lunes, 8 de noviembre de 2010

Los desafortunados días


Por más que nos pese es ley de vida que de cuando en cuando, todos tengamos algún día llamémosle “desafortunado”. Como el rango es amplia, a fin de acotarlo un poco más, me centraré en contaros algunos de esos desafortunados días vividos practicando deporte, aunque por suerte para mi, han sido bastante escasos.
Se me escapa una sonrisa al caer en la cuenta que en casi todos esos días desafortunados he estado acompañado, y en casi todas las ocasiones lo estaba de lo que en aquella época me gustaba llamar "mi mejor amigo”. Y como siempre he sido un tío con suerte con los amigos y con las novias, siempre han sido mucho mejores de lo que me merecía, éste no iba a ser menos y era un amigo extraordinario. Buena gente, generoso, inteligente, solidario y lo mejor de todo: fiel, a pesar de alguna que otra "putadita" que le hecho a lo largo de nuestra ya larga amistad, eso sí, con la mejor intención, jajajajaja. Como quiera que no deseo continuar haciéndoselas y se da el caso que además tiene una hija preciosa que aún piensa que su papá es una versión 2.0 de Superman, omitiré su nombre y le llamaremos “señor Ploff”, en homenaje al recital de pequeños encontronazos que ha tenido con todo tipo de objetos a lo largo de su vida, entre los que destacan paredes y suelos. De hecho, el blog de esta semana será una mezcla de los días desafortunados del señor Ploff y los míos, al menos de los que tuvimos la fortuna de compartir juntos.
Antes de empezar quisiera dejar constancia que siempre le he tenido gran afición al deporte, es una de las cosas buenas que tiene el ligar poco, que al final le hace a uno dedicarse a actividades menos frustrantes. También cabría puntualizar que aunque practicaba deporte con cierta asiduidad, nunca he sido un gran atleta, no he pulverizado ningún tipo de record ni nada por el estilo; simplemente me gustaba y lo practicaba con la mejor de las intenciones, como buenamente podía, poniendo más entusiasmo que técnica y más corazón que cabeza...
Resulta curioso que siendo el ciclismo de montaña el deporte que más practicaba y haciéndolo además de una manera un tanto “arriesgada”, ha sido el deporte en el que menos percances he tenido; de hecho, que yo recuerde, solo he tenido uno. Fue en la Casa Campo de Madrid, había quedado para jugar un partido de tenis con una amiga y decidí equivocadamente ir hasta allí con la bicicleta híbrida, en vez de elegir la bicicleta de montaña que hubiese sido una decisión mucho más sensata. No sé vosotros, pero yo siempre he tenido cierta tendencia insana a utilizar el material menos adecuado en cada momento, a fin de preservar en buen estado el material que hubiese sido más adecuado; para que podáis llegar a haceros una idea de mi retorcida forma de pensar, imaginaos que vais mucho a la montaña y por ello os compráis un buenas botas: cómodas, resistentes a agua, con su suela Vibram, su puntera reforzada..., vamos,  unas botas de la leche. La verdad es que una vez que las tenéis (¡son tan bonitas...!), decidís que esas botas hay que reservarlas para ocasiones excepcionales, no las vais a utilizar para una excursioncillas del tres al cuarto, sería una pena estropearlas, así que dicho y hecho, para las ocasiones normales (que son el 99% de los casos), os compráis unas botas "guarripés" de esas de a tres euros el kilo de bota. Y dicho y hecho, a destrozarse los pies y los tobillos con unas botas pedorras "made in China" mientras en casa acumulan polvo las botas "chachipiruli". En fin, de locos... Pues eso es más o menos lo que ocurría con la bici, no iba a coger la bicicleta de montaña para ir por la Casa Campo, qué desvarío, si con la híbrida había más que de sobra. Para los que no estéis familiarizados con lo que es una bicicleta híbrida os comentaré que era un engendro de utilidad más bien escasa y que consistía en coger una bicicleta de carreras, cambiarle el manillar por uno recto, poner unos cambios como los que usaban las bicicletas de montaña y por último, cambiarle las ruedas por unas un poco más gruesas con tacos y ya está, el milagro de crear una bicicleta mixta. La función de la misma estaba bien clara: no valían para nada. Mo iban bien por carretera (el manillar recto y las ruedas gruesas lo impedían) y eran la peor opción para montaña (el cuadro alto era un elevado handicap), por lo que imagino que la única función que les quedaba era la “imaginativa”, que cada cual pensase para qué podía servir aquel engendro inútil.
