lunes, 15 de marzo de 2010

La cocina y sus desastres


Ya desde pequeño para lo único que entraba en la cocina fuera del horario en el que se servían las comidas era para robar una galleta de cuando en cuando. De todas las estancias de la casa en las que podía estar, la cocina era la última que elegía y es que en general siempre me han parecido un lugar frío y desagradable. El motivo real de esa animadversión tan temprana nunca llegué a saberlo, es posible que se debiese a que habitualmente en las cocinas solía hacer frío o quizás a la luz que utilizaban, de fluorescentes, luz poco acogedora y desagradable donde las haya. De hecho, la idea que tengo del infierno es muy diferente de la que nos traslada la Biblia, ni fuego, ni pinchos ni nada de todo eso. Es mucho más sencillo, el infierno consiste en una sala enorme alicatada hasta el techo con azulejos amarillentos y pringosos. Las baldosas del suelo de color indeterminado están rotas y desgastadas por el uso. El techo está amarillento y desconchado, contiene un gran número de fluorescentes; muchos de ellos dejaron de funcionar hace mucho y otros tantos parpadean incansablemente, emitiendo un persistente y molesto zumbido que va minando a todos y cada uno de los penados que por allí deambulan, hasta convertirlos en guiñapos ensimismados... Con estos condicionantes y mi visión particular del infierno, resulta lógico pensar que el único motivo que tenía para entrar en una cocina era por supervivencia o por vicio.
De cualquier manera, esta aversión manifiesta no es una cuestión unilateral, puedo decir en mi descargo que por regla general las cocinas nunca me han tratado con consideración; no lo han hecho en el pasado, no lo hacen en el presente y sé a ciencia cierta que no lo harán en el futuro. Debido a ese maltrato continuo al que me he visto injustamente sometido, ha aflorado en mí una antipatía que es proporcional a las injusticias vividas. En definitiva, que yo no le gusto a las cocinas y las cocinas no me gustan a mí.
Recuerdo claramente la que fue mi primera mala experiencia en la cocina. Era bastante pequeño y estaba viendo el programa “Había una vez un circo”, aunque en casa todos lo conocíamos como los payasos de la tele, término que en aquella época no tenía las connotaciones negativas que arrastra ahora. El caso es que aprovechando que era Navidad, en una de las secciones del programa, Miliki explicaba cómo hacer turrón casero. Me entusiasmó tanto la idea que decidí hacerlo en la primera ocasión en la que me quedase solo y dar así una sorpresa a mis padres… ¡Y vaya si se la di! Anoté todo con sumo cuidado todo cuanto dijeron y lo llevé a la práctica escrupulosamente, no permitiéndome ni un pequeño atisbo creativo. Los ingredientes que utilicé no los recuerdo muy bien, pero creo que llevaba almendras, miel y azúcar, de esta última creo que aumenté la cantidad pero es que tenía interés en que la cosa quedase dulce. Como pensaba elaborar un turrón de una calidad magnífica, las herramientas a emplear debían estar a la altura, motivo por el que elegí lo mejor de lo mejor, la última adquisición de mi madre, una cacerola alemana de no sé cuánto porcentaje de acero que debió costar por un riñón. Y dicho y hecho, con confianza absoluta introduje los ingredientes en super-cacerola y lo puse al fuego; una vez trascurrido el tiempo requerido, lo retiré del fuego y trasladé la cacerola a mi habitación, así se enfriaría y estaría a salvo de miradas indiscretas. Fregué y sequé los cacharros concienzudamente, para acto seguido guardarlos en el lugar exacto en el que estaban, se trataba de no dejar ninguna prueba que pudiese incriminarme. Todo iba bien, nadie se dio cuenta de nada y mi madre no echó de menos la cacerola, la cosa no podía ir mejor, marchaba según lo había previsto. Lo que no estaba planeado fue lo que ocurrió al día siguiente; de hecho, de haber recordado con exactitud los pasos, ingredientes y tiempos empleados, habría podido dar otro de mis particulares vuelcos a la ciencia. El turrón y la cacerola se habían "hermanado", y lo habían hecho de manera tal, que resultaba imposible saber dónde terminaba el uno y dónde empezaba el otro. Era un momento histórico, no solo había descubierto un material más duro y resistente que el acero, sino que además lo había fabricado con un coste ínfimo (para su posterior desarrollo no haría falta utilizar cacerolas tan costosas como la que yo había utilizado). Lo intenté todo para