lunes, 18 de enero de 2010

El cole


Me lleva mucho más tiempo pensar sobre el tema a desarrollar que escribirlo. Hoy mismo, mientras me desplazaba en metro a mi puesto de trabajo y pensando una vez más sobre el tema del próximo blog, empecé a rememorar los tiempos en que era un colegial imberbe allá por el pleistoceno (eso sí, en su época final), cuando acudir a clase era una aventura, los días estaban llenos de horas y las horas eran prolijas en acontecimientos. ¡Qué diferente de los tiempos que vives cuando te haces adulto! Ahora acudir al trabajo suele ser cuanto menos complicado, los días están llenos de horas y las horas de minutos, incluso algunos de ellos están llenos de segundos, y lo único que ya nos parece una aventura es conseguir que no se nos cuele nadie en la cola de la frutería y que no nos den un pelotazo jugando al paddle…
He de reconocer que hay ocasiones en las que hasta yo mismo me sorprendo cuando empiezo a divagar y termino llegando a confines lejanos y remotos... Y esta ocasión no iba a ser menos, pensando y pensando he concluido en un “cómo molaría que fuese como en el cole, el profe te ponía el tema de la redacción y lo único que había que hacer era escribirla”. En fin, cosas de la edad, ¿qué os voy a decir…? De cualquier manera, ya que he llegado hasta aquí aprovecharé a divertirme un rato rememorando mis tiempos de colegial.
Recuerdo que el cole era un colegio Nacional de los de antes, con uniformes, banderitas y director con bigote. Como venía de un colegio más pequeño, el nuevo se me antojaba enorme aunque no debía serlo tanto, porque recuerdo que el curso lo impartimos en un pasillo. Fue un año de continuas peleas porque me sentaba en un pupitre que estaba situado justo debajo de la pizarra y cada vez que alguien la utilizaba me llenaba de restos de tiza por completo, lo que incluía pelo, chaqueta, pupitre, cuadernos, cartera y yo creo que incluso hasta el alma. Ese año lo recuerdo como el año del “blanco y morado”; blanco por la tiza y morado por los moratones causados en las peleas contra los que consideraba que manchaban más de la cuenta. Afortunadamente un año más tarde terminaron al fin el nuevo pabellón, momento que aprovecharon mis padres para cambiar de colegio (no sé cómo hubiese llegado a desenvolverme en un aula en el que hubiese estado alejado de la pizarra).
De allí fui a parar a un cole más pequeño y aunque tuve la suerte de sentarme en un pupitre bastante alejado de la pizarra, mi fortuna no mejoró gran cosa porque a duras penas conseguía distinguir lo que en ella escribían, lo que me obligó a estar copiando de manera permanente lo que mi compañero escribía en su cuaderno. Amigos nuevos, recreo nuevo y profesora de francés nueva. Lo que más recuerdo de aquél otro cole es que al finalizar las clases siempre tenía que quedarme una hora a permanencias (en muchos casos motivado por el hecho de "mirar" tanto al cuaderno de vecino), que era una especie de castigo que consistía básicamente en no hacer nada haciendo que hacías algo y entretener el tiempo observando a través de la puerta entreabierta a las chicas que iban a clase de taquigrafía, que para mi entrañaba una dificultad comparable a la de aprender chino. Hasta muchos años más tarde no conseguí saber para qué demonios servía eso de la taquigrafía y por desgracia, para cuando lo aprendí, ya no servía para nada. De la profesora de francés recuerdo que tenía su alumna favorita, una tal Marie Rose, toda repipi y francesita ella, y lo era porque se sabía siempre la lección al dedillo. El caso es que salvo Marie Rose, el resto de los presentes no nos sabíamos la lección casi nunca (y dejo el “casi” por ser magnánimo y otorgar el beneficio de que alguna vez alguno nos la hubiésemos sabido), motivo por el que terminábamos con las manos extendidas vueltas hacia arriba y la profesora imponiéndonos el merecido castigo, que consistía en golpearnos uno a uno con su bienamada regla de madera. Por raro que parezca, ese era justamente el momento más divertido de la clase porque la profesora era muy pequeña y muy mayor (dicho esto por un niño de siete u ocho años, por lo que haceros idea del tamaño la pobre mujer), y como resulta lógico pensar, daño, lo que se dice daño, no nos hacía; aunque para alguien ajeno que nos observase desde fuera debería parecer que poco menos que nos rompía la mano con cada golpe que propinaba. Era increíble la mímica y expresividad que desarrollamos aquel curso porque pensad que había que escenificarlo exagerado pero con medida, sumando a todo ello el sobreesfuerzo que había que realizar para aguantar la risa que nos producía observar las