En fin, estábamos en que decidí coger mi bicicleta híbrida y ya que estaba, ir por el camino más impracticable, la aventura era la aventura y ya que estaba con el día tonto, para qué remediarlo... La cuestión es que estaba disfrutando como un loco mientras descendía a toda leche por un camino de tierra, cuando me encontré una torrentera que atravesaba el camino, así que la única solución que vi fue la de tirar de manillar e intentar saltarla. Resulta paradójico que me haya tirado media vida encima de una bici y que nunca haya aprendido a saltar como Dios manda sobre este tipo de obstáculos. El resultado fue que me puse nervioso (estaba empezando a darme cuenta del error cometido) y me precipité al tirar del manillar, lo hice demasiado pronto. Lo que suele suceder cuando uno salta demasiado pronto, es que el salto se da antes de llegar al obstáculo, de manera que en vez de evitar el obstáculo, lo que se hace es precipitarse de lleno sobre él. Imaginaos que estais contemplando la escena, una bajada pronunciada, un tío con una bici bajándola a toda leche y una zanja curiosa que atraviesa el camino. Y de repente el tío de la bici da un salto con la misma y se eleva en el aire, y ¿para qué? Para precipitarse en picado en el interior de la zanja, ¡sublime! ¡Magistral! Lo que vino a continuación fue duro, muy duro. Impacté de lleno contra la pared de la zanja, de manera que la horquilla y la rueda delantera se pliegan literalmente, incrustándose contra el cuadro y los pedales. Evidentemente, yo salgo despedido del sillín hacia delante y claro, como es una bicicleta de cuadro alto, la zona testicular se precipita hacia el cuadro... A partir de aquí me resulta muy doloroso seguir recordando lo sucedido, solo os puedo decir que duele, duele mucho y de hecho, dolió hasta tal punto, que no es broma, no recuerdo nada de lo que sucedió instantes después. Solo sé que estuve mucho tiempo tirado en el suelo en posición fetal (no me podía mover en absoluto), hasta el punto de que no puedo precisar si permanecí así diez minutos, dos horas o catorce días, perdí la noción del tiempo. Lo siguiente que recuerdo es el penoso peregrinaje hasta las pistas de tenis, arrastrándome a mí mismo y algo parecido a lo que en algún momento fue una bici; fue un viaje muy largo...
Como ya os adelanté hace unos párrafos, el señor Ploff nunca tuvo mucha fortuna con el deporte (y por lo que parece ser, con algunos amigos tampoco, jajajaja). Lo cierto es que el señor Ploff y yo siempre hemos mantenido una relación muy competitiva, casi enfermiza, de manera que nos picábamos casi por cualquier cosa y en la mayoría de los casos por cosas bastante ridículas. ¿Cómo? ¡Que tú cenas todas las noches! ¡Pues yo ceno dos veces…! ¿Cómo? ¡Que tú llegas a Valencia en dos horas! ¡Pues yo en tres cuartos de hora…! En fin, lo que os digo, enfermizo, es lo que tiene la juventud…
El caso es que muchos sábados, aprovechando que la novia del señor Ploff trabajaba, nos escapábamos a la sierra a hacer algo de senderismo. Habitualmente solíamos ir invierno, lo preferíamos porque había mucho menos gente pero lo cierto es que las condiciones no eran las óptimas: frío intenso, nieblas, hielo… Uno de esos sábados, por eso de hacer una gracia, decidí cruzar un riachuelo saltando de piedra en piedra. La dificultad estribaba en que las piedras estaban heladas y resbalaban un poco bastante. Conociendo nuestra competitividad no fue de extrañar que tras atravesarlo, el señor Ploff decidió que él no iba a ser menos y se dispuso a cruzarlo también. Yo disfrutaba como un loco desde la otra orilla, con la satisfacción del deber cumplido y sabiendo que en el peor de los casos quedaríamos empatados y en el mejor, caería al agua. Así fue, de repente se oyó un ploff y el señor Ploff terminó con sus huesos en el agua. Las risotadas se debieron escuchar en todo el hemisferio norte, máxime cuando como os podéis imaginar, el agua estaba absolutamente helada y el señor Ploff no llevaba ropa alguna de repuesto, y mucho menos otro par de botas. El resto del día fue un completo desastre, pero ¡qué demonios! ¡Mereció la pena! Huelga decir que no experimenté ningún tipo de sentimiento de culpa, yo no le empujé, él solito decidió cruzar, él solito se cayó y él solito agarró un buen resfriado.
