lunes, 4 de octubre de 2010

Carreras populares


Ya estamos de nuevo aquí. Ha sido un largo descanso pero las vacaciones y el verano están justo para eso, para descansar y recargar pilas. Ahora toca, una vez empezado el otoño, volver a colocarse los guantes de faenar y ponerse a ello, no queda otra…
Como no tengo vergüenza alguna no siento reparo en afirmar que no he pensado tema alguno para el blog de esta semana, por lo que aprovecharé que recientemente he corrido mi primera media maratón para trasladaros las sensaciones vividas.
Como os podéis imaginar la preparación para la carrera empieza antes del evento en sí, de hecho, el día antes ya hubo que cuidar la dieta, lo que constituye una pequeña proeza teniendo en cuenta que hacía bastante calor y que el vinito de Rueda entra que es una auténtica bendición. Sin el Rueda y sin cerveza, la cosa ya se pone un poco cuesta arriba, pero bueno, el que algo quiere, algo le cuesta. Visto que no podía comer cosas con fundamento y que no podía beber ni siquiera una cervecita, decidí no acostarme muy tarde, así el sufrimiento duraría un poco menos.
Día de autos. Madrugón (¡¡un domingo!!) y desayuno ligero: un café y dos tostadas, la historia de amor que pude vivir con dos croissants hubo que aplazarla para otro momento; es lo que tiene el deporte, que hay que hacer sacrificios. Tras desayunar me metí de lleno en el ritual de mi puesta de dorsal. Trece minutos después y tras pincharme siete u ocho veces en el mismo dedo, conseguí colocar el dorsal de una manera más o menos decente, quedaba un tanto torcido pero si me inclinaba un poco hacia la derecha al correr, casi ni se notaba. Finalmente, me coloqué toda la parafernalia que vengo utilizando para esos menesteres: reloj cronógrafo, gps, brazalete, mp3, entrenador personal, velocímetro, cinta de cardio, chip de carrera, gafas de sol, auriculares… Más o menos, casi medio kilo de cachivaches tecnológicos que en realidad sirven para bien poco y que de no haberlos llevado me hubiesen supuesto haber ganado unos cuantos puestos en meta y ahorrarme los casi diez minutos que me lleva colocarlos y “arrancarlos”.
Una vez que conseguí obtener la apariencia de androide con la que tanto me gusta correr, aproveché para dar un paseo e ir calentando un poco. La verdad es que lo del paseo lo calculé un poco mal, con la cosa de alejarme del centro, me alejé demasiado y encima, haciendo claro uso de mi inteligencia natural, lo hice en dirección opuesta a la del lugar donde se celebraría la carrera. Resultado final: al ir un poco apurado de hora, tuve que ir rápido y para cuando llegué al punto de salida, ya estaba cansado. Así soy yo...
De cualquier manera todo aquel ambiente resultaba muy estimulante. La gente, la megafonía, los corredores, las pancartas, el olor a Réflex… todo junto conformaba un decorado multicolor que conseguía trasmitir esa sensación de estar viviendo un acontecimiento transcendente. Contagiado por todo aquello y rebosante de euforia me jaleé a mí mismo: “Tengo que terminar como sea, aunque deba arrastrarme con los codos… ¿Qué somos? ¿Gallinas o marines…? ¡Marines, marines!”
Una vez en el meollo de la línea de salida observé que en los laterales había unas banderitas que correspondían a las “liebres”, que se trata de corredores que terminan la carrera en el tiempo indicado en el banderín y que sirven de referencia a los corredores con tiempos similares, de manera que puedan correr agrupados con ellos. Pensé que aquello era genial y traté de encontrar a mi liebre correspondiente, es decir, la liebre que terminase la carrera en las dos horas y media que estimaba que tardaría. Gran desilusión, la liebre más lenta era aquella y la carrera se la ventilaba en una hora y cincuenta minutos, lo que me dejaba un tanto desilusionado. No digo yo que fuesen liebres, pero bien podían haber puesto más corredores que hiciesen la carrera en tiempos mayores. Vale, tal vez no habría quedado bien denominarles liebres, el nombre es lo de menos, podían haberles denominado “tortugas” por ejemplo, pero la cuestión es que así, los que corremos con menos estrés, también hubiésemos tenido alguna referencia y no hubiésemos tenido que ampararnos en la ley de la jungla.
Recuerdo que me causó cierta perplejidad el hecho de constatar que la liebre de la hora y cincuenta minutos era un señor de unos setenta o setenta y cinco años, que vestía unos calcetines largos (hasta la rodilla), un pantalón corto y una camiseta blanca Abanderado. He de reconocer que caer en la cuenta de que un septuagenario es capaz de correr mucho más rápido que tú y que además, dicho septuagenario formaba parte de la organización, lo que implicaba que estaba cantado que acabaría la carrera en ese tiempo sin problema alguno, no es la mejor de las maneras de subir la moral. Así las cosas, no me quedó otra que disimular y haciendo que me ataba los cordones, recoger mi ánimo del suelo. Fue duro, muy duro, recuerdo que mientras lo hacía oía a mi Pepito Grillo particular que me increpaba: “No somos marines, somos gallinas, somos gallinas…”.
