miércoles, 30 de marzo de 2011

Las cosas de la acampada

.
Llega un momento en la vida que tras duras negociaciones, eso sí, conseguimos llevar a la práctica ese tantas acariciado sueño de independizarnos vacacionalmente. Y es que no es moco de pavo lo de librarnos de compartir coche con con el abuelo "batallitas", la tía solterona, los insufribles hermanos que nos han tocado en suerte, los ruidosos periquitos (jaula incluida) y el plastita del perro, porque mira que es pesado el tío..., además de, claro está, nuestros duros de roer progenitores.
¡Al fin...! Se acabaron para siempre las paellas con mosca, nos olvidamos de las penitentes caminatas a lo largo del paseo, por más que estas estuvieran acompañadas de un cucurucho de vainilla; no más sardinas en el atestado e insalubre chiringuito del puerto y no más niños gritones de la sombrilla de al lado. Quisiera hacer un inciso para comentar que, por más que he intentado documentarme, no he sido capaz de dar respuesta a dos misterios que me intrigan desde que era bien jovencito. El primero de los misterios sin respuesta es el siguiente: ¿por qué siempre anda más la fila de coches en la que no estamos nosotros? De hecho se cumple con tal rigurosidad que el único interés que me lleva a cambiar de cuando en cuando de carril, no es otro que el de tratar de no perjudicar más a una fila que otra, me gusta repartir... El otro misterio es una pregunta lanzada al viento: ¿por qué nos pongamos donde nos pongamos en la playa, a los cinco minutos llega la familia de niños gritones y se nos coloca al lado? Y lo que es aún peor, ¿por qué siempre me toca a mí? Y ya puestos, ¿por qué tengo los vecinos más subnormales de la humanidad? ¿Me pasará solo a mí o se reparten entre las distintas comunidades...?
Dejaré a un lado las miserias vecinales y me centraré de nuevo en lo de las vacaciones. Estábamos en que a partir del momento en que nos independizamos, se nos abre un mundo de infinitas posibilidades; el cielo es el límite... o casi. El primer inconveniente que encontramos no es tanto el "dónde vamos" como el "de cuánto dinero disponemos". Este es el verdadero quid de la cuestión; y es que por desgracia la independencia vacacional suele ir acompañada de una notable falta de liquidez, lo que reduce considerablemente ese mundo de infinitas posibilidades que se nos mostraba hace tan solo unos instantes. Aquí no hay fórmulas mágicas, cada uno ha de encontrar la suya propia. En mi caso particular, las posibilidades quedaron reducidas a invertir en una tienda de campaña, acampar en cualquier sitio que no fuese un camping -ya que los campings suelen tener la mala costumbre de cobrar por absolutamente todo- y, tirar de conservas y bocatas de mortadela. No era el mejor plan del mundo pero al fin y al cabo, de lo que se trataba, era de estirar el dinero del que disponía de manera que durase lo más posible. Más vale cantidad que calidad. ¡Qué tiempos! Hice de aquella frase mi filosofía de vida, hasta tal punto, que muchos años después aún no he conseguido desprenderme del todo de ella. Eso sí, no penséis que es una cosa de cuatro trasnochados, permitidme recordaros que treinta años después, aún se siguen vendiendo esos enormes triángulos de chocolate y crema, que buenos, lo que se dice buenos, no son, pero que cambio son capaces de saciar hasta el estómago más recalcitrante...
El caso es que al final mi chica y yo decidimos ir de vacaciones en Asturias, cuando Asturias aún era el paraíso natural que rezaba la publicidad. Dado el exiguo presupuesto que manejábamos, optamos por comprar una tienda de campaña de segunda mano e ir a la aventura, acampando en cualquier lugar que mereciese la pena y en el que no estuviese demasiado prohibido acampar.
Como siempre he sido muy de burro grande, ande o no ande, compré la tienda más grande, vieja e incómoda que encontré (cosas de la juventud). Era una vieja tienda canadiense de seis plazas con un avance igual de grande que la propia tienda, que además se podía cerrar con cremallera, lo que pensé que sería genial para dejar todos los enseres fuera de la tienda y que no nos ocupasen sitio dentro (total, la tienda solo era de seis plazas y nosotros dos éramos tantos...). Casi veinte kilitos que pesaba el bichito; una auténtica abominación a la que terminamos cogiéndole cariño porque era nuestra abominación.