En otra ocasión en la que nos hicimos otra ruta, tocó bajar por el curso de un río (concretamente se trataba del Manzanares) y como resultaba lógico prever, este se encontraba helado. Lo cierto es que el descenso se hizo muy complicado, la piedras estaban muy resbaladizas y no había asideros en los que poder agarrarse, por lo que los resbalones eran frecuentes, había que descender con mucho tacto y este tipo de cosas no eran la especialidad del señor Ploff, se barruntaba la caída... Milagrosamente conseguí atravesar indemne el tramo, por lo que una vez salvado, me dispuse a esperar al señor Ploff en un pequeño llano en el que daba el sol. Y pasó lo que tenía que pasar, el señor Ploff resbaló fatalmente. Lo lógico hubiese sido que al resbalar hubiese caído hacia atrás, de espaldas, lo que tan solo hubiese implicado un pequeño cardenal sin más consecuencias. Pero no, os prometo que lo que vi ese día se escapa por completo a mi entendimiento y entra de lleno en lo de "casi imposible". Al resbalar, el señor Ploff giró en el aire, de verdad que no sé ni cómo, de manera que en vez de caer de espaldas, como hubiese sido lo lógico, cayó hacia adelante, impactando su cara de lleno contra la roca que tenía por delante, al tiempo que se oía un feo "crock". Esa vez no me reí lo más mínimo, me quedé petrificado, pensé que se había quedado sin un solo diente. El resultado fue que consiguió una enorme hinchazón de cara que le impedía abrir un ojo, al que siguió un precioso cardenal que le duró cosa de un mes. Eso sí, dientes no perdió ni uno…
Después de aquel episodio, otro con menos reaños se hubiese dado por vencido, pero no, el señor Ploff era valiente y decidido, por lo que pasado un tiempo volvimos a intentarlo. Como en esta ocasión había nevado bastante decidimos pasarnos por Navacerrada y deslizarnos por alguna pendiente con unos plásticos que llevábamos en el coche. Tras remolonear un rato buscando el lugar idóneo, descubrimos una pendiente bastante pronunciada en la que no había gente (tiempo después caí en la cuenta que el motivo por el que no había nadie, era justamente ese, que la pendiente era excesivamente pronunciada, pero claro, cuando lo descubrí ya era tarde). Así las cosas nos sentamos cada uno en nuestro plástico gigante y nos mentalizamos para deslizarnos por el declive. La cuestión es que la dichosa pendiente imponía, máxime cuando observamos que en pleno descenso era necesario torcer a la izquierda (a fin de evitar un precipicio) y que un árbol ocupaba casi todo el espacio libre que quedaba en la curva. El caso es que no terminábamos de decidirnos y aunque ninguno lo confesáramos (antes nos dejaríamos arrancar un brazo), estábamos bastante acojonadillos. Yo, amparándome en ese código no escrito pero respetado que consistía en que el que tiene más edad debía tirarse primero, le dije que se tirase él, ya que era unos meses mayor que yo. La anécdota del momento fue que desde hacía un par de minutos un chico de unos siete años nos estaba observando completamente maravillado ante la "pequeña proeza" que íbamos a llevar a cabo. Su padre, que estaba como a unos cien metros de donde nos hallábamos le increpó para que acudiese a su lado, pero el chico le contestó que esperase un momento, que quería ver cómo se tiraba un señor por la nieve (y es importante concretar que todo eso lo decía al tiempo que miraba al señor Ploff). Eso de “señor” debió sentarle a cuerno quemado (debía ser la primera vez que alguien se lo llamaba), porque se le cruzaron los cables y me dijo que no, que me tirase yo primero, que él pasaba. He de admitir que esta desobediencia del código de honor del amigo, me rebotó a mí también, así más mosqueado que contento me tiré por la pendiente. Las cosas sucedieron más o menos como las había imaginado. Veréis, los plásticos son muy suyos para estas cosas, lo que implica que en estos casos suele ser el plástico el que nos dirige a nosotros y no nosotros al plástico. Esto pude constatarlo al llegar a la zona en que había que girar, junto al árbol, cuando comprobé que la cosa no marchaba bien, por más que tiraba del plástico, este apenas respondía. No conseguí evitar del todo al árbol y me golpeé el hombro con el tronco, aunque por suerte fue más un roce que un golpe. El problema vino después, una vez que había girado y vi que la pendiente se acababa en un punto que no se veía desde arriba, por lo que literalmente hablando, volé durante unos metros. El aterrizaje fue malo, no os puedo decir lo contrario, porque se caía sobre una roca y aún con el manto protector de la nieve, el impacto fue bastante fuerte. Os mentiría