Poco antes de dar la salida me percaté de una cosa en la que no había reparado hasta entonces, olía muy raro, y por muy raro quiero decir que olía muy mal. Vale que era una prueba deportiva, pero es que todavía no había empezado y ya había gente que parecía que llevaba varios meses corriendo, ufff. De cualquier manera esto sirvió como estimulante y tratar de empezar bien, ponerme en cabeza y salir de la estela de olor...
Al fin sonó el disparo que daba la salida y empezamos a andar, y digo andar porque con la cantidad de gente que había, lo de correr era inviable. Durante un par de minutos las cosas continuaron de esa guisa, pero tras la primera curva todo pareció acelerarse; por un momento pensé que estaba en los sanfermines porque todo el mundo empezó a correr como alma que lleva el diablo. Así las cosas, para evitar ser arrollado no me quedó otra que correr a toda pastilla yo también, aprovechando además para ponerme a la zaga del septuagenario, que casualmente me sobrepasaba en ese preciso momento. A duras penas conseguía mantener el ritmo del abuelillo, tuve que concentrarme y esforzarme por no perderlo, al tiempo que me repetía “marines, marines, marines…”. Lo que hace querer, hay que fastidiarse, me sentía feliz porque estaba logrando mantener el tipo ante el abuelillo, pero como sucede en estos casos, la felicidad duró bien poco, debí apretar tanto los cordones que el chip se me estaba clavando en el empeine y amenazaba unirse en comunión perfecta con mi pie. Intenté aguantar como pude (quizás si me centraba en otra cosa, la molestia desaparecería) porque no quería perder la referencia del abuelillo, pero no pudo ser, un par de minutos más tarde, tuve que parar, echarme a un lado y aflojar el cordón, creo que los pies con chip de serie no estaban bien vistos en las piscinas de moda...
Lo de pararse en una maratón es parecido a lo de pararse a echar gasolina al coche y observar impotente cómo te adelantan un montón de camiones mientras piensas: “joer, hasta que consiga adelantar de nuevo a todos esos camiones…”. Esto era lo que más o menos pensaba mientras veía como me pasaba un montón de gente. Huelga decir que al abuelillo no lo volví a ver en toda la carrera; aunque Dios aprieta pero no ahoga (no como el jodío chip) y por suerte, cuando me reincorporé a la carrera, tuve la fortuna de hacerlo al tiempo que me sobrepasaba una chica joven con una malla negra, feliz poseedora del culo más maravilloso que había visto en mi vida. Y lo que es aún mejor, quiso además el destino que aquella chica, llevara un ritmo de carrera muy similar al mío, motivo por el que di gracias al Señor (es de bien nacidos ser agradecidos) por haberme proporcionado aquella liebre celestial. Pero como la fortuna dura poco, quiso el azar cebarse de nuevo conmigo, el chip seguía haciéndome un daño terrible. Aguanté como pude porque por nada del mundo deseaba perder aquella posición privilegiada, pensé en cosas placenteras, traté de ignorar al chip mortificador, me concentré en las posaderas de mi musa, liberé mi mente... No valió de nada, prácticamente ya no sentía el pie, mi liebre se alejaba... Cojo, decepcionado y apesadumbrado no me quedó otra que pararme de nuevo. Maldiciendo mi fatalidad opté por hacer las cosas bien esta vez, saqué el chip del cordón y lo coloqué en la lazada. Problema resuelto, no fue tan difícil. Aprendí de manera dolorosa la lección: nunca más el chip en el empeine, lástima que para aprenderla tuviese que pagar tan alto precio, adiós al culo maravilloso para siempre... fue tan corto el amor y tan largo el olvido.
Cuando al fin me reincorporé de nuevo lo hice detrás de un hombre muy delgado con perilla que eran como una ranita, corría dando saltitos. Tras correr un par de kilómetros junto a él, opté por aflojar un poco el ritmo con el objeto que se distanciase un poco, los saltitos de las narices me estaban poniendo tremendamente nervioso y lo que es peor, creo que ya estaba empezando a dar saltitos yo también.
Las cosas se mantuvieron sin cambios hasta el kilómetro ocho, momento en el que me adelantó (aunque la palabra correcta sería “dobló”) el que finalmente ganó la carrera, un keniata "Kellogs" (todo fibra) que más que correr parecía que volase. Nunca había visto correr de esa manera a nadie, su zancada eran tan amplia que sus talones le golpeaban los glúteos al correr… ¡¡increíble!! Para que os hagáis una idea clara de la diferencia de ritmo, comentaros que mientras yo iba por el kilómetro ocho, para el keniata era el dieciocho, así que calculad.
Iba regodeándome en mi desmoralización cuando al poco me adelantaron otros tres corredores. Casualidad de las carreras, también eran negros. Al poco me doblaron otros tres: dos negros más y un marroquí. Esto me animó, todavía no me había doblado ningún caucásico, jajajajaja.
