lunes, 19 de abril de 2010

Smargoff


Y como viene siendo habitual me ha pillado de nuevo el toro, una vez más llega el momento de publicar el blog y no tengo nada de nada; y lo que es peor, ni tan siquiera tengo claro el tema a tratar. Así las cosas he decidido rescatar un pequeño cuento que escribí, al igual que se escriben todos los cuentos, hace muchos, muchos años. Es una historia pequeña que aconteció a un hombre pequeño en una pequeña aldea centroeuropea hace muchos, muchos años. Espero que os guste.

SMARGOFF
Se llamaba Smargoff y nunca tuvo conciencia clara de quién le puso su nombre. Se esforzó muchas veces por tratar de recordar el rostro de sus padres pero por más que lo intentó jamás pudo conseguirlo, simplemente no tenía recuerdo alguno y no solo de sus caras, jamás consiguió evocar ni uno solo de esos momentos que se fijan y perduran en la memoria de todo hombre que alguna vez ha sido niño. En las noches frías del invierno centroeuropeo lloraba agazapado en su jergón al tomar conciencia de que él, Smargoff, nunca tuvo padres. Jamás recibió una caricia, nunca nadie le regaló una sonrisa, ni siquiera una palabra afectuosa; y no es que a él le importara que le maltratasen, llevaba toda su vida sufriendo vejaciones y su rechoncho y pequeño cuerpo ya se había acostumbrado. “Si al menos hubiese conocido a mi madre, recordaría su mirada, su voz, su sonrisa…” -pensaba-. Lo único que recordaba era el circo, siempre el circo, nunca conoció otra cosa. Trabajó en él desde siempre; nunca enfermó, nunca protestó ante los humillantes trabajos que había de realizar; limpiaba y alimentaba a las bestias, soportaba el infierno de mantener encendidas los bidones de carbón que mantenían templado el interior de la carpa y aún hoy, muchos años después, podía sentir vívidamente el intenso dolor de las quemaduras provocadas en el accidente, aquel en el que se le volcó encima uno de aquellos bidones hirvientes. Aún hoy percibía con claridad el olor a carne quemada, los desgarros que le produjeron aquellas brasas... Todo aquel dolor lo aguantó estoicamente, sin una sola queja, sin un solo lamento; porque el verdadero dolor, el dolor que le laceraba su alma, era el dolor que llevaba en su corazón, el dolor de la soledad…
Hoy se sentía extraño, no podía explicarlo con palabras pero percibía que había algo diferente y es que nunca antes, por motivo alguno, se había suspendido una función. Todo ocurrió el día anterior en el que Tahnia, la trapecista que tantas veces espió escondido desde un pliegue de la carpa, sufrió un accidente al no acertar el momento exacto en que el trapecio regresaba de su mortal vaivén. No había sido nada grave, una rotura y un par de contusiones, pero Tahnia era la estrella y por ello, en señal de respeto, la función de esta tarde había quedado suspendida. Y fue así, que Smargoff, por primera vez en su vida dispuso de una tarde entera para él. Se le hacía raro y aunque no sabía muy bien qué hacer, decidió escabullirse y aprovechar la luz que quedaba hasta la puesta de sol. Recordó que había oído a alguien comentar que existía un pequeño lago a un par de leguas hace el norte y decidió ir hasta allí, nunca antes había estado en un lago y tenía interés en ver cómo era. Resultaba extraña sensación que experimentaba, no llegaba a comprender el motivo pero lo cierto es que se encontraba pletórico, aquellos parajes casi virginales le transmitían una sensación placentera, se sentía tan lleno de vida… Se tumbó en una pequeña pradera y allí, entre espigas y olores, se quedó extasiado contemplando las caprichosas formas de las nubes; extendió sus pequeños brazos cuanto pudo y ya no pudo contener las lágrimas. Allí, tumbado, se abandonó a esa oleada de sensaciones y lloró todo lo que no había llorado a lo largo de todos estos años, lloró las vejaciones, los maltratos, la soledad… lloró por todo el dolor del mundo, pero sus lágrimas no eran lágrimas de pena, eran lágrimas de paz, y es que aquel paraje, los árboles, la hierba, la suave brisa, el tibio sol, las caprichosas nubes, todo aquello parecía que estuviese allí para él, que le hubiese estado esperando desde siempre, “es como si este lugar me sonriera” –pensó–.