si os dijese que no me hice daño, de hecho recuerdo que me quedé sin respiración durante unos segundos interminables y que apenas pude responder a lo que el señor Ploff me preguntaba desde arriba (desde su posición no me veía). Chicos, lo que hice después estuvo muy mal, ahora lo sé, y también sé que a un amigo no se le desea ningún mal, pero también es cierto es que yo me encontraba descoyuntado por su culpa y que era a él al que le correspondía haberse tirado primero. Así, deseoso de venganza, aguanté el dolor como pude, intenté inspirar intentando respirar hasta que al fin logré atrapar una minúscula bocanada de aire y con un hilo de voz apenas audible, le respondí: “muy bien... Ha sido genial..., te va a encantar…” Fue decirlo y hacerlo, se lanzó por la pendiente y haciendo honor a las leyes del plástico, se comió el árbol casi de lleno, el golpe le desequilibró haciéndole perder la posición, de manera que cuando llegó al punto donde se terminaba la pendiente, lo que iba por el aire más que un humano parecía un guiñapo. La leche que se metió contra la roca fue antológica. Me arrastré hasta él para intentar ayudarle, le pregunté que cómo se encontraba aunque por los gestos que hacía intentando respirar y las manos en el pecho, imaginé que estaba como estuve yo instantes antes: no podía respirar. Tardamos un montón en levantarnos, permanecimos allí lo que parecieron horas y recuerdo que aunque intenté ayudarle en varias ocasiones, me rechazó, estaba furibundo. Menos mal que me ayudó el hecho de que no pudiese apenas moverse, de no haber sido así estoy seguro que hubiera intentado agredirme. Tras la aventura decidimos irnos a casa, abandonamos los plásticos en un contenedor y nos dirigimos al coche, que para más inri estaba en el quinto pepino. Ni sé el tiempo que tardamos en llegar, fue un camino bastante penoso. Huelga decir que aquel accidente nos quitó las ganas de correr nuevas aventuras durante un tiempo, por lo que durante una temporada decidimos practicar deportes menos arriesgados…
Unos años después nos dio por el squash y aquí el nivel de competitividad alcanzó cotas inimaginables. Yo nunca he tenido mal perder, me da igual, pero con el señor Ploff me encantaba ganar, no por el hecho de ganar en sí (al fin y al cabo unas veces se gana y otras se pierde), sino por el regodeo que había tras el partido. No es que le ganase siempre, el jodío era durillo y correoso, pero sí que lo hacía en mayor medida, lo que me aseguraba buenos ratos de sorna y regodeo. Curiosamente las escasas ocasiones en las que me ganaba coincidían con las escasas ocasiones en las que nos jugábamos unas cervezas, motivo por el que de manera ladina decidí dejar de apostar cervezas y sustituirlo por la propia honra. La cuestión es que debido a la brusquedad del squash, los golpes y caídas eran cosa frecuente, y no era raro que alguno se llevase un recuerdito del partido en forma de moratón o arañazo. En una ocasión tuvimos que dejar el partido, porque el señor Ploff, al ir con entusiasmo y decisión a devolver una pelota que iba pegada a la pared, calculó mal y se dio un fuerte golpe contra la misma. El golpe debió ser tremendo porque retumbó toda la pista (yo por mi posición no pude verlo) y cuando me giré hacia él, estaba tendido en el suelo sujetándose el hombro. Intentó seguir jugando mal que bien durante unos minutos, pero tuvimos que dejarlo, el dolor se le estaba intensificando. Así las cosas, recogió rápidamente todas sus cosas y salió escopetado hacia su casa. Quiso el azar impedir que yo me fuera de rositas, así que aprovechó que regresaba a mi casa en bici para obsequiarme con un lindo atropello. No tuvo la cosa misterio alguno, el conductor del vehículo se despistó, no me vio y me arrolló. La cuestión no pasó a mayores, únicamente un par de magulladuras, alguna raspadura que otra y un pequeño esguince cervical; la peor parada fue la bici (por cierto, que casualmente era la famosa híbrida). La anécdota vino porque a la misma hora que yo ingresaba en el hospital para que me atendiesen, también ingresaba el señor Ploff en urgencias debido al golpe que se había propinado en el hombro. Fue un momento curioso, lástima que no coincidiésemos en el mismo hospital, hubiese sido la leche…


Permitidme que para contaros el último desafortunado día, deje fuera al señor Ploff, que bastante tenía el hombre con lo que tenía y con contar con amigos como yo. Vayan por delante unas palabras de agradecimiento y solidaridad: Señor Ploff, gracias por tu amistad, por ser mejor persona que yo y por todos los buenos momentos que me has hecho pasar. ¡Te quiero, tío…!
