lunes, 21 de junio de 2010

Los olores de nuestra niñez


Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado.
(Francisco de Quevedo)

Desde el instante en que supe de él, me cayó bien Quevedo. No tengo un motivo concreto, quizás su aspecto, su ingenio, sus gafitas pequeñas (no sé si en el resto de los coles ocurría, pero en el mío los dos o tres gafotas de clase formábamos una piña: nos sentábamos juntos, estudiábamos juntos, no jugábamos al fútbol juntos y en ocasiones hasta nos zurraban juntos), el caso es que siempre fue mi escritor favorito. Y de entre todas las poesías que leí en aquella época, mi preferida era sin duda la de “A una nariz”. Esta predilección no era fruto de la casualidad, más bien era fruto de la solidaridad, la naturaleza y la genética se aliaron para dotarme de una hermosa nariz, aunque lo cierto es que por suerte, gracias a las gafas, nunca nadie pareció percatarse demasiado de su tamaño, lo que la mantuvo al margen de insultos y comentarios.
Profundizando en el tema, lo cierto es que la nariz me fue creciendo con el paso de los años, especialmente en la pubertad, época convulsa en la que parecía que la capacidad de crecimiento de la misma era ilimitada, parecía no tener fin; así que entre el desarrollo nasal y la facilidad para llenarme de granos, era la viva imagen del repelente adolescente Vicente. No, sin duda no fueron los momentos más dulces de mi vida, menos mal que aquello duró solo un par de años, de haber seguido así ahora sería el Rocco Siffredi de las narices…
Es curioso pero tengo un amiguete que también anda el hombre bastante bien dotado, al menos de lo que yo conozco: de nariz (aunque ahora que lo pienso su mujer está siempre muy sonriente…). Bueno, volviendo al asunto, el otro día hablando del tema me comentó que él de pequeño tenía un gran olfato y que cuando empezó a crecerle la nariz también notó que perdió algo de olfato y que ahora ya no tenía la misma capacidad de antes (aquí me quedé también sin saber muy bien a qué se refería). Tal vez la cosa funcione así, a más nariz menos capacidad olfativa… de ser así, ¡pobre Pinocho! Cuando tenga un rato voy a bucear en Internet a ver si averiguo el mail de Adrien Brody y le envío un correo preguntándole si a él también le ocurrió lo mismo y cómo narices se ligó a Elsa Pataky.
El caso es que con pérdidas de olfato o no, de todos nuestros sentidos, es el que más vívidamente se graba en nuestra memoria; podemos olvidar caras, lugares, sabores, texturas… pero un olor es prácticamente imborrable. ¡Cómo olvidar esos viajes en metro a las siete de la mañana! ¡Esos vagones sin aire acondicionado atestados de seres humanos! Ese pensamiento colectivo de “Dios, ¿dónde me meto?”. Afortunadamente la naturaleza es sabia y no recordamos los malos olores, los sufrimos, los pasamos y los olvidamos, memorizando solo aquellos que nos son especialmente gratos; de no ser así, no volveríamos a coger nunca más el metro, jajajajaja. Y es más, a los malos olores nos acostumbramos de manera que al final no nos percatamos tanto de ellos; que es lo que le debe pasar a ese gran grupo humano alérgico al agua y al jabón, y es que parece que no, pero la mugre protege…
Estábamos en que los olores conforman uno de los recuerdos más vívidos que podemos tener, basta volver a percibir un olor que nos es grato para que evoquemos de manera clara e inequívoca los recuerdos asociados al mismo. Para demostrarlo os pediría que si disponéis de unos segundos, os relajéis e intentéis recordar algo que os haya sido muy grato y si es de cuando erais unos chavalines, mejor que mejor. Vale, ya está el rarito de siempre (¡pachasco!), recordar “Gritos y susurros” de Ingmar Bergman no me vale como ejemplo, por más que se le salten las lágrimas y evoque el olor del ambientador del cine en que la vio por primera vez.
¿Qué…? ¿Os viene algún olor a la cabeza? A mí la verdad es que me vienen muchos, pese a que algunos de ellos puedan resultar un poco extravagantes. Recuerdo el olor del pan y del café recién hecho, el olor de la “tierra mojada” justo en el momento en que empieza a llover, el olor del mar, el de la goma de borrar Milán nata, el olor a naftalina de los armarios de mis abuelos, el del jabón Heno de Pravia y Lux con el que me bañaban cuando era pequeño, el olor a leche fresca y a tortas de anís que había en la tahona del pueblo en el que veraneaba, el olor de la hierba recién cortada, el increíble olor de los bebés, el olor de la Ronquina y del linimento de Sloam (el tío bigotes) que usaba mi padre, el olor del monte al atardecer y el de la paja puesta a secar al sol, el olor a sábanas limpias, el olor a leña y fuego de la cocina de mis abuelos, el del chocolate recién hecho, el olor de la fruta y la verdura de antes (era genial cuando los tomates olían a tomates), el olor a nuevo de las cosas… son tantos y tan gratos.
Y vosotros, ¿qué olores recordáis…? No seáis rácanos, compartidlos con todos nosotros.

Hasta la semana que viene.

1 comentario:

  1. Francisco de Quevedo

    A un hombre de gran nariz



    Érase un hombre a una nariz pegado,
    Érase una nariz superlativa,
    Érase una alquitara medio viva,
    Érase un peje espada mal barbado;

    Era un reloj de sol mal encarado.
    Érase un elefante boca arriba,
    Érase una nariz sayón y escriba,
    Un Ovidio Nasón mal narigado.

    Érase el espolón de una galera,
    Érase una pirámide de Egito,
    Los doce tribus de narices era;

    Érase un naricísimo infinito,
    Frisón archinariz, caratulera,
    Sabañón garrafal morado y frito.

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