Y llegó el día señalado y como no podía ser de otra manera en Asturias, estaba diluviando. La falta de planificación hizo que llegásemos al lago Enol, en el corazón mismo de los Picos de Europa, más tarde de lo previsto, lo que supuso que tuviésemos que terminar montando la tienda con una carestía de luz importante -que no de agua-. Si ya de por sí no era lo suficientemente complicado montar aquel engendro de Dios, imaginaos la dificultad añadida de hacerlo bajo una lluvia inmisericorde, con una falta de experiencia notable -hasta la fecha nunca había montado tienda de campaña alguna- y al anochecer, con la única ayuda de una linternita de esas de juguete que para más inri se estaba ya quedando sin pilas. Indescriptible. Pero ya sabéis que Dios aprieta pero no ahoga, aunque nadie lo diría con aquella forma de llover, y al final la tienda quedó montada; claro que teníais que ver cómo quedó, era la auténtica tienda Guggenheim... Al final entre unas cosas y otras, eran casi las once de la noche cuando conseguimos meternos en la tienda. Huelga decir que nuestro estado anímico, pese al triunfo del montaje, no era el mejor de los posibles; empapados, desilusionados, derrengados, ateridos de frío y hambrientos, en fin, todo un poema. Era tal el cansancio y el frío que teníamos, que pese a tener un hambre de aquí te espero Mateo, decidimos meternos en nuestros sacos húmedos y disponernos a pasar la noche de la manera más confortable posible (que era bien poco, para qué nos vamos a engañar).
A eso de las tres de la madrugada noté que me zarandeaban y me desperté sobresaltado. Seguía lloviendo a raudales y el ruido era ensordecedor dentro de la tienda, de maneras que apenas alcanzaba a oír lo que mi pareja me estaba gritando. Al final logré entender lo que me decía, que no era otra cosa que la tienda estaba empezando a calar por la zona de los mástiles. Tras verificar que así era, coloqué un par de toallas y las extendí en la zona cercana a los mismos, y con un "no puedo hacer nada más, trata de ignorarlo y seguir durmiendo" me volví a meter en mi saco húmedo de nuevo. Recuerdo que me costó mucho volver a conciliar el sueño, de verdad que era tremendo cómo sonaba la lluvia dentro de la tienda, nunca imaginé que pudiese sonar de aquella forma...
A las cuatro de la mañana noté que me zarandeaban de nuevo.
-¿Qué leches pasa ahora? -pregunté notablemente molesto.
-Creo que hay un bicho -me contestó visiblemente preocupada. Esta frase fue como un detonador para mí, salí escopetado del saco e intenté vislumbrar algo en aquella oscuridad.
-¿Es una araña? - pregunté algo preocupado.
-No, una araña no, es... no sé, es un bicho -dijo algo molesta.
-¡Ah, bueno! -y al tiempo que contestaba me introduje de nuevo en mi cada vez más húmedo saco de dormir. Si no era una araña no había motivo para preocuparse, así que decidí seguir durmiendo de nuevo. Y en esas estaba cuando me zarandeó de nuevo.
-¿No vas a hacer nada?
-¿Y qué quieres que haga? Son las tantas de la mañana, diluvia, estoy cansado y no veo por ningún lado el bicho que dices. Anda intenta dormir que te veo muy nerviosa.
Así era yo y así era mi afán de protección; además, es sabido que si un supuesto bicho nos habría de atacar, empezaría siempre por el que más se moviese y yo durmiendo, la verdad, no creo que me mueva demasiado. Y así volví a caer en los brazos de Morfeo, aunque no fue por mucho tiempo porque cuando estaba disfrutando de mi sueño reparador, volví a sentirme zarandeado de nuevo.
-¿Y ahora qué pasa? Me estás matando, no me dejas dormir.
-Mira, me voy al coche, esto está empapado, hay un bicho y así no puedo dormir.
-Vale, que descanses.