Este último percance que os voy a contar gira en torno a la escalada deportiva. Hice un curso de escalada allá en el pleistoceno y a raíz del curso, me entró un ansia por escalar que me costó mucho superar. El problema desde el principio fue con quién ir; intenté liar a todo el mundo, pero lo cierto es que por más argucias que empleé, no logré embaucar jamás a nadie. Estaba ya pensando en apuntarme a alguna asociación cuando quiso el destino colocarme a alguien en el punto de mira: mi hermano. Por eso de ser buen cristiano y proveerme de alguien con quien practicar, enseñé a mi hermano todo lo que aprendí, aunque he de reconocer que con mucho mejor provecho del que tuve yo. Era mejor alumno que yo y en nada de tiempo adquirió un nivel muy superior al mío, de manera que al poco tiempo ya no pudimos ir a escalar juntos, volví a quedarme de nuevo sin compañero de fatigas, cosas del nivel... Años después, recién estrenada una nueva soltería, conocí a una chica que cómo podría calificarla, sí, ya está, im-pre-sio-nan-te, ha sido fácil. El caso es que por tratar de impresionarla le comenté que tiempo atrás escalaba y que era algo tremendamente emocionante y adictivo, así que quedamos en que organizaría una escapadita y le enseñaría a escalar. Pensé que de esa caería, aunque infeliz de mí, nunca imaginé que el que “caería” iba a ser yo. El caso es que lié a mi hermano para que nos acompañase (para escalar se necesita cuanto menos una persona que controle, que es la encargada de asegurarnos mientras subimos por la vía) y llegó al fin el día esperado. Todo fue perfecto, escalamos un montón, la tía im-pre-sio-nan-te demostró unas dotes extraordinarias para la escalada (debía ser cosa del ballet que practicaba, porque tenía una flexibilidad increíble) y yo ya me relamía pensando en que todo estaba saliendo de maravilla y ante la buena posibilidad de conocer de una manera más amena sus dotes para la "flexibilidad". Cuando ya estábamos recogiendo el material para irnos, al ocurrente de mi hermano se le ocurrió hacer una última vía. Yo la observé y sinceramente, le comenté que me parecía una vía de bastante nivel. "¡Que no, que no, que esta vía te la haces sin problema alguno, ya verás!" - me contestó. Y claro, estando la "flexible" de por medio, no era plan de arrugarse, había que dejar el pabellón bien alto. La vía no solo parecía complicada, era complicada. El primer seguro estaba muy alto, inusualmente alto, como a unos diez o doce metros y se alcanzaba tras sortear un enorme extraplomo que dicho en plata, me preocupaba un mucho. Para los que no estén familiarizados con la escalada, aclarar que un extraplomo es un muro que supera la vertical, lo que significa que la pared está inclinada hacia fuera. Mantenerse en un extraplomo exige una gran técnica, hay que tener en cuenta que hay que hacer mucha fuerza para sujetarse, lo que significa que o se pasa bastante rápido, o hay riesgo claro de agotarse y caer. A la dificultad intrínseca del extraplomo había que sumarle que se entraba y salía de él sin seguro alguno, como os he dicho el seguro se encontraba a la salida del mismo, a unos diez metros de altura, lo que significaba que si uno se caía, iba sí o sí al suelo. Para colmo de males, justo debajo del extraplomo había una zarza de dimensiones descomunales, de hecho debido a la zarza había que atacar la vía había bastantes metros a la izquierda de la misma, e ir avanzando en diagonal hasta alcanzar el extraplomo. Y como sucede en estos casos, lo que tuvo que pasar, pasó. No pude con el extraplomo, tal