representaciones de los demás, teniendo muy cuidado no nos fuera a pillar la señorita Rottenmeier (que era sí como la llamábamos). Pobre Marie Rose, nunca pudo disfrutar de esos maravillosos momentos aunque con lo boba y repipi que era, seguro que gozaría como una loca pensando en lo afortunada que era por ser tan lista y haber nacido en Francia. Volviendo a pensar en todo aquello me resulta curiosa la manera que tenía de castigar la señorita Rottenmeier, si alguien no sabía responder a la pregunta que hacía, en vez de golpear al errador, golpeaba con la regla a toda la clase, así que podéis concluir que no había clase en la que no recibiésemos nuestra ración tres o cuatro castigos, y es que a más, la pobre Rottenmeier, no llegaba, debía quedar exhausta por el esfuerzo.
Y el último recuerdo que me queda de aquél curso es que me enamoré por primera vez. Se llamaba Silvia, era una chica morena, media melena, delgada y con unos ojos enormes. Como buen cobardica, nunca me atreví a confesarle el secreto amor que me embargaba, contentándome con escribir su nombre en la casilla “novia” de mi carné de agente secreto y observarla a hurtadillas de cuando en cuando, no fuese que fuera a darse cuenta... En fin, mis amores secretos nunca han llegado a gran cosa.
Resulta curiosa la manera en que han cambiado los tiempos, recuerdo que en cada clase había siempre uno o dos gordos, cuestión que ya por entonces me maravillaba porque pensaba que cómo era posible aquella casualidad, ¿por qué no podía haber en una clase cuatro gordos y en otra ninguna? ¿O tres y uno? Nunca llegué a saberlo. Bueno, estábamos en lo diferentes que eran los tiempos; antes en cada clase había un par de gordos y ahora lo que hay es un par de delgados… ¡curioso! Pero lo más extraño de todo es que con todos los que éramos en aquella clase, solo recuerdo el nombre de la chica que me gustaba y el de los dos gordos, del resto no recuerdo ninguno. Perdonadme los demás, es lo que tiene no estar gordo, que no se acuerdan de ti, jajajaja
Como no quiero extenderme más, solo apuntaré un par de momentos que recuerdo con cariño y nostalgia. Uno de ellos era el día de la Lotería de Navidad, la mañana del 22 de diciembre. Me encantaba el soniquete musical de los niños de San Idelfonso cantando los números, era un momento mágico, era el inicio de las navidades con todo lo que eso significaba: turrón, villancicos, pelis de romanos en la tele (en eso las cosas no han cambiado), el árbol de navidad, las luces de colores en la ciudad, la visita a sus majestades los Reyes Magos, el chocolate con churros en el centro, las uvas de nochevieja y montañas de alegría, ilusión y diversión. Adoraba ese día.
El otro gran recuerdo es el de las “carreras de caballos” que organizaba a la hora del recreo. Os explico, cogía un folio y con ayuda de una regla dibujaba diez calles que discurran de lado a lado, las numeraba del 2 al 11 y dividía cada calle en doce o dieciséis casillas. Una vez dibujado plastificaba el folio. Para esa labor había que tener maña y paciencia; maña porque se hacía poniendo tiras de papel celo de lado a lado, procurando que no se arrugase ni torciese demasiado y paciencia porque se tardaba muuuuuuucho tiempo en hacerlo. Una vez hecho, hacía diez fichas del tamaño de cada casilla, las numeraba del 2 al 11 y las plastificaba siguiendo el mismo sistema. Con eso y dos dados ya estaba hecha la timba, y consistía en que todo el que quisiese participar en la carrera tenía que apostar cinco folios (y como era sensato admitía todo tipo de hojas: folios en blanco, de cuaderno, de dibujo, de anillas…). Una vez completado el cupo empezaba la carrera. La regla consistía en lanzar los dados y avanzar una casilla la ficha que coincida con la suma de los mismos, continuando así turno tras turno, hasta que una de las fichas alcanzase la meta, momento en el que el júbilo del que ganaba, que se llevaba la mitad de lo acumulado (la otra mitad como podéis suponer me la quedaba yo) contrastaba con el rencor de los que perdían. La verdad es que fue emocionante y divertido, y lo cierto es que vi perder muchas fortunas en cuadernos allí…
Como apunte final y ya que he rememorado tiempos pasados, aprovecharé esta semana para hacer ejercicio de memoria y recordar los anuncios que nos cautivaban en aquella época. ¿Os apuntáis a recordar conmigo?

Hasta la semana que viene.

2 comentarios:

  1. Simplemente precioso! qué mano tienes para la escritura !!un besote.Belénchu

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  2. Eso no vale... ¡que tú no eres objetiva! jajajajaja

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