Dos kilómetros más tarde, más o menos a la mitad de recorrido, empecé a adelantar a un montón de gente que o bien estaba presa de calambres a un lado de la carretera, o bien iban cojeando de manera ostensible. Estuve tentado de aflojar para ver si de entre los que cojeaban había algún otro pardillo que como yo, no se hubiese sabido poner bien el chip, pero al final opté por no hacerlo, preferí pensar que soy un pardillo único. Como el número de corredores que cojeaban iba en aumento, me ilusioné con la esperanza de que a mi musa le hubiese dado un calambre, lo que me hubiese permitido ofrecerme gentilmente a ayudarla y haber hecho mi buen acto altruista del día (no penséis mal, malandrines, que tengo pareja y estoy felizmente emparejado), pero no sé qué pasaba, que solo tenían calambres tíos de uno ochenta para arriba.
Al final los cojos desaparecieron y durante dos o tres kilómetros apenas me adelantó nadie (debían haber sucumbido todos en el tramo maldito), me quedé absolutamente solo, hasta llegar al punto en que no conseguí ver a nadie por delante ni por detrás; de no ser por las vallas y los de Protección Civil, habría llegado a pensar que me había perdido (lo que teniendo en cuenta mis enormes dotes para la orientación, no me hubiese extrañado lo más mínimo). De hecho, el gracioso oficial de las medias maratones de Valladolid, me aplaudió al pasar al tiempo que me aplaudía y me decía: “ánimo, campeón, que alguien tiene que ser el último”. El caso es que se lo agradecí y lejos de desanimarme empecé a acelerar el ritmo, me sentía bien y qué narices, no quería ser el campeón que llega el último.
Poco a poco empecé a acelerar cada vez más el ritmo, hasta que en un momento dado conseguí volver a ver a un grupito de tres corredores por delante mío (¡¡al fin!!), un tío muy alto (que me extrañó que no tuviese también calambres) y dos de estatura media (como yo). Me pareció que eran unos que me habían adelantado unos kilómetros atrás, así que como soy de naturaleza rencorosa y me gusta fijarme metas, decidí exigirme un poco más y darles alcance. Como a pesar de ser rencoroso también soy realista, al final decidí que no merecía la pena tanto esfuerzo (máxime cuando la distancia parecía volver a incrementar de nuevo) y decidí fijar mi meta en un objetivo que entrañase menos dificultad, por lo que me propuse alcanzar a un gordito renqueante al que el grupito acaba de dar alcance y que parecía afectar algún problema de flato. Volví a acelerar de nuevo para tratar de alcanzar lo antes posible al flatulento, ya no quedaba mucho, calculaba que unos cinco kilómetros, así que si le alcanzaba era posible que no pudiese seguir mi ritmo y librarme así del deshonor llegar el último, porque por detrás de mí parecía no venir nadie y por delante del flatulento tampoco veía a ningún otro corredor. Como soy optimista y bacilón, pensé que era cosa hecha, que lo lograría sin apenas despeinarme, pero... joer con el flatulento. Cuando estaba ya a punto de alcanzarle pareció revivir el jodío, yo no sé si es que tenía gases y al fin logró expulsarlos o es que el se olió que iba a pillarlo, pero lo cierto es que en cuestión de segundos el tío aceleró y se escapó, intenté aguantar su ritmo pero me fue imposible pillarlo... Por la arrancada que tuvo el tío, estoy seguro que iba dopado, porque no era ni medio normal.
Nada más traspasar la pancarta de tres kilómetros ocurrió. En una amplia recta de unos doscientos o trescientos metros, me pareció vislumbrar a lo lejos a mi musa, así que me dije un “si el flatulento puede, yo también puedo” y aceleré el paso como alma que lleva al diablo. Imposible, aunque poco a poco iba ganando algo de terreno, era demasiada distancia, no lo estaba consiguiendo. Empecé a repetir incesantemente lo de “marine, marine, marine…”, pero al fin, cuando solo restaban 500 metros hube de tirar la toalla, me estaba escogorciando, por lo que no me quedó otra que aflojar el ritmo y reservarme para los últimos cien metros, en la recta de meta. Ahora sí, ahora si que fui con todo, debió parecer que iba el primero y que estaba esprintando para ganar la carrera, jajajajaja. Miré en derredor mío pero no vi ni a la musa ni al flatulento, pues sí que corrieron...
Después de todo, al final el tiempo no estuvo tal mal: dos horas y tres minutos. Y lo mejor de todo fue que no fui el último ¡¡guauuuuuuuuuuuu!! La anécdota de la carrera es que la bolsa de avituallamiento que daban al finalizar la misma contenía un paquete de macarrones de Hacendado y un saquito de alubias blancas. ¿Curioso, verdad?
Y ahora toca preparar la del año que viene con tres importantes propósitos:
lograr no perder al abuelillo liebre de la hora y cincuenta minutos
ponerme bien el chip a la primera
volver a encontrar a mi musa de la malla negra, jajajaja.

Besos a todos, hasta la semana que viene.

1 comentario:

  1. Estoy a 2 semanas de mi primera media maratón, y te aseguro que esta lectura ha sido lo más motivador y estimulante que he encontrado estos últimos días... Desde Girona un saludo !!

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