En ese momento sí me sentí feliz de verdad, ya nadie me iba a interrumpir, ni siquiera el bicho...
Me equivoqué, a las seis de la mañana me desperté yo solo, empapado y tiritando de frío. Estaba todo empapado, así que salí pitando para el coche yo también. No, la verdad es que las vacaciones no las habíamos empezado con muy bien pie.
Tuvimos suerte y al día siguiente la lluvia aflojó, pasó de diluvio incontrolado a lluvia moderada, lo que nos dio un pequeño respiro. Así las cosas, dedicamos el día a secar lo mejor posible la tienda, extender los sacos en el coche con la inocente intención de que se secasen, comprar comida suficiente para un regimiento y lo que era aún más importante, hacernos con un enorme plástico para extenderlo por encima de la tienda y evitar así que siguiese calando. Mal que bien conseguimos hacer todo y aún nos dio tiempo para dar un incómodo paseo y acercarnos hasta el lago Ercina, pero a mitad del paseo nos tuvimos que dar la vuelta, empezaba a arreciar de nuevo y empezó a envolvernos una espesa niebla. Hasta tal punto no se veía nada que nos metimos en un lodazal sin darnos cuenta. Genial, ahora no sólo teníamos la ropa empapada sino que además estábamos de barro hasta las trancas... Hasta la fecha estaban siendo unas vacaciones inolvidables.
Cenamos como pudimos, unos sándwiches de pan húmedo y un vaso de leche fría con unas magdalenas, lo ideal para entrar en calor, pero es que no me apetecía encender el infiernillo dentro de la tienda, tal como iban las cosas no quise arriesgarme a salir ardiendo.
Aquella noche descansé mejor. El saco, aunque aún estaba húmedo, parecía estar en mejores condiciones que la noche anterior y el repiqueteo de la lluvia contra el plástico, al caer de manera más pausada, producía un sonido relajante y adormecedor. Dormía como un bebé hasta que una vez más, me vi zarandeado de nuevo, y una vez más demostré una mi inusitada comprensión con la situación.
-Por Dios y ¿ahora qué puñetas pasa?
-Es que he oído algo y además me meo.
Intenté contar hasta diez y pregunté de la manera más relajada posible.
-¿Y qué quieres que haga?
-Que me acompañes.
-¿Eso te va a ayudar?
-Pues sí, sino no te hubiese despertado, ¿no crees?
-Vaaaaaaaaaaale, te acompaño -contesté, al tiempo que interiorizaba un qué remedio me queda.
Y allí me teníais, a las tantas de la noche, con unas chanclas y un paraguas, bajo un cielo vertical, acompañando a mi chica a que echase la meadilla de rigor porque había oído algo. En fin, cosas del amor. Por suerte aquello fue rápido y en poco tiempo volví a meterme en mi saco húmedo y a caer de nuevo en los brazos de Morfeo.
No me lo podía creer, al poco volvieron a zarandearme de nuevo, aquello se estaba convirtiendo en una insana costumbre.
-Me vas a matar, de verdad. ¿Qué te he hecho?
-En serio, estoy oyendo algo, creo que hay un bicho ahí fuera.
Intenté agudizar el oído pero por más que lo intenté, al margen de la persistente lluvia, no oía nada más.
-Yo no oigo nada.
-Pues te digo que ahí fuera hay un bicho.
-Pues será una vaca, ya sabes que las vacas andan sueltas por aquí. De todas formas el animal está fuera y nosotros dentro, no hay problema mientras la cosa siga así. Intenta dormir, anda, mañana ya investigaremos.
-Vale, lo intentaré.
Al final aquello me intranquilizó un poco, no tanto por la presencia del omnipresente bicho, que me daba igual, como por el pensamiento de que con la suerte que estábamos teniendo siempre existía la posibilidad de que pasase una vaca junto a la tienda, que tropezase con un viento de la misma y que una de dos, que nos desarmase la tienda y se nos cayese encima, o que perdiese el equilibrio la vaca y se nos viniese la vaca y la tienda encima, lo cual era peor opción si cabe que la primera. La verdad, casi prefería que me zarandeasen...