como había imaginado no tenía nivel suficiente para realizar esa vía; me atranqué en el extraplomo. Lo intenté y lo intenté pero llegó un momento en el que me quedé sin un gramo de energía, sencillamente los brazos, muy en contra de mi voluntad,  dejaron de sostenerme. Resultado: me precipité desde unos ocho o nueve metros sin nada que frenase mi caída. ¿Nada? No, miento, sí que había algo que amortiguó la caída, pero creedme si os digo que hubiese preferido mil veces que no hubiese habido nada. Me hundí totalmente en la zarza y para los que no habéis tenido el placer de hacerlo nunca, se me ocurren muy pocas cosas menos deseables que esa (quizás ir a un concierto de David Bisbal, pero pocas más). La situación adquirió tintes dramáticos, estaba suspendido en mitad de la zarza, atravesado por diez cuatrillones de espinas y sin querer moverme en lo más mínimo. Lo único que podía pensar era que no estaba tan mal, había tenido una buena vida, había sido un tipo feliz e iba a morir joven y hermoso, ¿qué más podía desear...? Imposible moverme, imposible salir, no había nada a lo que aferrarse para poder salir y lo que era peor, solo respirar hacía que las espinas se clavasen aún más profundamente. Para colmo de males, mi hermano poco podía hacer, no podía llegar hasta mí y sacarme, o al menos no se me ocurría la forma. Ya no recuerdo el dolor, tan solo recuerdo que tenía ganas de cerrar los ojos y dormirme, y que no tenía ni idea de cómo demonios iba a poder salir de allí. Me gustaría poder contaros cómo conseguí escapar de aquella alambrada de espinas, pero no puedo, no lo recuerdo, todo lo que sucedió con posterioridad quedó como en una nebulosa. Solo sé que un rato después estaba fuera, que mi hermano recogió y cargó con todo el material y que yo estaba ahí de pié, con los brazos en cruz y sin poder apenas moverme, mirando cómo lo hacía. El regreso al coche fue lastimoso, apenas podía andar y hacerlo me causaba un dolor risueño que me hacía quejarme y reírme al mismo tiempo. Tenía espinas hasta en el tuétano y recuerdo que debido a ello, marchaba el último, ensimismado en mi desgracia, pensando en cuánto odiaba a mi hermano y que lo de los planes flexibles no iba a poder ser, y tan concentrado debía ir que para colmo de males resbalé y caí al suelo. las consecuencias fueron tres:
  • Conseguí clavarme más profundamente las tropecientas mil espinas que no había podido quitarme, lo que no acrecentó mi euforia precisamente.
  • La poca autoestima que me quedaba se fue al garete, adiós para siempre a cualquier oportunidad que hubiese podido tener con la princesa flexible.
  • La peor de todas, al caer apoyé las manos sobre un cardo, lo que implicó que me clavase un montón de espinas diminutas en la palma de la mano y os prometo que estas sí que eran chungas (y no la tontería de las de la zarza), apenas se veían pero dolían a rabiar...
En fin, ¿qué más os puedo decir? Aquel desafortunado día supuso el final de dos cosas: el fin de una prometedora carrera como escalador amateur (no he vuelto a escalar jamás) y el fin de toda posibilidad de progresar con aquella musa del ballet. Triste y desgraciado día...

Y feliz y contesto me despido de vosotros hasta dentro de un par de semanas. Sed buenos y no olvidéis vitaminaros y mineralizaros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si te apetece exponer tu punto de vista o opinar sobre lo que has leído, por favor, no dejes de hacerlo, todos los comentarios son bienvenidos.
Si lo prefieres también puedes dejarlos en facebook: www.facebook.com/vampx1