Una vez reemprendió de nuevo el camino hacia el lago, se dedicó a observar todo cuanto le rodeaba y lo hacía con ojos nuevos; las lágrimas parecían haberle aclarado el alma y ahora era capaz de percibir las cosas de un modo diferente. Estaba embriagado por esta nueva sensación. Poco después, cuando el sol empezaba ya a declinar, alcanzó al lago. Aquel lugar era de una belleza indescriptible, era tan bello que le costaba respirar por la emoción, el sol doraba con una luz mágica la superficie del lago, que a modo de espejo la devolvía multiplicada, tiñendo todo cuanto le rodeaba. Se quedó extasiado contemplando aquello, sintió que las fuerzas le flaqueaban hasta tal punto que decidió sentarse en un pequeño promontorio cercano al agua. Le costaba pensar… se abstrajo observando la perfecta simetría de las montañas y el claroscuro de los árboles reflejados en el agua. El único sonido que le llegaba, amortiguado por la distancia, era el de unos patos que ajenos a todo lo que ocurría nadaban despreocupados en el extremo opuesto del lago... Se abandonó a aquella paz y dejó que ésta le inundase, alcanzando hasta el último recoveco de su alma, nunca antes se había sentido así, era maravilloso. Dejó vagar la mirada, libre de las ataduras de la razón hasta que reparó en el caprichoso aleteo de una mariposa que se dirigía hacia él y que tras un par de acrobacias, se posó en una de sus manos. Sintió que el corazón se le salía del pecho, nunca había visto nada tan bello y hermoso, y pensó que definitivamente esta vez la vida sí le sonreía. Se sintió tan dichoso de ser digno de que el Señor le mostrase aquello que no pudo evitar que de nuevo dos lágrimas surcaran el pequeño espacio de su enjuto rostro. La mariposa se alzó de nuevo en vuelo y tras otra par de gráciles piruetas, se posó en la otra mano, la que sufrió la peor parte de las quemaduras. Cuando ocurrió aquello, el pequeño hombre experimentó por primera vez en su vida la delicia de una caricia; el corazón le estallaba de júbilo en el interior de su pequeño pecho y podía sentir el burbujeo bullicioso de su propia sangre. Apenas se atrevía a respirar por no romper el hechizo, tenía un miedo atroz a que aquella magia se esfumase; de manera que permaneció inmóvil contemplando a la mariposa, a su mariposa, hasta que oscureció del todo. Ninguno de los dos se movía. Smargoff apenas se atrevía a respirar, solo miraba a su mariposa, aquellas sedosas alas parecían contener todos los colores del Mundo, era tal su armonía que pensó que sin duda, así habrían de ser las alas de los ángeles... Eso era, aquella mariposa era algo más que una mariposa, quizás fuese un ángel, su ángel. Con los sentidos embriagados decidió que ya nunca se separaría de ella, todo lo demás se había desdibujado y había dejado de tener importancia; todas las cosas que había sufrido, que había padecido, habían merecido la pena, le habían traído hasta aquí. Siempre, incluso en los peores momentos, había tenido la esperanza de que algún día Dios le permitiera conocer el Amor. Y ahora estaba feliz, inmensamente feliz... Allí estaba él, Smargoff, el enano desgarbado al que nadie quería, sosteniendo en su mano la esencia de la belleza, conociendo al fin lo que era el amor. Pasó toda la noche inmóvil, sin apartar los ojos de la mariposa, llorando por la dicha de poder amar. El tiempo pareció detenerse hasta que la cúpula estrellada dio paso al alba con su purpúrea majestad, y ambos, enano y mariposa, inmóviles, amantes, dieron la bienvenida a la mañana. En el pequeño corazón de Smargoff sólo había un deseo: que el tiempo se parase en aquel preciso instante, quería vivir eternamente aquel momento, lo había anhelado tanto...
De repente la mariposa aleteó un par de veces y perezosa emprendió de nuevo el vuelo. Smargoff se quedó petrificado y asustado al observar que su mariposa se alejaba. Aterrorizado se levantó, y presa de un inusitado pánico siguió a duras penas el caprichoso aleteo de aquella amada mariposa. Tropezando y arañándose con las ramas, manteniéndose a duras penas en pié, intentó a toda costa no perderla, hasta que Ella, su amada, empezó caprichosa a sobrevolar el lago. Pese a no saber nadar no dudó seguirla, decidió en una décima de segundo que no la perdería jamás, ya no podría renunciar a lo que llevaba toda su vida anhelando. Se hundió rápidamente en el agua, no braceó, simplemente se hundió… En el último instante, antes de sumergirse definitivamente, una lágrima resbalaba por su mejilla, sabía que ya nadie le podía arrebatar aquella felicidad, al fin la vida le sonreía…

Y poco más, espero que también vosotros seáis felices.
Hasta la semana que viene.

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