salvar la cacerola y mi cuello (y no en ese mismo orden), utilizando todos los recursos de los que disponía: le añadí agua y volví a poner la aleación al fuego, nada; le eché todo lo que pillé por casa, alcohol, amoniaco, aguafuerte, lejía, colonia, salfumán… si hasta llegué a echarle el linimiento de Sloan, o como le llamábamos en casa, el ungüento del tío bigotes, que era una cosa misteriosa que estaba en un estante del baño y que nunca supe para qué servía, aunque eso sí, me encantaba como olía. Cuando agoté los productos químicos pasé sin dudar a los medios mecánicos, raspé con un cuchillo hasta que me cargué el cuchillo y casi consigo cortarme, luego lo intenté con el mango de una cuchara y finalmente fui a por todas, empleé una maza que tenía mi padre en la caja de herramientas. Nada, todo fue inútil, no conseguí hacerle ni el más mínimo rasguño. Desolado y humillado, opté por deshacerme de la cacerola, de la aleación impenetrable y del cuchillo roto, abandonándolos a su suerte en un contenedor de basura distinto del que utilizábamos normalmente (seguía sin querer dejar cabos sueltos...). Al final se supo todo el día que mi madre decidió hacer macarrones con tomate en su flamante cacerola nueva… Fueron momentos amargos en los que deseé que me engullese la Tierra y ya puestos a pedir, que le engullese a Miliki también, culpable absoluto de todo lo sucedido bajo mi manera de entender las cosas. No quiero entrar en detalles sobre lo que ocurrió después, pero a modo de apunte os puedo comentar que llegué a tener un conocimiento exacto de las dimensiones de mi cuarto y de la lentitud del discurrir del tiempo.
Dado el pésimo inicio que tuve, tardé varios años en volver a reunir el coraje suficiente para atreverme a cocinar algo. Pero, ¿qué os puedo decir? Llega un momento en la vida en el que hay que pasar página y seguir adelante, y así lo hice yo. Todo se debió a que varios compañeros del instituto decidimos ir a pasar un sábado al campo, motivo por el que cada uno de nosotros debíamos preparar algo y llevarlo. Estuve meditando durante varios días sobre el plato a cocinar hasta que finalmente decidí hacer una tortilla de patata, que daba la sensación de no ser muy complicada de hacer. Como quería superar aquél mal principio habido con el turrón y deseaba además que mi tortilla fuese espectacular, decidí asesorarme y preguntar a varias madres sobre la mejor manera de hacer la tortilla. En general las recetas fueron muy parecidas, pero de entre todas ellas me decidí por la que me dio la vecina del segundo, que como consejo extra me sugirió que le añadiese un poco de leche al huevo, de manera que la tortilla quedase mucho más jugosa y esponjosa. Dicho y hecho, corté y freí las patatas, batí bien los huevos, le añadí una cantidad generosa de leche (quería que quedase muy esponjosa) y un poco de pimienta negra, para darle ese toque canallita. Lo batí todo bien, lo volqué en un bol y le añadí las patatas que acababa de freír. Una vez que lo hube mezclado todo, lo devolví a la sartén y voilà, ya estaba casi hecha. ¡O no...! La verdad es que no empecé a preocuparme hasta que trascurridos ya diez minutos el huevo parecía no hacer intención alguna de cuajar. No entendía nada, una vez más había seguido escrupulosamente los pasos anotados y una vez más volvía a fracasar de nuevo; el dichoso huevo seguía sin cuajar. Insistí e insistí, hasta que trascurridos veinte minutos decidí tirar la toalla. Un buen cocinero, al igual que un buen cirujano, siempre sabe cuándo debe retirarse. Me queda el consuelo de no haberme dedicado a la medicina, porque de haber sido así, habría sido la bestia negra de los pacientes…
El final de la historia es que al día siguiente aparecí con una estupenda empanada de bonito que había comprado esa misma mañana, lo que me sirvió para granjearme unos cuantos comentarios que versaban principalmente sobre mi morro, mi falta de compromiso y la falta de imaginación inventando historias. De entre todas las lindezas que me procuraron hubo una frase que me llegó de una manera especial, me la dijo la pelota oficial de la clase, que en un momento determinado se me acercó y con su mejor voz de pito me dijo: “¡No lo entiendo, si una tortilla de patata la sabe hacer cualquier gañán…!" Me llamó gañán y se quedó tan ancha. En fin, como dato positivo de esta segunda experiencia querría destacar el hecho de que al menos en esta ocasión, no me había cargado ningún utensilio de cocina.
