque nunca faltó nuestra ración diaria.
Con las actividades de montaña hubo momentos en los que llegué a olvidar mi mísera condición e incluso llegué a pasarlo bien. Generalmente consistían en ejercicios de fuerza y/o de orientación, lo que significaba que terminábamos exhaustos, famélicos y perdidos por el monte, pobres alimañas de habernos encontrado a alguna, jajajajaja. En varias ocasiones los ejercicios se prolongaban hasta bastante tarde, lo que solía significar que esa noche se sustituiría la con bichos por un yogur, no era una buena noticia pero al menos nos librábamos de las diarias proteínas. Una de esas noches en las que se prolongaban las actividades hasta bastante tarde, debió ocurrir algo con el canijo nervioso que dormía en nuestra tienda y como castigo le dejarían en el monte solo y sin linterna. Como no debió parecerme muy justo que le castigasen a él, los jefes de manada decidieron fomentar la mencionada convivencia y decidieron que yo le acompañaría también. Lo cierto es que con aquel castigo aprendí dos cosas importantes, que nunca llegaría a jefe de manada y que en muchas ocasiones era mejor interiorizar nuestras opiniones. Dicho y hecho, nos despojaron de nuestras linternas y tras andar un buen rato nos abandonaron junto a lo que se intuía un árbol y se fueron. Era noche cerrada y no nos veíamos ni las manos, hacía frío, teníamos muchísima hambre y para colmo empezamos a oír aullidos de lobos. Esa fue la gota que colmó el vaso de la entereza del canijo nervioso, que se puso a llorar desconsoladamente. Intenté calmarle diciéndole que seguramente los que hacían de lobos eran los jefes de manada y que no se preocupase, pero cuando entre hipos me preguntó que cómo podía estar seguro empecé a venirme abajo yo también. Traté de convencerle de que se subiese al árbol pero por lo visto encontraba mucho más interesante quedarse allí acurrucado gimoteando y llorando, cosa que me tranquilizó bastante, si al final los lobos eran de verdad sería al llorón al que pillarían…
Para consuelo del nervioso al rato aparecieron los jefes aguantándose la risa, no era para menos, él acurrucado en la base del árbol llorando como una magdalena y yo encaramado a una rama como un mono. Aún no sabíamos que lo que habíamos pasado allí era un lujo comparado con lo que nos esperaba abajo: las burlas de los demás y un yogur.
Los días se sucedieron sin grandes cambios: hambre eterna, caminatas a la playa de las pulgas, comidas con guarnición de bichos, gimnasia al amanecer, picaduras de mosquitos, pérdida de enseres, robos de enseres, peleas con los que ladrones de enseres, retirada diaria de piedras del suelo de la tienda y cómo no, nuestro particular amanecer “húmedo”.
De una manera u otra, aquellas convivencias sirvieron para redescubrirme y sacar a la luz sentimientos y conocimientos que no sabía que poseía. El primero de ellos sirvió para mostrarme mi lado científico, experimentando en carne propia un fenómeno que de haberlo reflejado en un libro, habría dado un vuelco a la ciencia. La teoría que desarrollé concluía que las piedras eran seres vivos, es posible que debido a su inmovilidad pareciese que no lo eran, pero que no nos engañasen, eran seres vivos y animados, con voluntad y albedrío propios. Os explico, tal como os comenté tuvimos nuestros más y nuestros menos con las piedras que habitaban bajo el suelo de nuestra tienda, era tal la incomodidad que nos causaba que nos impedía conciliar el sueño hasta altas horas de la noche, cuando al fin, el cansancio, el sueño y el hambre podían más que las dichosas piedras. Por ese motivo, tras finalizar la sesión gimnástica de cada mañana, nos dedicábamos con fruición a hacer limpia, retirando ingentes cantidades de piedras, hasta que lo veíamos más o menos despejado. Visto así parece lógico pensar que cada vez habría de haber menos piedras. Pues no, totalmente falso, quitásemos las que quitásemos siempre teníamos piedras bajo nuestra tienda. Con este dato parece sensato deducir que las piedras se multiplicaban, o lo que es lo mismo, que las piedras eran seres vivos y que se reproducían como cualquier otra especie, quedando demostrado además que el calor corporal y la humedad resultaban excelentes para su reproducción…
El otro acontecimiento que quería mencionar era el que denominamos “el misterio de la tienda mojada”. Bueno, en realidad nunca fue un misterio, desde el principio supimos que no era agua con lo que nos despertábamos cada mañana y que tampoco era el rocío de la noche, que más hubiésemos querido. Era algo mucho más simple: alguien se meaba y además lo hacía en prodigiosa abundancia. Aunque lo intentamos era complicado averiguar quién era el culpable, pensad que todos amanecíamos de igual manera, con el pelo y los sacos empapados, lo que hacía casi imposible descubrir al meón. Recelábamos todos de todos, nos interrogábamos unos a otros en privado pero fue inútil, los cinco hacíamos exactamente lo mismo: negarlo con convicción. Sabíamos que alguno mentía, pero lo hacía bien y era difícil pillarle. Ya habíamos perdido la esperanza cuando casualidades de la vida, quiso el destino echarnos una mano. Resulta que el nervioso, alias el llorón (que fue el mote que se le quedó tras la aventura con los lobos, para acto seguido quedarse con el sambenito de el llorón meón), se puso malo, una indigestión o algo así (cosa que no me extraña nada porque con la cantidad de proteínas de bicho que comimos), de manera que dos días antes de irnos sus padres vinieron a recogerlo y se lo llevaron de vuelta a Madrid. El tío tuvo suerte y se libró de dos cosas: que lo linchásemos y del regreso en el autocar fantasma (nombre puesto en honor del famoso barco fantasma). La mañana siguiente a su partida fue el día más feliz de todos cuantos estuvimos allí, amanecimos secos y al día siguiente emprenderíamos la vuelta al paraíso, el regreso a nuestro hogar, dulce hogar. Aquello nos corroboró que el ser humano es una especie superviviente y que ¡Dios aprieta, pero no ahoga...!
Ni que decir tiene que me borré de los scouts nada más llegar a Madrid y que nunca más volvía a ningún campamento, convivencia o como quiera llamársele.

Un abrazo a todos y hasta la semana que viene.

1 comentario:

  1. Jajajaa, muy divertido.... menudo horror de vacaciones... Ahora comprendo tu tendencia a evitar la playa durante las vacaciones...Muach

    ResponderEliminar

Si te apetece exponer tu punto de vista o opinar sobre lo que has leído, por favor, no dejes de hacerlo, todos los comentarios son bienvenidos.
Si lo prefieres también puedes dejarlos en facebook: www.facebook.com/vampx1