Y con el amanecer llegó el descubrimiento del desastre. Al salir de la tienda descubrimos que efectivamente, un bicho había estado despachándose a gusto con todas nuestras provisiones. Arroz esparcido por el suelo, magdalenas espachurradas por todas partes, el embutido parcialmente devorado y los rollos de papel higiénico desparramados y empapados. En fin, que el panorama era un tanto desolador; toda nuestra ropa empapada, nuestras botas estaban llenas de barro por fuera y lo que era peor, por dentro también (resultado del agradable paseo de la noche anterior), sin comida (no era plan de aprovechar la que quedaba a medio devorar) y lo que es peor, sin ningún tipo de ánimo. Y encima seguía lloviendo y por lo que se veía no tenía muchos visos de mejorar.
Es así como tomamos una decisión que parecía inevitable: dejábamos los Lagos y nos íbamos a un camping. Enfundarnos las botas embarradas y recoger todo bajo la lluvia sin haber podido ni tan siquiera desayunar no era la mejor forma de iniciar el día, pero no quedaba otra. Infelices de nosotros, lo peor aún estaba por llegar, de haberlo sabido me habría sentado junto a la tienda y habría disfrutado aquel momento... todo era mejor que descubrir la asquerosa realidad (y enseguida sabréis por qué).
Cogimos todo lo que se podía salvar y lo metimos en bolsas con la intención de meterlo en el coche de cualquier manera, ya ordenaríamos y colocaríamos cuando estuviésemos en el camping. Con las bolsas en la mano, intentando no perder el equilibrio y con cuidado de no empeorar aún más las cosas metiéndome en otro lodazal, me dirigí hacia el coche. Aún estando lejos de este y con una visibilidad reducida debido a la persistente lluvia que continuaba castigándonos, observé algo raro. Sí, nuestro coche había sido atacado; había sufrido el furibundo ataque de un cerdo, jabalí o algo que se le asemejase, pero evidentemente estaba emparentado con tan gorrina especie. Parece ser que al bicho en cuestión le debió resultar visualmente agradable nuestro humilde coche, un 4L que me había prestado mi padre, y lo utilizó como placentero "rascador". El coche estaba literalmente cubierto por los cuatro costados de una mezcla de barro y materia fecal; era asqueroso y el hedor insoportable. Aún hoy se me pone la carne de piel de gallina al recordarlo...
Y así fue como nos trasladamos al camping de Gijón. Y gracias que nos aceptaron porque imaginaos que de entre la lluvia surgiese un Renault 4L cubierto de barro y... arghhh, mejor no mencionarlo, que iba olorizando la zona. De dentro se baja un tío desaliñado (es decir, yo), con aspecto entre cabreo y pena, con la ropa empapada y unas botas llenas de barro, y que con su mejor sonrisa preguntase si había sitio en el camping. El tío era un santo porque la respuesta que a mi me habría salido es un NO rotundo.
Una vez instalados en el camping, mal que bien las cosas mejoraron un poco, al menos pudimos ir a ducharnos y a tomarnos un café caliente, pero las cosas dentro de la tienda seguían siendo un desastre. Todo estaba mojado: la tienda, la ropa, las toallas, la comida (la poca que se salvó), los libros... ¡qué momento!
Para concluir la aventura, comentaros que la lluvia no cesó, aguantamos tres días más allí (con un traslado a Cangas de Onis, por ver si el tiempo mejoraba) y al final optamos por volvernos a Madrid, un sitio genial en el que no llovía, no había bichos y en el que el calor lo mantenía todo seco, muy seco...
Para los que tengáis curiosidad, comentaros que volvimos a probar fortuna al año siguiente y hablando con otra pareja que estaba allí acampada, nos comentaron que a ellos les había pasado algo similar y que el causante de aquel destrozo en la comida, era un perrito que pertenecía a un pastor de la zona, Cebollín se llamaba el canalla, jajajajaja.
Nos vemos en un par de semanas. Sed buenos y cuidado con los bichos...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si te apetece exponer tu punto de vista o opinar sobre lo que has leído, por favor, no dejes de hacerlo, todos los comentarios son bienvenidos.
Si lo prefieres también puedes dejarlos en facebook: www.facebook.com/vampx1