Tras este nuevo altercado me mantuve un par de años fuera de circulación, hasta que un día quise agradar a un par de amigas -ya sabéis que tiran más dos tetas que dos carretas, así que imaginaos el poder de cuatro, jajajaja-, y las invité a comer en casa. Para no tentar a la suerte no quise elaborar nada que requiriese el uso de cacerolas o sartenes, por lo que tras empaparme el libro de Simone Ortega, que en aquella época era la Biblia de la cocina, decidí hacer un pescado en papillote. La receta no podía ser más sencilla, consistía en coger papel de aluminio, extenderlo sobre la mesa y poner sobre él algunas verduras troceadas, un poco de aceite y un chorrito de limón. A continuación se ponía el pescado y encima de éste más verduras. Ya solo restaba doblar el papel de aluminio, “cerrarlo” como si fuese una empanadilla y hornear unos veinticinco minutos. Era imposible que saliese mal y de hecho por primera vez en mi vida, la cosa salió como debía salir, quedó francamente bueno. Lástima que al sacarlo del horno rozase las resistencias con las manos y me las quemase, hecho que deslució mucho el almuerzo, desmereció la sobremesa y complicó sobremanera cualquier "avance" sobre cualquiera de las dos amigas...
Tras aquel nuevo altercado no volví a emprender nuevos retos hasta el momento en el que me fui a vivir solo y aún entonces, cociné por imperiosa necesidad: tenía que comer. Como tenía la fortuna de poder comer a diario en casa de mis padres (que ni aún yéndome de casa consiguieron librarse de mí), las únicas comidas de las que tuve que preocuparme fueron las cenas. Quiso el destino en esta ocasión aliarse conmigo en forma de infortunio sentimental, lo que sirvió básicamente para dos cosas, hacerme perder el apetito -lo que era genial, porque permitía despreocuparme por completo de las cenas- y volcarme en el deporte - y es que por algún lado tenía que liberar tensión-. Fue una época medianamente feliz: no tuve altercados cocinísticos y me quedé hecho un figurín. Pero como no hay bien que dure cien años, fui poco a poco recuperando el apetito, lo que hizo que volviese a tener que enfrentarme con mi bestia negra: la dichosa cocina. Menos mal que Dios aprieta pero no ahoga, descubrí la panacea: la sandwichera. La humanidad siempre tendrá una deuda permanente con su inventor, ese anónimo bienhechor, Jean Luque Philips o como quiera que se llame… Así me convertí en un maestro en el noble arte del sándwich, utilizaba todo tipo de ingredientes: pavo, queso, jamón york, jamón serrano, paté, mermelada… todo quedaba bueno. Aquello era el paraíso; los sándwiches se preparaban en un santiamén, no se manchaba nada y permitía ser todo lo creativo que te apeteciese. Y no os quiero contar cuando además descubrí a nuestro amigo el huevo, aquello fue el éxtasis. ¡Veni, vidi, vici! Bastaba batir un huevo, empapar las caras internas del pan en él y ¡Voilà! ¡Vive la différence! Aquello era gloria bendita, estaba todo tan bueno... Y al final pasó lo que tenía que pasar, que me lo creí, me envalentoné y me crecí... Perdí el control y ya no podía parar, con la osadía que da la inconsciencia, decidí invitar a comer a mis padres y por supuesto, ahí no valían los sándwiches. Para no arriesgar decidí hacer pasta, que aunque esté mal decirlo puedo afirmar que quedó en su punto perfecto, al dente, una merluza con salsa que también quedó francamente buena (si algo funciona, ¿por qué cambiarlo?) y con el postre quise coronarme, decidí hacer un flan de huevo. En la elaboración del flan decidí saltarme la parte del azúcar quemado por razones que os resultarán obvias, no nadaba en la abundancia y además tenía cierto apego por mis cacerolas. La receta era sencilla, se bate bien el huevo, el azúcar y la leche, se vierte en una flanera, se tapa y se introduce ésta dentro de una olla para ponerla al baño María. No sé muy bien qué es lo que pude hacer mal pero lo cierto es que cuando fui a sacar el flan de la olla, comprobé con sorpresa que había más agua dentro de la flanera que en la propia olla. No me intimidé por ello, amparándome en lo de que sin sufrimiento no hay victoria y aprovechando que quedaban huevos suficientes (vaya, cómo no, los malpensados malinterpretando), decidí intentarlo por segunda vez. Esta vez lo que hice fue echar bastante menos agua en la olla y apretar la flanera a conciencia. Era posible que luego no pudiese abrirla pero ante lo acontecido con el flan anterior, quería estar seguro que no entrase nada de agua. Y lo conseguí, ¡no entró nada de agua! De hecho sucedió justo lo contrario, la tapa de la flanera reventó y fue el flan el que acudió al encuentro del agua. Así las cosas, sin huevos, sin flanera y sin moral, decidí bajar y comprar unos pasteles…
Uno de los vicios heredados de aquella época, además del amor a los sándwiches, fue la adicción a los “tapers”. Me encantaban, los usaba para absolutamente todo y nunca tenía tapers suficientes, llegué a juntarme en casa con más de cuarenta y siete… Me llevó muchos años superar aquella adicción y aún hoy, he de contenerme y hacer un esfuerzo notable cuando paso por delante de algún “chino”.
El último desaguisado culinario es de fecha mucho más reciente y casualmente ha sido también con un postre. No sé qué es lo que tengo con la cocina pero lo que sí sé es que es contagioso: ahora se lo he pegado a la Thermomix. Para los que no tengáis Thermomix puedo comentaros que es un robot de cocina con el que se puede hacer prácticamente cualquier cosa (ojo, que el salpicón de reloj no queda demasiado bien). La ventaja que tiene el citado robot es que su manejo es muy sencillo -imaginaos que hasta yo lo utilizo- y que existe un gran número de recetas circulando por Internet. La dinámica es muy sencilla, se consigue la receta, se siguen los pasos y el plato queda perfecto. No hay error posible… ¡Falso! Os cuento. Quise hacer arroz con leche, conseguí la receta (que de hecho viene en el libro que entregan junto con la Thermomix), utilicé los ingredientes indicados en las cantidades marcadas, puse los tiempos dados y utilicé las temperaturas especificadas. No cometí error alguno y sin embargo, una vez hecho, cuando fui a sacar el arroz con leche comprobé con desesperación que éste se resistía a salir. Era un bloque sólido y compacto de un engrudo pastoso de color ocre. Si pinchabas en él con la suficiente fuerza, podías levantar la Thermomix. Era increíble, se había solidarizado conmigo, éramos ya tal para cual, compañeros de infortunio, nuestras almas ya siempre caminarían juntas…
Y vosotros, ¿qué desastres habéis sufrido en la cocina?

Hasta la semana que viene.

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